CAPÍTULO XLVIII
A pesar de todos los esfuerzos de William, el año nuevo no trajo ningún ascenso para Arthur. Al término de la guerra con las colonias americanas, el ejército había vuelto al sistema de tiempos de paz y no había muchas posibilidades de ascenso, dado que las oficialías que sí salían a la venta lo hacían a precios muy elevados. Sólo una guerra como era debido, o la posibilidad de que hubiera una, conduciría a una demanda de oficiales y, por consiguiente, a un descenso en el valor de mercado de la capitanía que Arthur buscaba. Aunque el ascenso le era esquivo, Arthur consiguió un traslado al 12 Regimiento Ligero de Dragones, lo cual le proporcionó mayores ingresos y un elegante uniforme nuevo para exhibirlo en los acontecimientos sociales de Dublín. Sin embargo, el nuevo virrey hacía honor a su fama de extravagante y, en cuestión de semanas desde su llegada, la cuenta del comedor de Arthur y sus otras deudas habían empezado a incrementarse de manera alarmante, puesto que se sentía obligado a estar a la altura del estilo de vida que se esperaba de aquellos que formaban parte de la corte virreinal del castillo de Dublín.
Cuando el invierno dio paso a la primavera y empezó de nuevo la época de las comidas campestres, Arthur estaba sumamente preocupado por sus problemas económicos. La única solución inmediata que tenía a su alcance era reducir gastos, y la única manera de conseguirlo era retirarse del caótico ámbito social dublinés. Empezó a declinar invitaciones, aduciendo que tenía un compromiso previo y regresaba a sus aposentos a pasar la tarde, o la noche, leyendo un libro. No era un pasatiempo que hubiera querido mencionarles a sus compañeros oficiales, pues éstos ya estaban empezando a quejarse de que los abandonaba en sus incursiones nocturnas por los antros y burdeles de la ciudad.
Sin embargo, las invitaciones del virrey y la virreina no podían rechazarse sin que ello supusiera una grave ofensa. Cualquier oficial que fuera lo bastante insensato como para buscarse su desaprobación era probable que se encontrara trasladado a algún destino mortal en las Antillas, donde el calor o las fiebres podían arruinar completamente la salud de un hombre en cuestión de meses. Así pues, un caluroso día de mediados de junio, Arthur se encontró viajando en el carruaje de lady Aldborough de camino a una merienda en medio de las onduladas montañas al oeste de la ciudad. Formaban parte de una larga caravana de carruajes que salieron de Dublín a última hora de la mañana. Por encima del traqueteo de las llantas de hierro de las ruedas y el sordo chacoloteo de los cascos de los caballos, las voces de cientos de invitados resonaban alegremente por la campiña y hacían que los campesinos hicieran una pausa en su trabajo y levantaran la vista para contemplar la magnífica procesión que pasaba por los caminos rurales.
Lady Aldborough había solicitado la compañía de uno de los oficiales más apuestos e interesantes del castillo, y la virreina había elegido a Arthur. Alto, delgado y atractivo, Arthur seguía teniendo fama de ser sociable y divertido. La pobre reputación que se había ganado bajo el mandato del anterior virrey ya había quedado olvidada hacía tiempo, y él tenía la seguridad de que sería una buena compañía para lady Aldborough durante el día. O eso parecía.
—¿Ha oído las noticias de Francia, mi señora? —Arthur inició la discusión—. Esta mañana recibimos un periódico londinense en el comedor.
—¿Y qué noticias son ésas?
—Pues que el país está en crisis. Hay disturbios por todo el territorio. El rey se ha visto obligado a convocar los Estados Generales en París para que resuelvan la situación.
—¡No me diga! —repuso lady Aldborough con sequedad—. ¡Es fascinante! ¿Y por qué tendría que interesarle eso a usted, teniente? O a mí, en realidad.
—Si la información es cierta y la autoridad del rey está siendo amenazada, entonces el propio régimen corre peligro.
—¡Qué horror! Supongo que eso significa que el suministro de sombreros y vestidos de París podría verse interrumpido. Eso sería una catástrofe.
Arthur se la quedó mirando como si estuviera loca. Ella se rio al ver su expresión y le dio unos golpecitos en el pecho con la punta del parasol que llevaba plegado.
—Estaba bromeando. Le pido disculpas. Pero seguro que un joven como usted tiene cosas mejores que hacer que preocuparse por los acontecimientos de un país lejano.
