CAPÍTULO X
Irlanda, 1776.
La abadía se alzaba sobre un terreno elevado frente al Boyne y, al otro lado del río, se encontraban las enormes ruinas del castillo de Trim. Un foso rodeaba las torres y murallas que a Arthur, que miraba por la ventanilla del carruaje, seguían pareciéndole formidables. Luego el castillo se perdió de vista cuando el vehículo cruzó el portón de la abadía y entró en el patio.
Su primera impresión de aquel austero escenario fue que se parecía a una prisión, y la añoranza que sentía por su casa y su familia lo llenó de pena. Aquel sentimiento creció en su interior mientras O’Shea descargaba su exiguo baúl con ropa, libros y otras pertenencias, antes de volver a dirigir el carruaje hacia la puerta. O’Shea desapareció tras ella, y el sonido de las ruedas sobre la gravilla se desvaneció rápidamente. Arthur se quedó solo frente a la entrada principal. Todo se hallaba en calma, pero no del todo en silencio. Desde algún lugar del interior de la abadía, un coro de voces conjugaba un verbo en latín.
—¡Chico nuevo! —llamó una voz.
Arthur se dio la vuelta y vio a un muchacho no mucho mayor que él que cruzaba el patio desde un edificio lateral. Era un chico robusto con un grueso y abundante cabello negro muy corto. Arthur tragó saliva, nervioso.
—¿Yo, señor?
El chico se detuvo y echó un vistazo al patio con elaborada concentración.
—Parece ser que no hay ninguna otra persona a la que pudiera dirigir mis comentarios. Te hablo a ti, idiota.
Arthur abrió la boca para protestar, perdió el valor y en lugar de eso, se ruborizó. El chico mayor se echó a reír.
—No importa. Tú debes de ser Wesley.
—S-sí, señor.
—No me llames «señor». Mi nombre es Crosbie. Richard Crosbie. Me han dicho que saliera a buscarte. Trae, deja que te ayude con el baúl.
Cada uno agarró una de las correas de los extremos del baúl y lo levantaron con cierto esfuerzo.
—Por aquí —dijo Richard con un resoplido. Cargaron con el baúl hasta el otro lado del patio y atravesaron un arco de piedra que daba a un claustro. En el otro extremo, un pequeño tramo de escaleras llevaba a un dormitorio de techo bajo.
—Ésta es tu cama. —El chico mayor dejó el baúl en el suelo frente a una sencilla cama que a Arthur le pareció sorprendentemente ancha—. Vas a compartirla con Piers Westlake. El lado izquierdo es el tuyo. El baúl va debajo.
Arthur se quedó mirando la cama.
—¿Camas compartidas?
—Por supuesto. Esto no es un palacio. Es una escuela.
—¿Todas las escuelas son como ésta? —preguntó Arthur rápidamente.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —Richard se encogió de hombros—. Nunca he estado en ninguna otra. El director quiere verte ahora. Te mostraré el camino. Ven.
Condujo a Arthur hacia un corto y oscuro pasillo que terminaba en una gruesa puerta de roble tachonada.
—Es aquí —le dijo Richard en voz baja—. Llama y ya está. Te está esperando.
—¿Cómo es? —susurró Arthur.
—¿El viejo Harcourt? —Richard reprimió una sonrisa burlona—. Se come a los nuevos para desayunar. Te veré después, si sigues vivo.
Richard se dio la vuelta y se alejó a toda prisa, dejando al otro niño de pie frente a la enorme puerta. Notó que le temblaba la mano cuando la levantó y la acercó a la madera oscura. Entonces se detuvo, solo y temeroso. Por un momento sintió el impulso de darse la vuelta y echar a correr. Pero su determinación se fortaleció un poco, se inclinó hacia delante y dio dos golpes en la puerta.
—¡Adelante!
Arthur respiró hondo para calmar los nervios, levantó el pestillo, empujó la puerta para abrirla un poco y se metió por el hueco rozando su grueso borde. Al otro lado, había una amplia habitación iluminada por la luz que penetraba por un arco situado en lo alto de una de las paredes. La chimenea estaba vacía y no había nada que cubriera las gastadas losas del suelo. En la estancia predominaba una enorme mesa de trabajo y, tras ella, sentada en una silla de respaldo alto, había una inmensa figura con sotana. Tenía un rostro ancho y rubicundo, y unos ojos oscuros miraron al recién llegado por debajo de unas cejas hirsutas.
—¿Es usted Wesley?
Arthur dijo que sí acompañando la afirmación con un leve gesto.
—¡Hable más alto, jovencito!
—Sí, señor. Soy Arthur Wesley.
