CAPÍTULO LXXXVI
El invierno siguió transcurriendo con crudeza; unos vientos fríos y una lluvia helada barrían los Países Bajos, y a los soldados les resultaba prácticamente imposible mantener la ropa seca. Vivían en una perpetua y húmeda incomodidad, mientras el hambre les roía las entrañas. Llegó la Navidad, que pasó como una parodia de buena voluntad para todos los hombres, y entonces, a principios del nuevo año, la temperatura descendió en picado como una piedra por un pozo. Con las primeras heladas, el barro se endureció como la roca en torno a las ruedas de las cureñas y los carros de suministros, de manera que nada podía moverse. La nieve llegó arremolinada del norte y, en cuestión de horas, había cubierto ya el paisaje con una gruesa capa de un blanco deslumbrante que borró casi todos los rasgos y pliegues del terreno. Los demacrados soldados del ejército británico que, envueltos en sus capotes y bufandas, patrullaban las orillas del Waal, parecían figuras diminutas en un inmenso lienzo en blanco. Sólo las ingrávidas bocanadas de su aliento revelaban que eran seres vivos. Algunos no respiraban, pues habían muerto congelados en sus puestos cuando las fuerzas y los deseos de vivir habían sucumbido bajo las gélidas garras del peor invierno que se recordaba.
El 26 de diciembre, el río Waal empezó a congelarse. En año nuevo ya empezaba a haber masas de hielo flotantes y Arthur sabía que en cuestión de días el hielo sería lo bastante grueso para que pudieran cruzar por él soldados, caballos e incluso cañones. Dio órdenes para que los centinelas y las patrullas se doblaran, y cada día inspeccionaba la superficie del río y anotaba discretamente los lugares donde el hielo tenía más grosor. Algunos días veía a oficiales franceses midiendo el hielo en la otra orilla, y cada vez se atrevían a aventurarse más y más hacia el interior del río.
Entonces, una mañana, después de que Arthur se hubiera terminado un pobre desayuno de pan duro y carne de cerdo salada, llegó un mensajero del cuartel general. Cuando lo acompañaron al granero que le servía de puesto de mando a Arthur, el hombre respiraba con dificultad y llevaba las botas cubiertas de nieve helada.
—Saludos de parte del general, señor. El enemigo ha empezado a cruzar el Waal.
La noticia no sorprendió en absoluto a Arthur y a sus oficiales. Ya se lo esperaban, y Arthur estaba dispuesto a afrontar el peligro con la mente clara. Señaló el mapa que había en una mesa cercana.
—Muéstremelo.
El mensajero, un alférez que parecía demasiado joven para una campaña como aquélla, se inclinó sobre el mapa y dio unos golpecitos con el dedo en un lugar situado a unos veinte kilómetros río abajo de la posición de la brigada de Arthur.
—Aquí.
—¿Cuál es la situación?
—Señor, el cuartel general sólo recibió informes iniciales, pero parece ser que los franceses están cruzando en masa.
—¿Qué órdenes tenemos?
—El general quiere que se retire del río y forme para atacar su flanco.
—¿Atacar su flanco? —Arthur sintió una creciente pesadumbre—. ¿Atacar con qué? Mis hombres se han reducido a menos de un tercio de su contingente normal. Los que quedan no están en condiciones de atacar. Además, ¿cuáles son sus intenciones para el resto del ejército?
—No lo sé —admitió el alférez—. Pero le oí decir algo sobre formar una nueva línea a unos dieciséis kilómetros del Waal, mientras los franceses consolidan su cabeza de puente.
—Los franceses no van a consolidar nada —repuso Arthur en voz baja—. No es su manera de hacer la guerra. Mire. —Se hizo a un lado para permitir que el alférez pudiera ver el mapa más de cerca—. Van a dirigirse a los puertos costeros. Estoy seguro de ello. Si capturan La Haya y Amsterdam, nos dejarán aislados de los suministros que nos queden. Nos veremos obligados a rendirnos, o a abandonar los Países Bajos, retirarnos al norte y dirigirnos a Munster. En nuestro estado actual, dudo que llegáramos tan lejos. —Se quedó pensando un momento—. Nuestra única esperanza es llegar a los puertos antes que ellos. ¿Comprende la situación?