—Puede que estemos en Irlanda, mi señora, pero Francia es el vecino más próximo a las Islas Británicas. Debería preocuparnos lo que ocurre en París.
—¿En un día tan hermoso como éste? ¿Por qué molestarse? No podemos intervenir y, por lo tanto, tendríamos que concentrarnos en los placeres inmediatos que se nos ofrecen. Concretamente en esta excursión. —Se inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en la rodilla—. Vamos, Arthur… ¿puedo llamarle así? Me dijeron que era usted un tipo ingenioso y divertido y, sin embargo, me encuentro con que su conversación es apagada y centrada en un tema de lo más aburrido.
—¿Aburrido?
—La política, Arthur. La política me aburre. Quiero hablar de otra cosa.
—Por supuesto, mi señora —dijo Arthur con una sonrisa forzada—. ¿Y sobre qué le gustaría discutir?
Ella se lo quedó mirando un momento en silencio y luego frunció el ceño.
—No lo sé —le contestó con irritación—. Esto es demasiado difícil, Arthur. Se supone que la conversación tiene que ser alegre y espontánea. La suya no es ni una cosa ni otra.
—Le pido disculpas, mi señora.
—¡Tate! Es una lástima. Una verdadera lástima. —Se volvió hacia otro lado y se quedó mirando fijamente la campiña que iba pasando. Arthur se puso tenso al notar la incomodidad de la situación, pero no estaba de humor para conversaciones vanas. Las noticias de Francia lo preocupaban de verdad. Le vino a la memoria la época que pasó en Angers y recordó con cariño a monsieur y madame de Pignerolle. También recordaba una conversación que había tenido una vez con el elegante anciano sobre las crecientes tensiones entre las clases sociales de Francia. Si no se llegaba a un compromiso, había dicho monsieur de Pignerolle, el país quedaría dividido. El antiguo régimen, al que él pertenecía, quedaría arrasado en el caos subsiguiente. Arthur había respetado a aquel hombre desde un primer momento. Él encarnaba todo lo bueno de la aristocracia francesa: elegancia, refinamiento y un sentido de la tradición que se remontaba a generaciones. Arthur esperaba fervientemente que la crisis pasara pronto. La mera idea de un conflicto entre las clases que formaban la sociedad lo llenaba de preocupación. Mientras permanecía sentado en el coche mirando a los campesinos en el campo, no pudo evitar preguntarse qué pasaría allí si a la gente común y corriente les llegaba el espíritu revolucionario que parecía haberse adueñado de Francia aquel último mes.
Se había mandado de antemano a los sirvientes del castillo para que levantaran un entoldado y dispusieran las sillas y las mesas. La banda del castillo llegó en una carreta, colocaron sus atriles y taburetes y ensayaron las piezas de baile que iban a tocar después de comer. Sobre una larga mesa se habían dispuesto cuidadosamente manjares fríos y vinos y ponches frescos, y cuando los carruajes llegaron pesadamente al emplazamiento todo estaba preparado para los invitados. Lady Aldborough ya hacía rato que había dejado de perder el tiempo con su acompañante y, en cuanto su carruaje se detuvo, permitió que la ayudaran a bajar y se marchó apresuradamente para unirse a un pequeño grupo de otras damas que se habían congregado junto al entoldado. Arthur la vio marcharse con una punzada de arrepentimiento. No carecía de belleza, poseía una fortuna considerable y buenos contactos. Era exactamente la clase de mujer con la que William le hubiera instado a cultivar una útil amistad a largo plazo, incluso aunque luego no surgiera compromiso matrimonial alguno.
Sin embargo, Arthur no podía desprenderse de un manto de creciente pesimismo que parecía haberlo envuelto los últimos meses. A diferencia de la mayoría de los demás oficiales, él tenía cierto sentido de una más amplia trascendencia, y la emoción del estilo de vida a lo carpe diern había empezado a hastiarlo. Tenía que controlar sus deudas y empezar a hacer planes de futuro. Con la noticia de los acontecimientos de Francia extendiéndose por toda Europa como un vaho tóxico, Arthur no podía compartir el buen humor de los invitados a la merienda. Miró a las personas que tenía a su alrededor, en gran parte jóvenes despreocupados, como él mismo tendría que ser. Sin embargo, había una ceguera hacia el mundo que los rodeaba que los hacía parecer a todos completamente vulnerables. En los campos al pie de la montaña, los campesinos que se veían como puntos negros malvivían de sus pequeñas y míseras granjas. Apenas podían pagar el arriendo que les exigían los agentes del hacendado. Sólo haría falta una mala cosecha para llevarlos a una situación desesperada, y la gente desesperada era capaz de cualquier grado de violencia. Así pues, había algo conmovedor en aquel momento de inocente e ignorante placer, y Arthur se dio cuenta de que debería saborearlo mientras pudiera. Aunque estuviera equivocado sobre los distantes acontecimientos, no sería joven durante mucho tiempo.
