CAPÍTULO LI
A Napoleón, la expedición a Seurre le trajo desagradables recuerdos de los levantamientos de Lyon. Cuando el destacamento marchaba a través de las pequeñas poblaciones, Napoleón era consciente de que los habitantes los observaban con un resentimiento y hostilidad apenas disimulados. Al final del primer día de marcha, los soldados acamparon en una descuidada zona de pastoreo de la comunidad situada en medio de un espantoso grupo de casuchas. El capitán Des Mazis y su hermano se habían marchado a caballo para pasar la noche en casa de un terrateniente local, dejando a Napoleón a cargo del campamento.
Mientras los soldados preparaban la cena, varios niños pequeños y lastimosamente delgados se acercaron deambulando por entre las líneas de tiendas, y se quedaron allí de pie con la mirada fija en el vapor que desprendían las ollas. Napoleón vio que uno de los cabos se volvía hacia los niños con una sonrisa afectuosa.
—No pasa nada. Acercaos, decidme cómo os llamáis.
Los niños se lo quedaron mirando con ojos hundidos hasta que el hombre se acuclilló y les hizo señas para que se acercaran. Entonces, uno de los pequeños, un niño menudo con una mata de pelo rubio, avanzó con aire vacilante.
—¡Eso está mejor! —exclamó el cabo con una amplia sonrisa—. ¿Quién eres?
Los labios del niño se agitaron un momento antes de que éste respondiera en voz baja:
—Con su permiso, señor, soy Philippe.
—Philippe… ¿Tienes hambre, Philippe?
El niño se relamió y asintió con la cabeza.
—¿Y qué me dices del resto de tus amigos? Venid, venid todos. Sentaos aquí junto al fuego y podréis tomar un poco de estofado.
Salieron sigilosamente de las sombras como fantasmas y se sentaron en la hierba mirando la olla.
Uno de los soldados se santiguó.
—¡Dios Santo, míralos! No son más que piel y huesos.
—Bueno, no te quedes ahí parado —dijo el cabo en voz baja—. Dales algo de comer.
Cuando los soldados empezaron a compartir su comida con los niños, aparecieron más sombras en la penumbra, niños mayores, adultos y unos cuantos ancianos. Todos ellos estaban demacrados y guardaban un patético silencio, mientras extendían la mano para coger los pedazos de pan que el cabo estaba repartiendo de la parte trasera del carro de suministros del destacamento.
En cuanto Napoleón se dio cuenta de lo que estaba haciendo el cabo, se acercó a grandes zancadas.
—¿Qué está pasando aquí? Son suministros militares. Detenga esto enseguida…
El cabo se detuvo y en torno a él, los habitantes del pueblo se volvieron hacia el joven teniente con expresiones de terror y desesperación. Napoleón oyó un débil lamento en la garganta de alguien, y se abrió paso por entre la multitud hacia la parte posterior del carro.
—Cabo, vuelva a dejar ese saco de pan en el carro.
El hombre se lo quedó mirando unos instantes antes de bajar del vehículo y quedarse de pie frente al oficial.
—Esta gente se está muriendo de hambre, señor.
—Le he dado una orden, cabo.
Había una mirada afligida en los ojos de aquel hombre, que luchaba contra su conciencia, y entonces señaló a un lado de la carreta.
—Debería ver una cosa, señor.
—¿Cómo dice? ¿A qué se refiere? —Napoleón le lanzó una mirada fulminante—. Obedezca mi orden.
—Por favor, señor, venga conmigo. —Sin aguardar una respuesta, el cabo rodeó el extremo de la carreta y Napoleón lo siguió con paso resuelto mientras el enojo corría por sus venas.
—¿Qué significa esto, cabo? Le dije…
—Mire, señor. —El cabo señaló la base de la rueda delantera. En un primer momento Napoleón creyó que el hombre le estaba indicando un montón de trapos. Luego, cuando sus ojos se adaptaron a la débil luz que proyectaba una hoguera cercana, vio el rostro de una joven, poco más que una niña. Ella le devolvió la mirada con unos ojos brillantes de terror. Llevaba puesto un vestido hecho jirones que le colgaba abierto hasta la cintura. Tenía un pequeño bulto apretado contra su pecho, que colgaba como un monedero vacío.
