CAPÍTULO LX
El frío reinaba en las calles de Ajaccio bajo la pálida penumbra de los últimos momentos antes de la salida del sol. Los hombres del batallón de voluntarios marcharon hacia la ciudadela en silencio y su aliento formaba tenues nubecillas en el aire, en medio del fuerte ruido metálico de las bayonetas al ser encastadas. Napoleón quedó complacido al ver que la disciplina que les había inculcado durante meses tenía su compensación. Ni uno solo de los soldados hablaba mientras avanzaban pesadamente con una expresión adusta en el rostro, decididos a cumplir con su deber. Napoleón se había encargado de que todos los oficiales les recalcaran a los soldados que la acción era necesaria para recuperar su honor y liberar a Córcega de la ocupación extranjera. El coronel Quenza había confiado gustosamente el asalto a su subordinado. Él esperaba recibir la noticia de la victoria en el Club Jacobino, que había requisado como su cuartel general.
Las almenas de la ciudadela eran visibles por encima de los tejados de los edificios que había delante. Sobre la ciudadela ondeaba la bandera blanca y azul de los Borbones, brillando bajo los primeros rayos de sol que coronaban las montañas. Napoleón hizo una señal a uno de sus sargentos.
—Traiga al destacamento de asalto.
—Sí, señor.
Cuarenta soldados, los mejores de entre los voluntarios, avanzaron más allá de la cabeza de la columna vestidos únicamente con el uniforme y las cartucheras al hombro. Ellos tomarían la entrada de la ciudadela y el resto los seguirían en cuanto Napoleón diera la orden. Los soldados miraron ansiosos a su joven teniente coronel, que les hizo señas para que se pusieran en marcha.
—Vamos.
El grupo avanzó por las sombras de un lado de la calle, que en su extremo torcía bruscamente a la izquierda y daba a la amplia avenida que se extendía ante los muros de la ciudadela. Justo enfrente se hallaba la entrada fortificada, protegida por dos bastiones proyectados hacia el exterior. Cuando se acercaban a la curva de la calle, Napoleón les hizo una señal a sus hombres para que se detuvieran. Él avanzó con sigilo y atisbo por la esquina. A unos cuarenta pasos de distancia, había un par de centinelas frente a la entrada abierta. Estaban apoyados en la pared de uno de los bastiones y parecían estar hablando. Napoleón sonrió. Aquello iba a resultar fácil. Le bastó con echar una rápida mirada a ambos lados de la puerta y a lo largo de los muros para ver que éstos no estaban guarnecidos, o al menos que los centinelas de la muralla eran tan perezosos como sus compañeros de la puerta. Napoleón retrocedió de nuevo hacia el pelotón de asalto.
—Recuerden no hacer ruido. Cuando lleguemos a la puerta, corran tan rápido como puedan. No se detengan por nada. Todo depende de la velocidad. ¿Entendido?
Varios soldados asintieron con la cabeza, otros sonrieron. El sargento se colocó en la esquina de la calle, listo para transmitir la señal de Napoleón para que el resto del batallón saliera a la carga.
—Muy bien. Vamos.
Napoleón se volvió de nuevo hacia la ciudadela al tiempo que desenvainaba su espada. Respiró hondo y salió a paso ligero. El resto del pelotón lo siguió de inmediato. En cuanto doblaron la esquina, se lanzaron a la carrera por la avenida.
Los dos centinelas los vieron casi de inmediato, pero tardaron unos segundos en reaccionar, sobresaltados ante aquella visión de unos hombres armados que corrían hacia ellos en silencio. Entonces se rompió el hechizo. Los centinelas se descolgaron los mosquetes, echaron hacia atrás el percutor, apuntaron apresuradamente y dispararon.
Una de las balas pasó cerca de Napoleón con un fuerte silbido. La segunda alcanzó a un soldado de su izquierda con un sonido como el de un palo que golpeara cuero húmedo. El hombre dio un tumbo y cayó al suelo de la avenida con un gruñido. Sus compañeros, conforme a las órdenes que tenían, pasaron corriendo por su lado o saltaron sobre él y continuaron hacia las puertas. Delante de ellos, los centinelas se dieron la vuelta y huyeron para refugiarse en la ciudadela. El pelotón de asalto pasó rápidamente por entre los bastiones y, con un sentimiento de dicha, Napoleón se dio cuenta de que iban a conseguirlo.
Ya no tenía sentido seguir guardando silencio. Se llenó de aire los pulmones y gritó:
—¡Vamos! ¡Las puertas son nuestras!
