CAPÍTULO XXXVIII
El bergantín entró en el golfo de Ajaccio a media tarde y el capitán de la embarcación bramó la orden de reducir velas. Los marineros treparon pausadamente por los flechastes de ambos mástiles y se desplegaron por las vergas. Cuando estuvieron en posición, el contramaestre dio la orden y los marineros empezaron a cobrar las velas, recogiendo y plegando la pesada y gastada tela en las vergas y sujetándola bien. Napoleón se hallaba de pie en la proa mirando hacia el otro extremo del bergantín. Su perspicaz mirada observaba todos los aspectos del manejo de la embarcación, y ya entendía bastante bien el funcionamiento de cada una de las velas y los nombres y funciones de la mayoría de las escotas que las controlaban. El viaje desde Toulon había durado solamente tres días y, como sus libros estaban guardados en la bodega, Napoleón no tenía muchas cosas que hacer aparte de permanecer en cubierta y asimilar los detalles de la vida en el mar.
Se dio la vuelta y notó que el pulso se le aceleraba al distinguir la baja masa de piedra de la ciudadela que sobresalía en el golfo. A la izquierda, una delgada franja amarilla reveló la playa que se extendía desde el revoltijo de edificios pálidos con tejados de tejas rojas de Ajaccio. Allí, a un paseo de unos cuantos minutos del mar, estaba el hogar donde había crecido de bebé a niño. De eso hacía muchos años, pensó con creciente emoción. La aproximación que ahora hacía el bergantín al puerto la había hecho muchas veces en botes de pesca, pero entonces le resultaba tan poco familiar como si se estuviera aproximando a una tierra extraña. De repente, sintió la pérdida de todos aquellos años que podría haber tenido en Ajaccio. Un tiempo que podría haber pasado con su padre, que no hubiera muerto siendo casi un desconocido para su hijo.
Con sólo la vela triangular desplegada, el barco avanzó sin viento por las tranquilas aguas del puerto y se dirigió a un tramo de muelle vacío. Había varios pescadores sentados en los adoquines con las piernas cruzadas, ocupándose de sus redes, y casi todos ellos hicieron una pausa en su trabajo para observar al bergantín que se aproximaba.
Los mozos que holgazaneaban a la sombra de la aduana se movieron y se dirigieron hacia el muelle para coger las amarras que la tripulación del bergantín estaba a punto de lanzar a tierra. Los cables serpentearon por el estrecho hueco de agua abierta; los cogieron, los engancharon en torno a un bolardo y, a continuación, los hombres acercaron el bergantín al muelle hasta que topó suavemente contra el saco de arpillera lleno de corcho. Napoleón, que había pedido que le subieran el equipaje cuando entraron en el golfo, se sentó en el baúl de equipaje y esperó con impaciencia a que la tripulación completara el amarre y bajara la pasarela para poder desembarcar. Tras un breve retraso, el capitán gritó la orden y los hombres deslizaron la estrecha rampa por encima del costado, la apoyaron en el muelle y ataron bien el extremo en el barco. Napoleón le hizo señas a uno de los mozos.
—Consígueme una carretilla.
—Sí, señor.
Mientras esperaba a que el hombre descargara su equipaje, Napoleón cruzó la pasarela y pisó el muelle. Sintió una oleada de felicidad al notar una vez más el firme tacto de su tierra natal. Recorrió lentamente el muelle hacia el más próximo de los pescadores. El rostro le resultaba familiar y lo relacionó en un instante. Aquel era el hombre al que había pisado hacía años. El pescador levantó la mirada hacia el joven delgado vestido con uniforme francés. Napoleón sonrió y saludó al hombre en el dialecto local.
—¿Pedro todavía trabaja con los barcos de pesca?
—¿Pedro? —El hombre frunció el ceño.
—Pedro Calca —explicó Napoleón—. Estoy seguro de que se llamaba así.
—No. Murió hace cuatro años. Ahogado.
—Oh… —Napoleón se entristeció. Había albergado brevemente la esperanza de impresionar al anciano con su elegante uniforme.