—No mama —dijo la chica con un susurro ronco—. No consigo darle el pecho…
El cabo se acuclilló junto a la joven y, con delicadeza, le puso un pedazo de pan en la mano.
—Toma. Cómetelo. El bebé no puede mamar hasta que tú no hayas comido algo. Cómete esto y vuelve a intentarlo.
Ella miró al cabo, luego, con un parpadeo, su mirada descendió hacia el pan que tenía en la mano, se lo llevó lentamente a la boca y empezó a mordisquearlo por la punta, meciendo suavemente a su hijo mientras masticaba la corteza. El cabo se incorporó de nuevo y, tomando del brazo a Napoleón, volvió a conducirlo suavemente al extremo de la carreta.
—Tengo una hija de su edad.
Napoleón tragó saliva.
—El bebé. ¿Vivirá?
El cabo lo miró perplejo.
—Ya está muerto, señor.
—¿Muerto? —Se sintió mareado—. ¿Lo sabe ella?
El cabo le dijo que no con la cabeza.
—La pobre chica está medio loca de inanición. Dudo que dure mucho más.
—Entiendo. —Napoleón sintió que en su interior se abría un inmenso pozo negro de desesperación que amenazaba con abrumarlo. Las lágrimas le ardían en las comisuras de los ojos y luchó por controlar sus emociones. En torno a él, las formas esqueléticas de los aldeanos se apiñaban en el rojo resplandor de las fogatas con su silencioso sufrimiento y compartían la comida con los soldados. Napoleón tragó saliva y se volvió hacia el cabo—. Deles de comer. ¡Deles de comer a todos! Asegúrese de que todos ellos comen como es debido.
—Sí, señor. —El cabo parecía aliviado.
—Nadie tendría que vivir así —comentó Napoleón.
—No, señor. No está bien.
Napoleón meneó la cabeza lentamente.
—No. No está bien. Es… intolerable.
* * *
El destacamento se puso en marcha al alba, mientras los habitantes del pueblo todavía dormían. Salieron de la población sigilosamente, como ladrones que escaparan de la escena de un delito, y Napoleón deseó con todas sus fuerzas que sus hombres siguieran avanzando, ansioso por dejar aquel lugar terrible tras él y alejarse todo lo posible de aquella escena.
Se detuvieron frente a las columnas de la entrada al camino que conducía al château en que el capitán y su hermano habían pasado la noche. Al cabo de una hora y media de espera, los dos oficiales llegaron a caballo por el camino.
El capitán Des Mazis saludó con la cabeza a Napoleón.
—Bien hecho, teniente. Esto nos ha ahorrado un poco de tiempo.
—Sí, señor.
Los soldados miraron a los dos oficiales montados con expresión huraña y Alexander fue acercando su caballo a Napoleón y se inclinó para hablarle sin que nadie más oyera sus palabras.
—¿Qué ha pasado? Por la cara que traen parece que alguien se les haya cagado en el plato de campaña.
Napoleón miró a Alexander. Quería contárselo todo. Compartir la conciencia del terrible sufrimiento del pueblo que habían dejado atrás. Entonces dirigió la mirada más allá de Alexander, camino arriba donde el tejado sumamente inclinado del cháteau brillaba bajo las copas de los árboles, y supo que el joven no lo entendería.
—No es nada. Sólo quieren que esto termine y volver al cuartel.
