CAPÍTULO XLV

Irlanda, 1788.

La nevada de la noche anterior le había dado a Dublín un aspecto limpio y fresco, y unos gruesos mantos blancos se aferraban a los tejados inclinados de la capital. En casi todas las casas, había un fuego encendido y las nubes de humo que salían de miles de chimeneas se sumaban a la neblina ocre que cubría la ciudad. Arthur se subió el cuello del gabán mientras se dirigía por Eustace Street hacia el castillo. Había alquilado una habitación a un fabricante de botas en Ormonde Quay, a diez minutos a pie de la puerta de Cork Hill por la que se entraba al castillo. Aún era muy temprano y no había mucha gente en la calle. La nieve todavía no se había vuelto fangosa y crujía suavemente bajo sus botas.

Se encontraban a mediados de febrero y Arthur llevaba más de diez días en Dublín, de los cuales había pasado los primeros con unos viejos amigos de la familia, mientras encontraba un alojamiento cómodo y asequible para él solo. Llevaba puesto su mejor uniforme y sombrero para causar lo que esperaba que fuera una buena impresión. Arthur era muy consciente de que su alta figura, sus rizos castaño claro y sus modales elegantes eran un complemento perfecto para su uniforme.

Cuando se acercó a la entrada de Cork Hill, un centinela le salió al paso y saludó.

—Buenos días, señor. ¿Qué le trae por aquí?

—Vengo para ocupar un puesto de ayudante de campo en el castillo.

—¿Su nombre, señor?

—Teniente Arthur Wesley.

—Muy bien, señor. Si quiere seguirme… —El centinela se dio la vuelta y marchó a través de la puerta, con lo que Arthur tuvo que apresurarse para alcanzarlo. Pasaron al gran patio y torcieron inmediatamente hacia la entrada de la Torre Bedford. El centinela sostuvo la puerta abierta para que Arthur pasara y, a continuación, regresó a su puesto con paso resuelto. Un sargento se levantó de detrás de una mesa.

—¿Puedo ayudarle, señor?

—Estoy citado para ver al capitán Wilmott a las ocho y media.

—El capitán no ha llegado todavía, señor. Lo acompañaré a su despacho. Puede esperarle allí, si le parece bien.

Arthur subió detrás del sargento por unas escaleras, después cruzaron una puerta que daba a un largo pasillo iluminado por unos cuantos tragaluces. Había despachos a ambos lados y en muchos de ellos podían verse letreros indicando que pertenecían a otros edecanes, pero sólo unos cuantos se hallaban ocupados.

—Creía que la corte había regresado al castillo ayer polla tarde.

—Así es, señor —asintió el sargento—. Pero la virreina dio una fiesta anoche. Se alargó hasta altas horas. Supongo que muchos de los jóvenes caballeros estarán durmiendo la mona.

—¿Incluido el capitán Wilmott?

El sargento se encogió de hombros.

—Supongo que sí, señor. Al capitán le gusta su Tokay. Hemos llegado, señor. —El sargento le indicó una hilera de sillas colocadas junto a la pared del extremo del pasillo—. Puede sentarse aquí. El despacho del capitán es ése de enfrente.

Arthur le dio las gracias con un gesto y el sargento regresó por el pasillo con paso resuelto hacia la escalera. Arthur se desabrochó el gabán y dejó que se deslizara por sus hombros antes de sentarse y colocarlo en la silla de al lado. A través de la puerta abierta del despacho del capitán, Arthur veía la magnífica vista desde la ventana del interior de la estancia, que daba por encima del patio a las dependencias oficiales del otro lado. Permaneció sentado pacientemente durante los diez primeros minutos, luego cruzó las piernas, se acomodó en el asiento y esperó otros diez.

Cuando hubo pasado media hora y el capitán Wilmott seguía sin dar señales de vida, Arthur se levantó, avanzó por el pasillo y encontró un despacho ocupado. Era una estancia amplia y de techo alto. Unas largas ventanas daban a los tejados de Dublín hacia el río Liffey. En el despacho había dos mesas y un oficial con guerrera roja sentado frente a una de ellas. Arthur dio unos golpecitos en el marco de la puerta. El oficial levantó la vista de su mesa, donde tenía un libro abierto. En la mesa no había nada más y, al echar un vistazo a la estancia, Arthur vio que, aparte del mobiliario, había pocos indicios de papeleo o libros de registro.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó el oficial; un teniente, como Arthur.

—Mire, se supone que tengo una cita con el capitán Wilmott. Hace media hora. ¿Tiene idea de dónde se ha metido?

—¿Quién es usted?

—Arthur Wesley, acaban de nombrarme ayudante de campo.

—Ah, otro recluta para el pelotón de los torpes.

—¿Cómo dice?

—El pelotón de los torpes. Así es como nos llama la virreina… a los edecanes, quiero decir. Perdone, estoy siendo terriblemente maleducado. Es el resultado de tener un poco de resaca. —Se puso de pie y le tendió la mano a Arthur—. Me llamo Buck Whaley.

—¿Buck?

—Así es como me llaman aquí —sonrió—. Mi verdadero nombre es demasiado horrible para repetirlo. ¿Cómo está usted?

—Bien, gracias. Bastante mejor que la mayoría de oficiales del Estado Mayor, según parece.