Los soldados profirieron un alarido de triunfo y cargaron contra el objetivo. Cuando ya casi había alcanzado la puerta, Napoleón se detuvo, preparado para darle la señal al resto del batallón para que los siguieran. De repente, se oyó el áspero grito de una orden desde el interior y los hombres que pasaban a toda prisa junto a Napoleón se pararon en seco.
—¡Fuego! —exclamó alguien a voz en cuello. El terrible chasquido de una descarga de mosquetes produjo un rugido ensordecedor que resonó en los muros de los bastiones de los flancos. Varios de los soldados de Napoleón cayeron al suelo, y otros se encogieron agarrándose las heridas.
—¡Adelante! —El sonido de la orden llegó hasta ellos, y Napoleón oyó los pasos de botas que se aproximaban. Enseguida supo que era una trampa. Alguien había advertido a la guarnición… uno de esos cobardes del Club Jacobino que habían abandonado la reunión a hurtadillas después de que Napoleón hubiera incitado a los demás a alzarse en armas.
—¡Retrocedan! —les gritó Napoleón a sus hombres—. ¡Repliéguense!
Echó a correr y, cuando se hubo alejado unos pasos de la puerta, se detuvo a mirar. Sus hombres huían. Entonces vio al primero de los soldados suizos de guerrera roja entre el humo de la pólvora que salía por la abertura. Lo siguieron más soldados y Napoleón corrió a refugiarse en la calle de la que había salido momentos antes. Los supervivientes del destacamento de asalto corrieron para salvar la vida, y algunos de ellos arrojaron las armas, cegados por el pánico, mientras se dirigían hacia el refugio más cercano.
Cuando Napoleón llegó a la esquina de la calle se pegó a la pared y recuperó el aliento unos instantes, antes de arriesgarse a volver a mirar hacia la puerta. Casi una compañía entera de soldados suizos había salido de la ciudadela y Napoleón vio que dos de ellos mataban con la bayoneta a uno de los voluntarios heridos. Este último levantó la mano y gritó pidiendo clemencia, pero sus gritos se apagaron de pronto cuando las puntiagudas bayonetas se clavaron en su garganta desgarrándola.
Desde el otro extremo de la calle, se oyeron los pasos del resto del batallón. Aún había una posibilidad, pensó Napoleón desesperadamente. Se enderezó y aguardó a que la columna marchara hacia él.
—¡El batallón formará en línea! —gritó al tiempo que señalaba la avenida frente a la ciudadela.
Los oficiales confirmaron y transmitieron la orden, y Napoleón sintió que lo invadía el orgullo cuando los hombres salieron al descubierto y empezaron a formar a ambos lados del extremo de la calle. El oficial al mando del destacamento de soldados suizos los observó con preocupación, antes de ordenar a sus hombres que se retiraran. En las almenas habían aparecido más miembros de la guarnición que sin duda ya estaban esperando allí. A lo largo del muro surgieron unas bocanadas de humo, al tiempo que el irregular chasquido de la mosquetería resonaba por el espacio abierto. Fragmentos de piedra de los adoquines saltaban por los aires aquí y allí, y algunos voluntarios más fueron abatidos.
—¡Alcen los mosquetes! —gritó Napoleón.
A lo largo de la línea, los largos cañones se extendieron hacia el enemigo. El oficial situado junto a la puerta todavía estaba formando a sus hombres en línea para devolver el fuego cuando Napoleón bajó el brazo rápidamente.
—¡Fuego!
Por un segundo, Napoleón ensordeció por la descarga que relampagueó en los mosquetes de los voluntarios de casaca azul, y una densa cortina de humo ocultó la ciudadela y a los hombres que tenían delante. La nube se fue disipando lentamente, mientras los voluntarios recargaban las armas a toda prisa. Junto a la puerta, había cuatro cuerpos de guerrera roja tendidos entre los muertos del grupo de asalto. El resto ya se había retirado a través del portón y, mientras Napoleón observaba, las maderas tachonadas encajaron en posición con un golpe sordo cuando los defensores sellaron la entrada.
Napoleón vio entonces que los defensores del muro no dejaban de cobrarse víctimas entre los voluntarios y supo que debía llevarlos a cubierto lo antes posible.
—¡Batallón! ¡A cubierto! ¡Retirada!
Los soldados no necesitaron que los alentaran y se abrieron camino a la fuerza hacia las casas situadas frente a los muros de la ciudadela. Napoleón entró en un alto edificio que pertenecía a uno de los ricos comerciantes de Ajaccio y, haciendo caso omiso de los gritos de protesta de la esposa de aquel hombre, subió por las escaleras hasta el desván y se asomó con cuidado por el ventanuco que sobresalía por encima de las tejas. Miró a ambos lados, y vio que tanto sus soldados como los defensores estaban enzarzados en un fuego cruzado. Napoleón se contentó con dejar que aquello siguiera adelante durante un rato. La experiencia de estar bajo fuego, aunque fuera a cubierto de los seguros edificios de piedra, les haría bien a los hombres. Les dejó un cuarto de hora, antes de transmitir la orden de que dejaran de disparar y se dirigieran al Club Jacobino.