Llegaron a Seurre a media tarde y se encontraron con que la milicia del lugar ya había sofocado la revuelta. Al principio, Napoleón se sintió decepcionado de que hubieran llegado demasiado tarde para presenciar el alboroto. Mientras la columna recorría las calles prácticamente desiertas de Seurre, él levantó la vista hacia las altas fachadas de las casas de ricos mercaderes. Aquí y allí, en las ventanas, vio a personas que los observaban. Algunos de aquellos rostros denotaban preocupación, otros alivio, y Napoleón tuvo la sensación de que los problemas que habían provocado los disturbios aún no se habían resuelto. Todavía se convenció más de ello cuando el destacamento atravesó una densa zona de apiñados tugurios habitados por gente de la clase trabajadora. Todas las puertas estaban cerradas, todas las ventanas tenían echados los postigos y no había la más mínima señal de vida. Más adelante, la columna marchó junto a los restos ennegrecidos de una hilera de almacenes. La atmósfera era acre debido a la fetidez de las ruinas, y unas delgadas columnas de humo seguían alzándose en el aire. Había algunas casas quemadas; otros edificios tenían las puertas y las ventanas destrozadas. Las calles adoquinadas estaban cubiertas con los restos del botín rotos y desechados, y de vez en cuando se veían unas manchas oscuras de sangre seca.
El coronel a cargo de la milicia estaba esperando bajo un toldo en una esquina de la plaza de la ciudad. Se puso de pie para recibir a los recién llegados con un saludo. El capitán Des Mazis ordenó a sus hombres que rompieran filas y prepararan las tiendas para pasar la noche, tras lo cual condujo a sus oficiales hacia el toldo para el intercambio formal de cumplidos.
—¡Son ustedes muy oportunos, muchachos! —exclamó el coronel con voz de trueno dirigiéndose a los recién llegados—. Estábamos a punto de sellar este desafortunado asunto.
—¿Qué quiere decir, señor? —repuso el capitán Des Mazis.
—¡Pues que tenemos a los sinvergüenzas responsables del alzamiento! Mis hombres los encontraron escondidos en una carbonera esta misma tarde. Los sacaron de allí a rastras y dos sargentos les hicieron confesar a golpes. Lo suficiente para que se sostenga ante un Consejo de Guerra rápido. Dicté sentencia hace apenas una hora. Serán ahorcados al anochecer. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el otro extremo de la plaza, donde había tres hombres encadenados vigilados por una guardia armada—. ¡Será un entretenimiento interesante para después de la cena! —se echó a reír alegremente—. Uno de mis muchachos ya está recogiendo apuestas sobre cuál de ellos es el que dura más. Ese tipo huesudo no tiene muchas posibilidades.
El coronel agasajó a los oficiales con una magnífica cena en unas largas mesas situadas a la sombra de los árboles. Los mejores vinos y carnes de Seurre se dispusieron ante sus invitados pero, desde donde estaba sentado, Napoleón veía perfectamente el otro extremo de la plaza y a los condenados, y no pudo disfrutar de su cena. Cuando retiraron el último plato, algunos camareros colocaron varias hileras de sillas delante de un viejo roble que había en un pequeño parque situado en el centro de la plaza. Se acercó un sargento con tres trozos de cuerda de cáñamo, los desenrolló y los lanzó por encima de una sólida rama que sobresalía del tronco del roble. Luego se puso a hacer el nudo corredizo en el extremo de cada una de las cuerdas colgadas.
El coronel se levantó de la mesa, llamó a los oficiales para que lo acompañaran y, a continuación, fue paseando hacia el roble y tomó asiento en el centro de la hilera, de cara a las tres cuerdas. Los demás oficiales ocuparon sus asientos en torno a él y, cuando todo estuvo dispuesto, el coronel le hizo una señal con la cabeza a su ayudante, que gritó hacia el otro lado de la plaza:
—¡Traigan a los prisioneros!
