CAPÍTULO LXIII

En los días subsiguientes, Napoleón admitió que el rey Luis había jugado bien su baza. Lo que podía haberse convertido en un violento derrocamiento de la monarquía terminó en una fiesta pública que se prolongó hasta bien entrada la noche. Al ordenar a sus tropas que volvieran al cuartel, ponerse la gorra roja y brindar por Francia con la multitud concentrada ante el palacio, Luis se había ganado a la gente y ellos lo habían vitoreado y ensalzado. No obstante, la euforia se apagó con rapidez y no tardó en quedar claro que, sencillamente, se había retrasado una confrontación entre el rey y su pueblo. Se reparó la puerta, se cerraron las ventanas con tablas y, mientras la capital se deleitaba con un clima aún más cálido, el palacio se iba fortificando sin cesar y su guarnición se vio aumentada con voluntarios monárquicos que se instalaron en las habitaciones de la planta baja. Estaban decididos a no permitir que se repitiera aquella atrocidad, e iban acumulando continuamente suministros de comida, pólvora y armas para resistir un asedio.

Napoleón escuchaba a menudo los debates en la Asamblea Nacional donde, uno tras otro, los diputados se ponían en pie para denunciar le negativa del rey de despedir a su guardia palaciega. Robespierre destacaba entre ellos y, allí adonde iba, los jacobinos lo seguían, difundiendo sus opiniones en tonos cada vez más fervientes pensados para despertar la ira de la muchedumbre de París.

En medio de toda aquella creciente tensión, Napoleón casi dejó de preocuparse por la investigación que se estaba llevando a cabo en relación con su papel en el asunto de Ajaccio hasta que, el 10 de julio, llegó a sus aposentos un mensaje del Departamento de Guerra. Al sostener la carta en sus manos, volvió a asaltarle todo el terror por su futuro y, por un momento, no se atrevió a romper el sello. Luego, con expresión adusta, abrió la carta, desplegó el papel y empezó a leer.

Del despacho del ciudadano Lajard, ministro de Guerra. Con fecha 9 de julio del cuarto año de libertad. Para el teniente Buona Parte del Regimiento de la Fére. Copia para el ciudadano Antoine Saliceti, diputado por Córcega.

Ciudadano, como resultado de las protestas formales elevadas por el ciudadano Saliceti, el Ministerio de Justicia, con fecha de ayer, desestimó las acusaciones presentadas contra usted y el coronel Quenza con respecto al ataque a la guarnición de Ajaccio que tuvo lugar este mismo año. En consecuencia, el comité de artillería del Ministerio de Guerra ha informado a favor de su reinserción como oficial en activo. Con relación a ello, el comité ha recomendado que, debido a las exigencias de la situación militar en Francia, se le conceda el rango de capitán con efecto a partir del 1 de septiembre. Se requiere que permanezca en París pendiente de un puesto en su actual regimiento o en otro que pueda necesitar de sus servicios.

Respetuosamente, ciudadano Rocard, secretario del ministro de Guerra Napoleón sintió que una oleada de alivio le recorría el cuerpo y releyó la carta rápidamente. Su carrera se había salvado. Mejor que eso. Lo habían ascendido a capitán. Estaba claro que la guerra iba lo bastante mal como para que se requirieran los servicios de cualquier oficial no discapacitado, sin importar los pecados que éste pudiera haber cometido. Napoleón sonrió ante la ironía de todo aquello. El hecho de que hubiera salido airoso de las graves acusaciones formuladas contra él se debía únicamente a las derrotas de Francia en el campo de batalla. Gracias a Dios por la guerra contra Austria. No pudo evitar sonreír. Y gracias a Dios por Antoine Saliceti.

Decidió enviarle una nota a Saliceti expresándole su gratitud.

Napoleón entregó la nota en persona al secretario de Saliceti y, al día siguiente, recibió un breve acuse de recibo del diputado. Saliceti fingió haber tenido sólo una mínima influencia en el fallo, pero comunicó a Napoleón que permaneciera en París y estuviera dispuesto a llevar a cabo una tarea especial. Más adelante le daría los pormenores, cuando Saliceti le informara en persona. Pero primero había que resolver una crisis y le aconsejó a Napoleón que no se acercara al complejo de las Tullerías durante el mes de agosto. De momento, Saliceti no iba a darle más detalles.

La advertencia era muy clara y no presagiaba nada bueno, y cuando Napoleón asistió a la fiesta para celebrar el aniversario de la caída de la Bastilla, le resultó evidente que el espíritu popular había pasado a estar absolutamente en contra del rey. Durante varios días, las calles se llenaron de delegaciones provenientes de todo el país que habían viajado a París para sumarse a las celebraciones. Entre las multitudes había miles de voluntarios de la Guardia Nacional, la mayoría de los cuales estaban destinados a unirse a los ejércitos en el frente. Sin embargo, a medida que fue transcurriendo el mes y concluyó el último de los acontecimientos oficiales, varios miles de voluntarios permanecieron allí, alojados cerca del centro ele la ciudad. Napoleón no tenía ninguna duda de que su presencia formaba parte de alguna mayor conspiración, puesto que el rey y la Asamblea se iban acercando cada vez más a un enfrentamiento abierto.

Los primeros días de agosto, las voces de los vendedores de periódicos llenaron las calles con gritos sobre un documento extraordinario emitido por el comandante de los ejércitos prusianos, el duque de Brunswick. Los prusianos iban a invadir Francia para poner fin a la anarquía y reinstaurar la autoridad del rey. Cualquier civil que se opusiera al ejército sería ejecutado inmediatamente y, si la gente de París efectuaba algún otro ataque a las Tullerías o amenazaba al rey o a la reina, entonces el duque de Brunswick ordenaría la aniquilación de la ciudad.

—Cualquiera diría que el rey está de parte del enemigo —protestó Napoleón cuando hablaba con monsieur Perronet el día después de que las noticias del documento de Brunswick hubiesen llegado a París. Estaban sentados en el salón del ingeniero, leyendo una selección de la prensa matutina.

—Quizá lo esté. ¿Quién podría culparle? El enemigo le ofrece la única oportunidad de retomar el control de Francia.

—Eso es absurdo. —Napoleón meneó la cabeza—. Si su autoridad estuviera basada en soldados extranjeros, sólo estaría al mando de un ejército de ocupación. El pueblo nunca lo tolerará. Nunca.

—A menos que el rey Luis siguiera su consejo del otro día y aplastara a la chusma. —Perronet suspiró—. Parece ser que el rey debe convertirse en un monarca absoluto si no quiere ser destruido.

Napoleón lo pensó unos instantes y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Tiene razón. Todo se reduce a eso. Antes de que pueda ganarse la guerra contra Prusia y Austria, tiene que haber una guerra entre el rey y el pueblo.

Sangre Joven
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