—Eso está mejor. —El padre Harcourt movió la cabeza en señal de asentimiento. Miró al chico de arriba abajo sin dar ninguna muestra de aprobación antes de volver su atención a una carta que tenía abierta en su mesa—. Por lo visto, sus padres están preocupados por su falta de progreso académico. Bueno, pronto lo arreglaremos. ¿Hay algo que haga bien, joven Wesley?
—Sí, señor. Sé leer música. Estoy aprendiendo a tocar el violín.
—¿En serio? Vaya, eso es estupendo. Pero aquí no le sirve de nada. Esto es una escuela, chico, no una sala de conciertos. Tenga la bondad de concentrar sus esfuerzos en aprender lo que intentaremos enseñarle en los próximos años.
—¿Años? —repuso Arthur débilmente.
El padre Harcourt sonrió con frialdad.
—Claro. ¿Cuánto tiempo imagina que hace falta para que los chicos como usted alcancen un nivel de competencia aceptable en todas las asignaturas básicas?
Arthur no tenía ni idea y no podía ni imaginárselo siquiera, de modo que se encogió de hombros.
—La respuesta depende de la diligencia con la que se aplique en sus estudios, joven Wesley. Esfuércese, sea obediente y lo hará bien. El hecho de no hacerlo tiene como resultado una paliza. ¿Lo entiende?
Arthur se estremeció y asintió con la cabeza.
—Sí, señor.
—Ésas son las reglas más importantes aquí. Las demás ya las aprenderá enseguida. Ahora debe irse y esperar en el salón principal. Pronto será la hora de comer. Va a incorporarse a la clase del señor O’Hare. Vendré enseguida para mostrarle quién es. Ahora, retírese.
Arthur asintió y se dio la vuelta hacia la puerta.
—¡Joven!
Arthur se volvió sobresaltado y vio que el padre Harcourt le hacía un gesto admonitorio con el dedo.
—En un futuro, cuando un miembro del profesorado le dé una orden, va a responder: «Sí, señor». O se atendrá a las consecuencias.
—Sí, señor.
—Así está mejor. Váyase.
—Sí, señor.
* * *
Los primeros días que pasó en la abadía fueron los más duros en la vida de Arthur. Al principio, ninguno de los demás niños le hablaba excepto Richard Crosbie, pero aun así, el chico mayor parecía deleitarse dándole información errónea sobre la escuela y sus normas, por lo que Arthur llegó rápidamente a no confiar en nadie y se retiraba en silenciosa soledad como medio para no meterse en problemas y no llamar la atención de aquellos chicos, que tenían tendencia a acosar a los demás. No obstante, al ser el chico nuevo, era el principal objeto de su atención, y fue víctima de toda clase de trucos y conductas maliciosas.
Se levantaban cada día al amanecer. Los chicos se lavaban con agua fría extraída de los pozos de la abadía y luego se vestían. Todas las comidas se servían en el salón y ofrecían una constante dieta de gachas, caldo, carne salada y verduras hervidas, que eran servidas con un pedazo de pan. Se comía en silencio y los profesores patrullaban lentamente por el salón con unas cortas varas de sauce, dispuestos a sacudir con ellas a cualquier niño que hablara o infringiera cualquiera de las reglas de precedencia y decoro en la forma en que ocupaban sus lugares o se levantaban para ir a buscar su comida.
Las lecciones tenían lugar en unas celdas que daban al enclaustrado patio interior; en cada aula, veinte alumnos, sentados en unos bancos desnudos e inclinados sobre unos tableros desgastados, lidiaban con los dictados, las matemáticas básicas, los ejercicios de lectura y los rudimentos del latín y el griego. El hecho de no dominar las tareas que imponían los profesores se recompensaba con unos golpes propinados con la vara de sauce en la parte posterior de las piernas o en la palma de la mano. Al principio Arthur gritaba, pero entonces recibía tres golpes más por no controlar su dolor. Pronto aprendió a apretar los dientes con fuerza y a mirar fijamente por encima del hombro del profesor a un punto de la pared más alejada, concentrándose en contener el sufrimiento. A pesar de semejantes incentivos para distinguirse en las tareas que le imponían, Arthur siguió siendo decididamente un alumno mediocre que pasaba apuros con todas las asignaturas. Los sufrimientos se iban acumulando, y su anhelo de volver a casa se fue intensificando cada vez más, pasando de ser una mera añoranza a una especie de sombría desesperación al pensar que aquella vida dura y cruel no iba a terminar nunca.