Hicieron avanzar a empujones a los tres hombres, que se dirigieron medio caminando, medio tropezando, al lugar de la ejecución. Cuando se acercaban, Napoleón vio que tenían el rostro señalado con contusiones y cortes, y que uno de ellos llevaba el brazo en un improvisado cabestrillo. Napoleón se sintió mareado y la sensación de náusea le subió por la garganta mientras observaba cómo obligaban a cada uno de los hombres a colocarse en posición detrás de un dogal; luego el sargento les pasó la cuerda por la cabeza y ajustó el nudo corredizo, de modo que quedara alineado con la espina dorsal en la nuca de cada uno de ellos. Un pelotón de soldados se acercó marchando y se destacaron cuatro de ellos a cada soga. Los soldados recogieron el extremo de la cuerda que quedaba suelto y se quedaron quietos, aguardando la orden de seguir adelante. El sargento miró al comandante, esperando la orden, y recibió un gesto como señal.
—¿Alguno de los condenados desea pronunciar unas últimas palabras? —gritó el sargento. Napoleón pasó la mirada de un hombre a otro. Uno de ellos temblaba de manera incontrolable y sus gimoteos eran perfectamente audibles. A su lado, había un hombre delgado que dirigía miradas desafiantes a los oficiales sentados frente a él. Sólo el último de ellos abrió la boca.
—¡Esto no se acaba aquí! —gritó—. ¡Este es el primer paso hacia la libertad y la igualdad! Podéis matarnos, pero no podéis matar aquello que representamos. —Se volvió a mirar a los soldados que sostenían la cuerda detrás de él—. Hermanos, ¿por qué les hacéis el trabajo sucio a estos aristócratas? Estamos en el mismo bando. Son vuestros enemigos. Ellos…
—¡Ya he oído suficiente! —exclamó furioso el coronel—. ¡Empiecen de una vez!
—¡Pelotón de ejecución! —exclamó el ayudante al tiempo que levantaba el brazo—. ¡Preparados!
Los soldados tensaron los brazos y afianzaron los pies en el suelo. El cabecilla respiró hondo y gritó:
—¡Libertad! ¡Lib…!
El brazo del ayudante descendió de golpe.
—¡Tiren!
Los soldados tiraron de las cuerdas y los tres hombres quedaron con los pies colgando de una sacudida. Se oyeron gritos ahogados y unas cuantas risas nerviosas por parte de los oficiales que estaban sentados cuando los hombres empezaron a agitar las piernas y a retorcerse desesperadamente, mientras los dogales se tensaban con brusquedad alrededor de sus cuellos y los estrangulaban. La agonía crispó sus rostros cuando empezaron a respirar con ásperos silbidos. El cabecilla fue el primero en morir, los ojos se le salían de las órbitas y la lengua, oscura e hinchada, le asomaba por entre los labios. El hombre alto fue el último, y abandonó la lucha unos cuantos minutos después que sus compañeros. Poco a poco, los tres cuerpos dejaron de balancearse, hasta que por fin quedaron inmóviles.
* * *
Los miembros del regimiento de artillería permanecieron en Seurre casi dos semanas, y Napoleón dirigía las patrullas que recorrían las tranquilas calles cada día. Los únicos signos de constante descontento eran las consignas que aparecían en las paredes todas las mañanas. El mensaje más frecuente era sencillamente: «¡Libertad! ¡Igualdad!», y Napoleón se estremecía al recordar el espectáculo que les ofreció el coronel la primera noche. Los cuerpos seguían colgados del árbol como ejemplo para los trabajadores de Seurre. Se les puso vigilancia para que ni amigos ni parientes pudieran cortar la cuerda y recuperar los cadáveres para enterrarlos como era debido. En la cálida atmósfera del verano, los cadáveres no tardaron en empezar a descomponerse y el hedor de corrupción inundaba aquel rincón de la plaza y se extendía hacia el otro lado siempre que soplaba una brisa nocturna en esa dirección.