* * *
Después de comer, los invitados empezaron a dirigirse al entoldado, donde se había montado un suelo de madera para la ocasión. Habían acordado que lady Aldborough le concedería el primer baile a Arthur pero, por lo visto, ella ya había trasladado sus atenciones al comandante John Cradock, un pretendiente de uno de los regimientos de caballería. Dado que había más hombres que mujeres, las damas restantes ya tenían los bailes reservados. Cuando la banda empezó a tocar la introducción al primer baile, las parejas se dirigieron a la pista y dejaron a Arthur y a unos cuantos más observando a un lado. Los músicos empezaron y las parejas se pusieron en movimiento con una sincronizada muestra de juego de pies.
Arthur estuvo un rato observando, hasta que notó una incómoda sensación de picor por debajo del cuello de su guerrera. Se dio la vuelta y se alejó del entoldado para dirigirse hacia la mesa cubierta donde las poncheras de plata relucían con la luz del sol. Se sirvió un vaso de ponche de frutas y fue paseando hacia un pequeño montículo cubierto de castaños. El frescor que proporcionaba su sombra era agradable, y Arthur encontró el tronco de un árbol caído hacía muchos años y que entonces estaba duro y seco. Se sentó, de espaldas al entoldado y miró cuesta abajo hacia la distante mancha borrosa de Dublín que se extendía por el paisaje. Por encima de él, el seco susurro del viento entre las hojas resultaba relajante y, por un momento, Arthur se recostó, cerró los ojos y respiró suavemente, percibiendo el aroma del musgo y las flores que crecían bajo los castaños.
Cuando la música se detuvo y se oyeron unos débiles aplausos, Arthur metió la mano dentro de la chaqueta y sacó un delgado tomo que había empezado a leer hacía unos cuantos días. Movió los hombros para encontrar la posición más cómoda en la que apoyarse en el tronco caído, abrió el libro y pasó las páginas hasta encontrar el punto en que lo había dejado. Respiró hondo, dejó escapar el aire lentamente y empezó a leer. No tardó en quedar absorto y su atención estaba totalmente concentrada en el material que tenía delante. Fue por ese motivo por el que no se dio cuenta de la presencia de la chica hasta que la tuvo prácticamente a su lado. Entonces, con un sobresalto, se puso de pie rápidamente y cerró el libro de golpe.
—Lo siento, señorita. No la vi acercarse.
Ella sonrió.
—Soy yo la que debería disculparme, señor. Por importunarle en su soledad.
—Sí, bueno…
—Lo cierto es que tenía curiosidad. Le vi marcharse de la pista de baile y caminar hacia aquí.
—En efecto. —La expresión de Arthur se suavizó al ver el jovial brillo de aquellos ojos que lo miraban por debajo de un flequillo de rizos castaños. Ella volvió a sonreírle.
—Ah, pero tiene un libro. Eso lo explica entonces. Es mucho más gratificante que disfrutar de la compañía de otros.
Por un momento, Arthur se sintió molesto, pero entonces se dio cuenta de que la chica había juzgado su carácter a la perfección y su rostro se arrugó en una sonrisa.
Ella se rio.
—Pensé que tendría sentido del humor.
—Así se ha constatado en determinados círculos —admitió Arthur—. Pero mi sentido del humor no siempre ha sido bien recibido.
—Eso también se ha constatado.
Arthur se puso tenso.
—¿Qué puedo hacer por usted, señorita?
—Kitty. Me llamo Kitty Pakenham. —Le tendió la mano y Arthur se inclinó para besársela—. Y ya sé quien es usted, señor. Vine aquí para ver si sería tan amable de sacarme a bailar.
—Es usted una chica muy directa, señorita Pakenham —le dijo Arthur con una amplia sonrisa—. Pero estaré encantado de pedirle que baile conmigo la próxima pieza.