Los sábados y miércoles por la tarde a los chicos se les permitía salir a los terrenos de la abadía, y Arthur se dirigía directamente al puente que cruzaba el Boyne y exploraba las ruinas del castillo de Trim. A menudo, pequeños grupos de niños jugaban allí a caballeros medievales, arremetiendo los unos contra los otros con espadas y lanzas improvisadas y conteniendo los golpes en el último momento para no infligir daño, pero destrozando a su enemigo con la imaginación, miembro a miembro. Cuando se iniciaban semejantes contiendas, Arthur se apartaba silenciosamente de la refriega y los observaba a la sombra de una pared cubierta de moho o un arco derrumbado. No era sólo la perspectiva de hacerse daño lo que hacía que se retirara, eran las expresiones salvajes de sus iguales, el disfrute de la violencia en sus rostros. Le asustaba ver con qué facilidad el juego cruzaba una frontera mal definida hacia una agresión manifiesta.
A finales de su primer trimestre, llegó un paquete de su casa. Contenía un violín en un estuche delicadamente decorado y una breve nota de su padre.
Mi querido Arthur:
Puesto que en casa demostraste mucha capacidad para el instrumento, sería una verdadera pena que no continuaras con tus lecciones. Te mando el violín que me dieron a tu edad. Puede que en estos momentos sea un poco grande para ti, pero no será por mucho tiempo. He hecho indagaciones y he encontrado un profesor de música apropiado cerca de Trim —un tal señor Buckleby— y he arreglado las cosas con el padre Harcourt para que puedas asistir a clases privadas en Trim una vez a la semana. Estoy deseando comprobar tus progresos cuando regreses a Dangan.
Tu padre que te quiere.
P. D: Por favor, cuida mucho el violín.
Así pues, cada sábado, Arthur abandonaba la abadía y se iba andando a Trim con el enorme estuche del violín bajo el brazo. El señor Buckleby vivía en una cabaña de piedra con tejado de pizarra situada en el extremo de la ciudad. Arthur encontró el lugar fácilmente en su primera visita y, armándose de valor, alzó la aldaba de hierro de la puerta y golpeó con ella. La puerta se abrió de un tirón casi de inmediato y de un modo tan repentino que Arthur retrocedió un paso del susto.
Un hombre enorme vestido con un traje marrón llenó la entrada. Las medias que llevaba, y que alguna vez fueron blancas, eran entonces grises y deformes, y le colgaban por encima de las hebillas de latón de sus raspados zapatos. Una peluca empolvada se torcía por encima de sus arrugados carrillos. Llevaba gafas, tras las cuales unos ojos oscuros escudriñaron al chico.
—Le vi acercarse por el sendero, jovencito. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Buenos días, señor —dijo Arthur con voz queda—. Estoy buscando al señor Buckleby.
—Doctor Silas Buckleby, a su servicio. Usted debe de ser el joven Wesley, el chico de Garrett. Pase, pase.
Se apartó y Arthur entró en el pequeño salón. En torno a la estancia, se alineaban montones de partituras atadas y sueltas y, apoyados contra las paredes había instrumentos musicales en distintas fases de reparación. Las motas de polvo se arremolinaban en el ancho haz de luz que entraba por la puerta, y que desapareció repentinamente cuando el doctor Buckleby la cerró de golpe, se dio la vuelta y con un gesto de la mano le indicó otra puerta que había al fondo de la sala.
—Por allí, señor. ¡Debemos empezar enseguida!
Pasó junto a Arthur rozándolo, abrió la puerta del fondo de un empujón y le hizo señas para que entrara. La habitación contigua al salón suponía un fuerte contraste con éste, pues se hallaba prácticamente vacía, salvo por una única silla y dos atriles. Una ventana emplomada daba a un jardín lleno de maleza y unos tapices descoloridos colgaban en las otras tres paredes. Los tapices mostraban escenas basadas en mitos romanos, y Arthur clavó la mirada en los detalles de una escena de las bacanales. Los perspicaces ojos del doctor Buckleby se fijaron en la expresión del chico.
—Los tapices tienen únicamente un propósito acústico. Intente no hacer caso de ellos.
—Sí, señor.
—Resulta que las dotes de algunos de mis alumnos son tales que me veo obligado a amortiguar los chillidos de sus atormentados instrumentos todo lo posible, de lo contrario me volvería loco. —Sonrió al tiempo que dejaba caer su pesada forma en la silla, que protestó con un crujido—. Y bien, joven Arthur, ¿sabe quién soy?
—No, señor. —Arthur se mordió el labio—. Lo lamento, señor.
El doctor Buckleby agitó la mano.
—No importa. Déjeme que se lo cuente. Soy el hombre que le enseñó a tocar el violín a su padre. Tiene un gran talento, y lo ha dedicado a grandes cosas. Oí que es catedrático de música en Trinity.