El pescador lo estaba mirando atentamente.
—¿Lo conozco? Su cara me resulta familiar. No habla como un francés.
—Nos conocimos, pero fue hace mucho tiempo.
El hombre se quedó mirando a Napoleón unos momentos más y luego meneó la cabeza.
—Lo siento. No me acuerdo.
Napoleón le quitó importancia con un gesto de la mano.
—No importa. Otro día, quizá.
Volvió la vista hacia el bergantín y vio que el mozo, ayudado por uno de los marineros, bajaba penosamente a tierra con el baúl. Cuando llegaron al muelle, lo alzaron para cargarlo en la carretilla y lo dejaron con un fuerte ruido seco mientras Napoleón se acercaba a ellos.
—¿Qué lleva ahí dentro, señor? —Al mozo le palpitaba el pecho debido al esfuerzo de levantar el baúl—. ¿Oro?
—En cierto modo. El oro de los pobres —se rió Napoleón—. Libros. Son sólo libros.
—¿Libros? —El mozo meneó la cabeza—. ¿Y para qué quiere los libros un joven como usted?
—Para leerlos, quizá.
El mozo se encogió de hombros, dudando un poco de la cordura del joven oficial del ejército.
—¿Dónde se hospeda, señor?
—No soy un huésped. Regreso a casa.
Cargaron la maleta pequeña en la carretilla y se pusieron en marcha, con Napoleón en cabeza. El sol estaba bajo en el cielo y las calles se llenaban de sombras bajo la fuerte luz que perfilaba los tejados. Subieron la suave cuesta que llevaba desde el malecón al corazón de la vieja ciudad, enclavada junto a la sólida e irregular forma de estrella de la ciudadela. Napoleón conocía a fondo aquellas calles y callejones, pero tenía la sensación de estar viéndolos como lo haría un extraño. Las ruedas con llantas de hierro de la carreta repiqueteaban en los adoquines mientras se acercaban a la esquina de su casa. Una vez frente a la casa, Napoleón levantó suavemente el pasador de la puerta principal y ayudó al mozo a descargar el equipaje y a llevarlo al vestíbulo, en la planta baja. Luego le pagó y cerró la puerta tras él sin hacer ruido. Percibía un olor que no le era familiar. Sonrió al darse cuenta de que era así como había olido siempre, aunque nunca se había parado a pensarlo antes. Le llegó el sonido de voces del piso de arriba y reconoció la de su madre, fuerte y autoritaria. También la voz de Joseph, tan baja que no se entendían sus palabras. Las otras voces le resultaban desconocidas.
Napoleón respiró hondo, se quitó el sombrero de candil y lo dejó en el diván que había junto a la puerta. Entonces empezó a subir las escaleras, pisando con toda la suavidad posible hasta llegar al rellano del primer piso. Los sonidos de su familia provenían del otro lado de la puerta que daba al gran salón en el que él había jugado de pequeño. Colocó una mano en el pestillo, lo levantó y empujó la puerta para abrirla. Dentro, las grandes ventanas que recorrían una de las paredes estaban abiertas y los últimos rayos de sol entraban a raudales, bañando el interior de la estancia con un cálido brillo anaranjado. En el centro de la habitación, había dos largas mesas que iban de un extremo a otro. La familia se hallaba sentada en torno al extremo de la mesa más cercana. Su madre estaba de espaldas a la puerta. A su izquierda estaba Joseph, Lucien y un jovencito al que no reconoció pero que sabía que debía de ser Louis. A la derecha de su madre había dos chicas, a ambos lados de un niño pequeño: sus hermanas, Pauline y Caroline, y su hermano más pequeño, Jeróme.
La chica de más edad levantó la vista y vio a Napoleón en la puerta. Abrió desmesuradamente los ojos, alarmada.
—¡Mamá! —Señaló con la mano—. ¡Hay un soldado!
—¡Pauline! —Su madre arremetió con una cuchara de madera y le propinó un fuerte golpe en los nudillos a la chica—. ¡Por última vez, no quiero ninguno de tus estúpidos juegos en la mesa!