—Sí, señor. Creo que sí.
—Entonces debe explicársela al general. Vuelva al cuartel general lo más deprisa que pueda. Vaya.
El mensajero saludó y salió a toda prisa del granero. Arthur llamó a su pequeña plana mayor y dictó órdenes para que la brigada abandonara sus fuertes y formara en el camino que se alejaba del Waal hacia la distante ciudad de Amsterdam. Los soldados iban a llevarse todas las raciones que quedaban y toda la munición que pudieran. Todo lo demás se quemaría, carretas incluidas. No dejarían allí a ninguno de los animales de tiro, pues podían llevar a los heridos y, si era necesario, podían sacrificarse para obtener raciones mientras la brigada se retiraba.
Fue transcurriendo la mañana y los cañonazos retumbaron por el paisaje cubierto de nieve desde el oeste. Poco antes de mediodía, la plana mayor de la comandancia se había unido a las primeras unidades agrupadas en el camino como una fila desaliñada de espantapájaros vestidos con harapos, que aguardaban sus órdenes con cansada apatía. Resultaba difícil de creer que aquéllos fueran los mismos soldados que habían hecho frente a los húsares en Ondrecht y que habían cubierto la retirada del ejército en Boxtel. Ahora tenían que estar listos para combatir de nuevo. No obstante, mientras los miraba, Arthur sabía que no les quedaban muchos ánimos para luchar. Lo único que querían era sobrevivir. Aun así, él tenía órdenes de preparar un ataque contra el flanco enemigo. La última de las compañías se acercó pesadamente y ocupó su posición en la línea que se extendía a lo largo del camino; entonces la brigada estuvo lista para avanzar. Una brigada sólo de nombre, reflexionó Arthur mientras temblaba bajo su capote. El frío penetraba en su cuerpo de manera que no quedaba ni un vestigio de calor en ninguna parte; poco a poco la tensión del pecho se suavizó, el temblor cesó y sólo quedó el dolor del frío. Seguía sin llegar ningún mensaje del general, ninguna decisión de anular el ataque, y Arthur decidió que tendría que llevarlo a cabo. Por estúpida e inútil que pudiera ser la orden de atacar, no dejaba de ser una orden, y él estaba obligado a obedecerla. Se aclaró la garganta y dio la voz de mando.
—¡La brigada avanzará! ¡Compañías ligeras, al frente!
Las órdenes que se transmitieron por la línea sonaron curiosamente monótonas en la calma y helada atmósfera. Los soldados de las compañías ligeras avanzaron pesadamente y se dispersaron formando una cortina a unos cien pasos por delante del grueso principal, donde los sargentos y oficiales alinearon las filas y luego tomaron sus propias posiciones para esperar la orden de avanzar. Cuando todo estuvo preparado, Arthur le dirigió una última mirada a la brigada, su primer y, con toda probabilidad, último mando. Dentro de pocas horas, la mayoría de ellos yacerían muertos, agarrotándose en la nieve.
—¡Señor! —lo llamó Fitzroy—. Se aproxima un jinete por el norte.
Arthur se dio la vuelta para mirar y al instante vio la mancha oscura que se acercaba a la brigada. Se preguntó si sería un aplazamiento. Mientras el jinete se acercaba, Arthur retrasó la orden de avanzar y los soldados permanecieron allí de pie en silencio, con la mirada perdida al frente. El jinete bajó al galope por detrás de la línea, levantando montones de nieve en polvo, y detuvo su montura al acercarse al coronel y su grupo abanderado. Era el mismo mensajero alférez de antes y ofreció un rápido saludo antes de soltar su mensaje.
—Su brigada tiene que retirarse…
—¡Rinda su informe como es debido, señor! —le espetó Arthur.
El alférez enarcó las cejas sorprendido, controló su excitación, respiró hondo y volvió a empezar.
—El general le manda sus saludos, señor. Solicita que la brigada se retire hacia el norte. El ejército se dirigirá a Amsterdam lo más rápido posible.