—Y yo estaré encantada de aceptar.
Se volvieron hacia el entoldado y empezaron a bajar la cuesta. Arthur no podía evitar encontrar graciosa la enérgica actitud de la muchacha. Levantó el libro para volver a meterlo por la abertura de su casaca, pero ella alargó la mano y detuvo su brazo.
—¿Qué es?
—Nada importante.
Ella ladeó la cabeza para leer el título.
—Ensayo sobre el entendimiento humano. Locke, ¿verdad?
—Así es.
—Una elección un tanto extraña como tema de lectura para un joven. Más extraña todavía para un ayudante de campo del castillo. Alguien me dijo que era usted de ese tipo de personas serias y librescas.
—Déjeme adivinar quién fue. Lady Aldborough.
—La tiene usted calada, señor —se rio Kitty.
—Igual que ella a mí.
Se unieron a las demás parejas en la pista de baile justo cuando la banda empezaba a tocar la siguiente pieza. Arthur no tuvo tiempo de colocar sus manos con mucha delicadeza, puesto que Kitty lo agarró y se vieron arrastrados por el susurrante movimiento de las faldas y los pantalones ajustados. Ella era una bailarina pasable y a Arthur, mucho más hábil, le resultaba difícil cambiar continuamente el paso para evitar los pies mal colocados de la muchacha. Cuando el baile terminó, ella se rio al ver la expresión preocupada de Arthur.
—¡Ay, por Dios! ¿Tan horrible he sido como pareja?
—En absoluto. —Arthur intentó ser cortés—. Baila usted de un modo… exuberante.
—¡Exuberante! —Ella meneó la cabeza—. Nunca lo había oído describir de esta forma. Pero está siendo muy amable conmigo, señor. Ahora me temo que ya me ha soportado usted bastante.
—¿Tiene comprometido el próximo baile? —Dada la escasez de damas que había, lo más probable era que ya hubieran solicitado la compañía de Kitty Pakenham para bailar. De hecho, la muchacha volvió la cabeza y frunció el ceño cuando su mirada se posó en el comandante Cradock, enzarzado en una animada conversación con lady Aldborough. Se volvió otra vez hacia Arthur con una nueva sonrisa.
—Parece ser que ha tenido suerte. El próximo baile es suyo, si lo desea.
—Gracias.
Pasaron el resto de la tarde juntos, bailando, lo cual puso muy a prueba la agilidad de Arthur conversando alegremente. Resultó que los Pakenham vivían a menos de cincuenta kilómetros de Dangan, y que ambos tenían a muchos conocidos comunes en la zona. Cuando terminó el baile y los invitados empezaron a regresar a los carruajes, ya hacía rato que Arthur se había olvidado de sus anteriores preocupaciones; el carácter dulce y burlón de aquella joven le resultaba especialmente atractivo, incluso adictivo. Al final, a la muchacha la llamó una amiga con la que había quedado para regresar a Dublín en su coche.
—¡Dios mío! —Arthur miró a su alrededor con preocupación. Entre los vehículos que quedaban no había ni rastro de lady Aldborough ni de su coche—. Se suponía que tenía que volver en el carruaje de lady Aldborough. Debe de considerarme terriblemente maleducado.
—Yo no me preocuparía por ella —repuso la amiga de Kitty—. Beau Cradock tuvo la gentileza de acompañarla de vuelta al castillo en su coche. Se fueron hace un rato.
—¡Maldición! —masculló Arthur. Si aquello llegaba a oídos de la virreina, ésta no iba a estar muy contenta con él. Pero su preocupación inmediata era otra—. ¿Cómo demonios se supone que voy a volver?
Kitty bajó la vista, avergonzada.
—Me gustaría ofrecerle un lugar en nuestro coche, por supuesto, pero me temo que no queda sitio.
—No importa —respondió Arthur con una sonrisa—. Estoy seguro de que encontraré a alguien que me lleve. Ha sido una tarde estupenda, señorita Pakenham.
—Sí, así es —sonrió—. Es una pena que mañana tenga que volver a casa. De no ser así, habría disfrutado del placer de su compañía un poco más de tiempo.
Arthur sintió una intensa punzada de desesperación al oír sus palabras y volvió a embargarlo la melancolía. Esbozó una sonrisa forzada.
—Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos, señorita Pakenham.
—Lo estaré deseando.