Joseph miró hacia la puerta, con la cuchara preparada sobre un cuenco de estofado. Su mirada de sorpresa se endureció con una expresión de susto.
—¿Napoleón? —murmuró su hermano.
Napoleón vio que su madre erguía la espalda un instante y se volvía rápidamente a mirar por encima del hombro con unos ojos como platos. Se lo quedó mirando y, a continuación, se oyó el golpeteo de la cuchara de madera al caérsele de la mano con la que se había tapado la boca. La silla cayó al suelo cuando la mujer se levantó y corrió hacia él con un susurro de su falda negra. Una amplia sonrisa de felicidad surcó el rostro de Napoleón, que abrió los brazos mientras ella corría a abrazarlo. Aunque era una mujer menuda, tenía fuerza en los brazos, entre los que Napoleón se sintió estrujado al instante. Entonces retrocedió y lo sujetó a distancia, empapándose de su imagen, con los labios temblorosos.
—Naboleone… ¿Qué estás haciendo aquí?
—Solicité un permiso, madre.
—¿Un permiso? —Su expresión se tornó preocupada—. ¿Cuánto tiempo tienes?
—¡Menuda bienvenida! —le dijo Napoleón, tomándole el pelo—. Apenas llevo aquí un minuto y ya me preguntas cuándo me marcho.
—¡Oh! No era mi intención…
—No pasa nada, madre. —Se inclinó para darle un beso en la frente—. Sólo bromeaba.
—¡Vaya! Te has pasado ocho años fuera y todavía no has crecido. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
—Hasta abril del año próximo.
Su tensión se desvaneció al responder:
—Siete meses. Eso está bien. Muy bien… ¿Qué estoy diciendo? —Se dio la vuelta hacia los demás que seguían en la mesa—. Este es vuestro hermano Naboleone, al que padre se llevó a Francia hace casi ocho años. Ven, Naboleone, o Napoleón, como te llaman ahora.
Él sonrió.
—En mi corazón, siempre seré Naboleone.
La mujer lo condujo hacia la mesa y levantó su silla.
—Siéntate.
Mientras ocupaba su asiento, Joseph dejó la cuchara y le cogió la mano a Napoleón entre las suyas.
—No puedo creer lo que veo. Eres tú. Después de tantos años. Cuando te marchaste de Autun, no sabía cuándo volvería a verte. Nunca pensé que fuera a pasar tanto tiempo. ¡Dios! ¡Me alegro de verte!
—¡Y yo de verte a ti, Joseph! —Le sonrió con cariño—. No tienes ni idea de lo mucho que te he echado de menos. —Recorrió con la mirada los demás rostros que lo observaban con atención—. Luden ya casi es un hombre. Louis no era más que un bebé cuando me marché. ¡Mírale ahora! Casi la misma edad que yo tenía cuando me fui a Francia. Pero vosotros tres, Pauline, Caroline y Jeróme, vosotros sólo habéis existido en las cartas… ¿No vais a darle un beso a vuestro hermano?
Él abrió los brazos, pero las niñas se sonrojaron; recelaban demasiado de Napoleón como para acercarse a él. Su madre chasqueó la lengua con impaciencia, se dirigió al otro lado de la mesa con un correteo y las empujó hacia su hermano. Ellas todavía estaban nerviosas y se aferraron a su madre cuando su hermano fue a cogerlas de la mano. Napoleón frunció el ceño, herido y un poco enojado por su reticencia, pero se dio cuenta de que aquello era normal. No lo conocían. Tendría que darles tiempo para que se acostumbraran a él. En aquel momento, sintió que lo embargaba una dolorosa tristeza por los años perdidos. Por lo visto, algunos de los sacrificios que se hacían por el bien de una carrera nunca se podrían justificar. Notó el cosquilleo de las lágrimas que afloraban a sus ojos. Se las limpió con el puño de la chaqueta y de pronto se inclinó hacia delante y les alborotó el pelo a las niñas con una alegría forzada.
—¡No importa! Pronto llegaremos a conocernos. ¡Y os podré contar muchas historias sobre Francia!