—Eso está mejor —asintió Arthur con la cabeza—. Es fundamental que se comporte como un oficial en todo momento. Los hombres se fijarán en usted en el futuro. No deben encontrar en usted ningún defecto. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Me imagino que los franceses también van a emprender la marcha hacia Amsterdam.
—Sí, señor. Han enviado infantería en avanzada mientras la caballería hostiga a nuestra columna.
—¿Cuánto hace que partieron los franceses?
—En cuanto cruzaron el río, señor.
—Dios santo… Deben de llevarnos medio día de ventaja.
El abanderado dijo que sí con la cabeza.
—Entonces nos pondremos en marcha enseguida. Que tenga un buen día… y buena suerte.
—Para usted también, señor.
El mensajero hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó galopando en dirección a Amsterdam. Tras llamar nuevamente a las compañías ligeras, la brigada formó en una columna de marcha y partió en la misma dirección, avanzando pesadamente por la nieve hasta que, desde la distancia, parecieron poco más que un ciempiés caminando lentamente.
* * *
La retirada por Güeldres casi destruyó al ejército. Atormentados por el hambre y la enfermedad, los soldados marcharon kilómetro tras kilómetro con los pies helados. A unos cuantos kilómetros de distancia al oeste, las columnas del ejército francés también habían emprendido el camino hacia la costa: los hombres de ambos ejércitos estaban desesperados por ganar la carrera. Para los franceses, el premio no era únicamente la victoria en el campo, sino la oportunidad de destruir al ejército británico de forma tan absoluta que Gran Bretaña ya no tuviera estómago para continuar la guerra. Sin el subsidio de las arcas británicas, los austríacos y prusianos ya no podrían permitirse el lujo de combatir. El precio para las demacradas tropas británicas era sencillamente la supervivencia, y la perspectiva de más años de guerra por venir. Con semejante disparidad, era inevitable que ganaran los franceses. A pocos días del inicio de la retirada del Waal, Arthur había recibido la noticia de que los franceses habían entrado en Amsterdam el 20 de enero, cosechando aún más laureles al capturar la flota holandesa, cubierta de hielo en Texel.
Llegó la orden de cambiar de dirección. Con el paso hacia los puertos cortado, el ejército se vio obligado a dirigirse hacia el norte, en dirección al Ysel. Hacía días que se habían comido las últimas raciones, y cada mañana Arthur se sentía más apesadumbrado a medida que el contingente de su brigada iba disminuyendo.
Los heridos fueron los primeros en darse por vencidos; caían lastimosamente desplomados al borde de los caminos helados y aguardaban a que el frío se los llevara. La ruta de marcha era fácil de seguir, pues se hallaba bordeada de equipo abandonado y de los cuerpos de hombres y animales. Los soldados que pasaban cortaban pedazos de carne de estos últimos y se los comían crudos. El caballo de Arthur corrió la misma suerte la noche del cuarto día, cuando finalmente consumió sus últimas fuerzas. El mismo le pegó un tiro en la frente y ofreció el cuerpo a los soldados para que lo carnearan. Mientras observaba cómo despedazaban a su montura, Arthur pensó que nunca se habría imaginado que fuera posible semejante sufrimiento, semejante desmoronamiento de los valores civilizados que él había dado por sentados.
Cierto día, a media tarde, cuando la brigada se acercaba al Ysel, les llegó el sonido de unos disparos desde más adelante. Arthur detuvo la columna y se adelantó con Fitzroy. A unos cuatrocientos metros camino abajo, estaba teniendo lugar una enconada escaramuza entre hombres de un regimiento de guardias y mercenarios Hessian a causa del contenido de una carreta de pan abandonada, que se había descubierto a poca distancia del camino. Los dos oficiales observaron horrorizados cómo los hombres que habían luchado bajo la misma bandera arremetían entonces unos contra otros a tajos y estocadas con una furia y desesperación propias de animales salvajes. Cuando Arthur ya no pudo soportarlo más, le tiró de la manga a su amigo.
—Vamos. Tenemos que encontrar un modo de rodear esto si no queremos que nuestros hombres se vean involucrados.