—¿Entonces se ha enterado de lo de anoche? —Whaley se rio en voz alta, luego hizo una mueca de dolor y se llevó la mano a la frente—. ¡Maldita sea!

—¿Esto es siempre así? —preguntó Arthur.

—Ni se lo imagina. Este lugar es mucho más peligroso que estar en el servicio activo, Wesley, se lo digo yo. Si no te mata la bebida, lo harán los acreedores. El año pasado perdimos a dos ayudantes de campo.

—¿En accidente? —se aventuró a decir Arthur.

—No. El alcohol acabó con ellos. En accidentes perdimos a cuatro. —Oh.

Unos gritos resonaron por el pasillo y Whaley hizo un gesto con la cabeza en esa dirección.

—Ahí está el capitán. Me imagino que debe de tener un poco de dolor de cabeza, de modo que ándese con cuidado, Wesley.

—De acuerdo. Le veré después.

Arthur regresó a toda prisa a su silla y se sentó.

Un hombre irrumpió por la puerta del extremo del pasillo, gritando por encima del hombro:

—¡No me importa donde haya ido, sargento! Usted asegúrese de que el café esté en mi mesa, bien caliente, en menos de diez minutos. De lo contrario, haré que lo degraden de nuevo a soldado raso y antes de que acabe el día estará sacando la mierda de los establos con una pala. ¿Me ha oído?

Avanzó por el pasillo hacia Wesley, refunfuñando y pisando fuerte. Llevaba la casaca medio abierta e intentó abrochársela entre maldiciones mientras seguía andando con vigorosas pisadas, lo cual no era tarea fácil, puesto que el capitán Wilmott estaba excesivamente gordo y la trincha de sus pantalones penetraba en los pliegues de grasa que cubría, tensando los botones por encima y por debajo de lo que alguna vez había sido su cintura. Se dirigió a su despacho, le lanzó una mirada a Wesley y éste se puso de pie y saludó. Wilmott entró tambaleándose. Hubo una breve pausa, se oyó una maldición y entonces su cabeza apareció junto al marco de la puerta.

—¿Y quién demonios es usted?

—El teniente Wesley, señor.

—¿No será el nuevo ayudante de campo?

—Sí, señor.

—Llega muy pronto, hombre. Todavía no estoy listo para recibirle.

Arthur intentó serenarse.

—Sí, señor, me gusta ser puntual.

—¿Puntual? Puntual es llegar a tiempo, Wesley, no con horas de adelanto, maldita sea.

—¿Horas?

—Bueno, prácticamente. Sea como sea, está usted aquí, por lo que más vale que lo atienda. Vamos, Wesley. Pase. No se entretenga. Soy un hombre ocupado. Tengo que ir a ver a mi sastre lo antes posible.

El capitán volvió a meter la cabeza dentro y Arthur cogió su abrigo y entró en el despacho. El capitán le señaló una silla que había frente a su mesa.

—Siéntese ahí.

Arthur tomó asiento y el capitán siguió peleándose con sus botones con creciente frustración y enojo, hasta el punto de que el rostro lleno de manchas se le puso absolutamente colorado. Al final, lo consiguió y se sentó pesadamente en su silla, al otro lado de la mesa. Extendió la mano.

—Sus papeles. Démelos.

Arthur se los entregó y se recostó en el asiento, mientras el capitán echaba un vistazo a los documentos antes de dejarlos a un lado.

—Bueno, parece ser que están en orden. Le diré al sargento que le prepare un despacho. ¿Ha encontrado un buen alojamiento?

—Sí, señor. En Ormonde Quay.

—Bien. Eso está bien. Bueno, no quiero entretenerle.

—¿Señor?

El capitán Wilmott le clavó la misma mirada que uno le dirigiría al idiota del pueblo y luego hizo un gesto hacia la puerta.

—Váyase.

—Señor, concerté una cita con usted para que pudiera explicarme mis obligaciones como ayudante de campo.

—¿Obligaciones? —El capitán se echó a reír—. Aquí no hay obligaciones, señor. No hay verdaderas obligaciones. Puede que lo llamen de vez en cuando para que haga algún recado al virrey o la virreina. Aparte de eso, su única obligación es asegurarse de completar el grupo en la sala de baile durante la temporada de invierno y en las comidas al aire libre cuando llegue el verano, si es que eso ocurre algún día en esta pequeña isla sumida en la ignorancia. ¿Había estado antes en Irlanda, Wesley?

—Sí, señor —respondió Arthur en voz baja—. Nací aquí. Mi familia tiene una propiedad en Meath.

—¿Ah sí? —repuso el capitán como si aquella fuera la información más aburrida que hubiera oído en muchos años—. Entonces ya sabrá que Irlanda es una asquerosa y húmeda turbera.

Arthur se encogió de hombros.

—Si usted lo dice, señor.

—Lo digo yo y es verdad. Bueno, ¿dónde está ese maldito café?

Unos pasos apresurados resonaron por el pasillo, como si hubieran esperado el momento justo. Al cabo de un instante, el sargento entró en la habitación llevando una bandeja en la que se sostenían en equilibrio una cafetera, una taza y un platillo.

—¡Ya era hora! —se quejó el capitán.

El sargento, con la respiración agitada, miró al otro oficial.

—¿Quiere que traiga otra taza, señor?

—¿Cómo dice? No, no quiero. El teniente ya se iba.

Sangre Joven
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