Cuando Napoleón entró en la estancia, el coronel Quenza se levantó de un salto de la mesa y extendió el brazo hacia su subordinado.
—¿Qué demonios está pasando, Buona Parte? ¡Me está llegando información de que ahí afuera están masacrando a nuestros hombres!
—Ha habido algunas bajas —admitió Napoleón con calma—, pero eso ya lo sabíamos.
—¿Hemos capturado la ciudadela?
—No, señor. —Napoleón inclinó la cabeza hacia la ventana a través de la cual se oía el fuego espasmódico de los defensores—. Como ya puede oír. Alguien los advirtió de que íbamos hacia allí. La guarnición ha cerrado las puertas y nuestros hombres tienen rodeada la entrada a la ciudadela.
—¿Rodeada? —Quenza se cruzó de brazos con un rápido parpadeo—. ¿Y ahora qué, eh?
—De momento nada, señor. —Napoleón consideró las opciones a toda prisa—. Podemos esperar a que caiga la noche e intentar otro asalto, lo cual es arriesgado. Podríamos intentar matarlos de hambre, o tratar de negociar una rendición.
Quenza optó por la última sugerencia.
—Negociar. Eso es lo que haremos. Quizá sea la mejor manera de salir del lío que ha provocado.
Napoleón sintió que se le hacía un nudo en la garganta de furia, pero logró contenerse.
—De acuerdo, señor. Mandaré a un hombre con una bandera de tregua.
—Encárguese de ello.
De repente, ambos notaron que el edificio se estremecía bajo sus pies y al cabo de un instante se oyó un fuerte estrépito y unos pedazos de mampostería pasaron dando tumbos frente a la ventana, al tiempo que un enorme estruendo resonaba por toda la ciudad. Quenza se apartó de la ventana de un salto.
—¿Qué es eso?
—Artillería —respondió Napoleón sin alterarse—. Deben de haber subido un cañón a uno de los bastiones. Por lo visto, ya saben que el Club Jacobino estaba detrás del ataque.
—¿Nos están disparando? —Quenza miró fijamente a Napoleón con los ojos desmesuradamente abiertos a causa del miedo—. ¿Me están disparando? Tengo que salir de aquí. Tengo que encontrar un lugar seguro.
Quenza agarró su sombrero y se dirigió apresuradamente a la puerta cuando otro proyectil se estrelló contra el tejado. Crispó el rostro y miró a Napoleón.
—Usted encárguese de las negociaciones. Voy a establecer un nuevo puesto de mando en la catedral. ¡No se atreverán a disparar contra ella!
—No, señor. Me imagino que no.
Napoleón siguió al coronel hasta salir del edificio y regresó con el batallón. Los soldados, fieles a sus órdenes, no habían disparado contra los muros y sólo algún que otro disparo efectuado desde la ciudadela, salpicado por el gran estruendo de la pieza de artillería, resonaba en el terreno abierto. Napoleón se quitó el pañuelo blanco del cuello y anudó el extremo en la punta de su espada. Respiró hondo, salió a la avenida y agitó la espada en alto para llamar la atención. Una voz gritó algo desde los muros de la ciudadela, e inmediatamente aparecieron varias nubes de humo. Los disparos le pasaron silbando por encima de la cabeza y hubo dos que dieron contra los adoquines a sus pies.
Napoleón volvió a ponerse a cubierto lo más rápido que pudo.
—Se ha terminado la negociación…
Tras mandar aviso al coronel del intento fallido, Napoleón regresó al desván de la casa del comerciante, donde un sargento vigilaba la ciudadela.
—¿Alguna novedad?
—Sí, señor. Poco después de que usted fuera a ver al coronel, una embarcación se hizo a la mar.
—¿Qué rumbo llevaba?
—Norte, señor. Creo que hacia Bastía. Deben de haber ido en busca de refuerzos.
Napoleón movió la cabeza en señal de asentimiento. Era lo que se había temido que ocurriría. El comandante de la plaza fuerte, advertido del ataque, debía de tener el barco preparado para zarpar con la primera luz del día, justo cuando el malhadado grupo de asalto se precipitaba hacia las puertas. Con un viento favorable, la embarcación podría llegar a Bastía al caer la noche. Calculando un día para organizar una fuerza de apoyo y otro para el viaje de vuelta, Napoleón se dio cuenta de que no podían esperar a que el hambre obligara a salir a la guarnición. Los soldados del batallón de voluntarios tampoco estarían de humor para intentar un asalto directo. Las bajas serían terribles y Napoleón rehusó la idea de derramar tanta sangre. Se suponía que debía de haber sido un golpe rápido, pero en aquel momento no veía nada más que humillación y fracaso en aquella situación.