—Sí, señor.
—Pues bien, debemos procurar que se mantenga la tradición familiar. —Extendió las manos—. ¡Ahora, muéstreme lo que puede hacer con ese instrumento suyo!
* * *
Como su padre ya lo había iniciado en el violín, Arthur no tardó en demostrar que era un excelente alumno con un talento innato. Por su parte, el doctor Buckleby era un magnífico profesor que lograba sacar lo mejor de aquel niño sensible con una actitud firme pero amable. Pronto, no hubo nada que Arthur esperara con tantas ganas como sus lecciones semanales en Trim.
Por contraste, la vida en la escuela se volvió casi insoportable con sus escasas comodidades y duras disciplinas. Cuando el otoño dio paso al invierno, las frías paredes de piedra de la abadía estaban húmedas todas las mañanas, y unas gélidas ráfagas de viento se abrían camino a través de todos los resquicios de puertas y ventanas. Acurrucado debajo de sus mantas compartidas, Arthur se pasaba las noches temblando y se levantaba cansado para aguantar un día tras otro de memorización. A pesar de que su dominio de las matemáticas era tolerable, siguió sin mostrar ninguna aptitud por los clásicos, para la gran frustración y posterior ira creciente de sus profesores. Cuanto más se esforzaba y más lo castigaban por su falta de progresos, más abatido e introvertido se volvía, tanto que al final incluso el doctor Buckleby lo comentó.
—Arthur, está pensando en otras cosas. Tocó la última parte como si manejara un telar.
—Lo siento —masculló.
El doctor Buckleby vio que al pequeño le temblaba el labio, por lo que se inclinó hacia delante y le quitó suavemente el arco y el violín.
—Cuénteme qué le sucede, hijo.
Por un momento, Arthur permaneció en silencio.
—Yo… odio la escuela. Quiero irme a casa.
—Todos hemos odiado la escuela a veces, chico. Incluso yo lo hice. Forma parte del hecho de hacerse mayor. Es lo que nos forma para enfrentarnos a futuras dificultades.
—¡Pero es que no puedo soportarlo! —Arthur levantó una mirada desafiante—. A veces… a veces me quiero morir.
—¡Tonterías! ¿Por qué iba a querer morirse nadie? —El doctor Buckleby sonrió—. Es duro, pero se acostumbrará, se lo prometo.
—No, no me acostumbraré. No se me da bien. —Arthur se sorbió la nariz—. No tengo amigos. No soy bueno con los deportes. No soy inteligente como mis hermanos. Sencillamente no soy inteligente —concluyó con abatimiento—. No es justo.
—Arthur, todos aprendemos a nuestro propio ritmo. Hay habilidades que requieren más tiempo y aplicación. Hay algunas cosas que aprendemos más rápido que otras. Sus aptitudes con el violín, por ejemplo. Usted es como su padre. Tiene un don muy poco común. Complázcase en ello.
Arthur lo miró.
—Pero no es más que un instrumento. No tiene ninguna importancia en el mundo.
El doctor Buckleby frunció el ceño, y Arthur se dio cuenta de inmediato de que había ofendido a su maestro. Se avergonzó de haber sido capaz de herir los sentimientos de aquel hombre que vivía para la música. Resultaba tentador rendirse a la musa, dedicarse a la música. Con el tiempo, podría ganarse cierto reconocimiento por su habilidad. Pero ¿adónde le conduciría eso? ¿Acaso su recompensa sería acabar en una pequeña cabaña de alguna ciudad de provincias ganándose el sustento enseñando a los hijos de los personajes importantes locales? La perspectiva asustaba a Arthur. Él quería algo más de la vida.
El doctor Buckleby suspiró.
—¿Tan terrible es tener un don para la música? ¿Ser un maestro en el arte que, por encima de todos los demás, nos distingue de las bestias comunes y corrientes?
Arthur se lo quedó mirando, acongojado de pesar, sintiendo el peso de la insufrible carga de poseer una naturaleza honesta. Tragó saliva.
—No, señor. No es nada terrible. Como usted ha dicho, es un don.
—¡Eso es! ¿Lo ve? No todo está perdido. Ni mucho menos. Vamos, ahora volvamos a nuestra práctica. En años venideros, los hombres brindarán por el gran Arthur Wesley… ¡maestro!
Arthur sonrió forzadamente. Quizás el doctor Buckleby tuviera razón. Quizás el destino lo había elegido para esa profesión. Quizá tendría que aceptarlo. Algún día, su música podría tener cierto renombre.
En el fondo de su corazón, temía que aquello fuera cierto.