Llegaron a la ciudad noticias de París. El punto muerto en que se encontraba el Parlamento se había venido abajo. El Tercer Estado había convencido a bastantes clérigos del Primer Estado y a algunos nobles del Segundo para transformarse en Asamblea Nacional con autoridad para aprobar sus propias leyes. El hijo del rey había muerto tras una larga enfermedad a principios de junio, y los monarcas estaban tan atormentados por el dolor que casi no habían hecho nada por frenar el creciente poder del tercer estamento. El país se estaba preparando para la inevitable batalla de voluntades entre el rey y la nueva Asamblea Nacional. Había noticias de que más de veinte regimientos se hallaban acampados cerca de Versalles esperando órdenes para aplastar la Asamblea y dispersar la multitud que se había congregado a las puertas del Palacio Real, con la intención de apoyar a los diputados del Tercer Estado.
El capitán Des Mazis regresó con su destacamento a Auxonne la tarde del 18 de julio. Resultó evidente de inmediato que algo importante había ocurrido. Las calles estaban llenas de gente enzarzada en serias discusiones que se hizo a un lado cuando la columna de soldados pasó marchando pesadamente.
—¡Que los hombres sigan avanzando! —gritó el capitán Des Mazis desde el frente de la columna—. Volvamos al cuartel lo más pronto posible.
Alexander frenó su caballo y esperó a Napoleón antes de volver a conducir a su montura hacia la columna.
—Me pregunto a qué viene todo esto.
—Quizás haya ocurrido algo en Versalles —dijo Napoleón.
Alexander se lo quedó mirando con unos ojos desmesuradamente abiertos de excitación.
—El rey ha tomado medidas contra la Asamblea Nacional. Apuesto a que es eso.
—Pronto lo sabremos.
Cuando el destacamento cruzó la puerta principal del cuartel, uno de los tenientes de menor categoría acudió corriendo. Saludó al capitán Des Mazis y le transmitió las órdenes que tenía con la voz entrecortada a causa de la excitación.
—Saludos de parte del coronel, señor. Todos los oficiales tienen que presentarse en la comandancia inmediatamente.
—¿Inmediatamente? Pero si acabamos de llegar de Seurre.
—Inmediatamente, señor.
—De acuerdo. —El capitán Des Mazis se dio la vuelta en la silla y gritó una orden al destacamento—. ¡Rompan filas! ¡Cabo, asuma el mando!
Los tres oficiales cruzaron rápidamente la plaza de armas hacia el edificio de la comandancia. En su interior, el resto de oficiales del regimiento y de la escuela de artillería abarrotaban el salón principal. Napoleón se acercó poco a poco al general Du Tiel.
—Discúlpeme, señor.
—Ah, Buona Parte. Las noticias son desalentadoras, ¿verdad, muchacho?
Napoleón meneó la cabeza.
—¿Qué noticias, señor?
—Desde París…
Antes de que el general pudiera continuar, hubo un alboroto en un extremo de la sala y las cabezas se volvieron cuando el coronel entró con paso resuelto por una puerta lateral y rápidamente subió al pequeño estrado. A su lado, había un joven oficial con aspecto de cansancio y con la mugre de haberse pasado unos cuantos días cabalgando sin parar. Un silencio expectante reinó en el salón; los oficiales miraron al coronel y esperaron a que hablara. El coronel se aclaró la garganta y respiró hondo. Su voz llegaba claramente a todo el mundo y la forzada monotonía de su discurso transmitía su preocupación.
—Caballeros, éste es el teniente Corbois de la Guardia Suiza. Ha venido directamente desde Versalles con un despacho de parte del ministro de Guerra. —Se volvió hacia Corbois y le indicó con un gesto que se acercara—. Será mejor que les cuente usted la noticia.
—Sí, señor. —El teniente Corbois se serenó y empezó a hablar—. Hace cuatro días, el día catorce, la muchedumbre de París tomó la Bastilla por asalto. Mataron a la mayor parte de la guarnición, asesinaron al gobernador y se hicieron con todas las reservas de mosquetes y pólvora. Cuando dejé Versalles, el rey estaba preparando las ordenes para que el general Broglie marchara sobre París. ¡Caballeros! —La voz del teniente Corbois era tensa y tuvo que hacer un momento de pausa para volver a aclararse la garganta—. Caballeros, me temo que Francia podría entrar en guerra consigo misma en cualquier momento.