* * *
En el transcurso de los tres días siguientes, Napoleón realizó varios intentos más de negociar, pero la guarnición disparaba contra cualquiera que se atreviera a aparecer frente a los muros de la ciudadela. La pieza de artillería montada en el bastión norte dejó de disparar en cuanto hubo destrozado el último piso del Club Jacobino, tras lo cual reinó una quietud y un silencio inquietantes en aquella parte de la ciudad más próxima a la ciudadela. En las demás zonas, la gente de Ajaccio se aventuró a salir a la calle con cautela y compró sólo lo necesario antes de regresar a toda prisa a refugiarse en sus hogares. Napoleón no tardó en tener muy claro que el intento del batallón por capturar la ciudadela no había recibido mucho apoyo. En cuanto cesó el bombardeo del Club Jacobino, un pequeño grupo de ciudadanos se habían congregado para gritar insultos a los que todavía seguían dentro y arrojar piedras contra cualquier rostro que apareciera en alguna de las ventanas que ya estaban hechas pedazos.
Entonces, en la tarde del tercer día, se avistaron varios buques de guerra entrando en el golfo de Ajaccio. En el último tramo de entrada al puerto, los barcos abrieron las portillas y anclaron con las bocas de sus cañones apuntando hacia la ciudad. Los botes, a cubierto de las baterías navales, empezaron a desembarcar soldados y, cuando el atardecer se cernía sobre Ajaccio, un regimiento de línea del ejército regular marchó por la avenida y se detuvo a las puertas de la ciudadela.
El coronel Quenza había salido de la catedral en cuanto se enteró de la llegada de los buques de guerra y había ido a buscar a su subordinado. En aquellos momentos, ambos oficiales avanzaban con cautela hacia el oficial al mando de la fuerza de apoyo. Era un comandante del ejército regular que avanzó a grandes zancadas para encontrarse con los comandantes del batallón de voluntarios.
—¿Coronel Quenza?, saludó y se volvió hacia Napoleón.
—Y usted debe de ser el teniente coronel Buona Parte, ¿no?
Napoleón dijo que sí con la cabeza y el comandante volvió su atención a Quenza.
—Tengo instrucciones de ordenar a sus hombres que depongan las armas inmediatamente y que regresen a sus casas. El batallón queda disuelto por orden del gobernador de Córcega. El incumplimiento de dicha orden tendrá como consecuencia el uso de la fuerza. Señor, a menos que esté dispuesto a tener las manos manchadas con la sangre de cientos de sus compatriotas, le sugiero que haga exactamente lo que le pido.
Quenza hundió los hombros y asintió con un patético movimiento de la cabeza.
—Daré la orden.
—Gracias, señor —repuso el comandante resueltamente—, ahora, tengo que tratar un asunto con el otro oficial. Puede retirarse, señor.
Quenza le lanzó una mirada curiosa a Napoleón, luego se dio la vuelta y se alejó a toda prisa.
El comandante se metió la mano en el interior de la guerrera y sacó un sobre.
—Puesto que el batallón de voluntarios ya no existe, su rango de teniente coronel ya no se aplica, en cuyo caso me dirijo a usted como al teniente Buona Parte del Regimiento de la Fére, y se pondrá firmes ante un oficial superior.
Napoleón enderezó la espalda y se mantuvo erguido, con las botas juntas y los brazos rectos a los costados.
—A la orden, señor.
—Este mensaje es para usted, de parte del Departamento de Guerra. Llegó a Bastía la semana pasada. Contiene un permiso de viaje. Ha excedido su período de permiso en cinco meses. Por consiguiente, se le exige que comparezca en el Ministerio de Guerra en París. Lino de esos barcos parte para Marsella mañana a primera hora. Será mejor que para entonces esté a bordo o haré que lo arresten y lo acusen de deserción. ¿Me ha entendido, teniente Buona Parte?
—Sí, señor. —Napoleón intentó evitar que le temblara la voz cuando añadió—: ¿Tiene usted idea de lo que me espera?
El comandante sonrió.
—Por supuesto. Dado que oficialmente se halla ausente sin permiso y ahora que es usted responsable de varias muertes en lo que a mí me parece un acto de traición, diría que el Ministerio de Guerra no tendrá más alternativa que hacer que lo fusilen.