Fitzroy no respondió y, cuando Arthur se volvió hacia él, vio que el capitán clavaba su mirada en un montón de harapos que había en la cuneta junto al camino. Las lágrimas brillaban en los ojos de Fitzroy. Arthur le soltó el brazo, se acercó lentamente a los harapos y entonces vio lo que eran en realidad. Una joven, poco más que una niña, yacía hecha un ovillo. Llevaba el corpiño desatado y sus pechos desnudos relucían, blancos como la nieve de alrededor. Aferrado al pecho tenía un pequeño bulto, un bebé en cuyos labios amoratados brillaba la leche helada que había sacado de su madre. Arthur sintió que lo invadía una sensación de náusea y desesperanza. Si había un infierno, estaban en él. Apartó la mirada de la chica muerta y su bebé y, tomando a Fitzroy del brazo, regresó caminando lentamente para reunirse con sus hombres.
* * *
A primeros de marzo, los restos del ejército se hallaban en el muelle de Bremen, bajo la mirada silenciosa y hostil de los habitantes del puerto. Se había desvanecido cualquier vínculo común en la guerra contra Francia y los que antes eran aliados ahora se culpaban unos a otros por los fracasos en el campo de batalla. Al inspeccionar a los andrajosos supervivientes de su brigada, Arthur vio que muchos de ellos eran hombres destrozados que no le serían de mucha utilidad a Gran Bretaña en el futuro. Regresarían a sus hogares del campo o de los barrios bajos de la ciudad y seguirían con su vida a duras penas, ensombrecidos por aquella terrible experiencia. Pero había otros, hombres fuertes, que se erguían y se negaban a ceder al sufrimiento que habían soportado. Arthur los miró y dio gracias de que su país pudiera engendrar a soldados como aquéllos, pues no había duda de que Gran Bretaña iba a necesitarlos en años venideros. Al pensar eso los miró de nuevo, esta vez con lástima. Todavía tendrían que soportar muchas más cosas antes de que su nación prevaleciera finalmente. Y cuando todo hubiera terminado y volviera a reinar la paz en el mundo, ¿cuántos de ellos quedarían para verlo?
Una flota de buques de guerra británicos se hallaba anclada fuera del fondeadero, pues el jefe del puerto de Bremen les había denegado el permiso para entrar. Así pues, sus botes hicieron el largo trayecto hasta Bremen para recoger a los supervivientes del ejército. Arthur y Fitzroy embarcaron en el último bote que llevaba a la brigada hasta los barcos que los transportarían de regreso a Gran Bretaña. Los marineros no mostraron su habitual rivalidad con los soldados de la otra arma y los trataron, en cambio, con la compasión de viejos amigos, poniéndoles galletas y jarras de cerveza en las manos mientras se los llevaban a la cálida atmósfera viciada, bajo cubierta. Arthur se quedó en el pasamanos un rato, mirando hacia tierra mientras los marineros volvía a izar los botes para colocarlos en sus calzos y preparaban la embarcación para zarpar.
—¿Coronel Wesley?
Arthur se dio la vuelta y vio que el capitán del barco se acercaba a él desde el alcázar.
—Tenía la impresión de que llevaríamos a más de sus hombres a casa desde Bremen. ¿Dónde está el resto del ejército?
Arthur esbozó una débil sonrisa.
—Esto es todo lo que queda. El resto están muertos.
—¿Muertos? —El capitán meneó la cabeza—. Menudo desperdicio. Me pregunto qué dirán en Inglaterra. Esto tendrá repercusiones.
—Eso espero. No podemos permitirnos luchar en otra campaña como ésta.
—Sí, claro, por supuesto que no. —El capitán sonrió y le dio unas palmaditas en el brazo a Arthur—. De todos modos, ahora ya ha terminado todo.
Arthur dijo que no con la cabeza. Se sentía viejo, cansado y derrotado. Pero aun así, su corazón ardía por vengar aquella derrota. Había sobrevivido a lo peor que la guerra pudiera echarle encima. Había visto el rostro de la batalla, había presenciado los terribles tormentos de la retirada y había soportado la cruel incompetencia y corrupción de los que habían dirigido mal aquella campaña. Él había sobrevivido a todo ello y sabía, con la misma certeza que una conversión religiosa, que era un soldado y que tenía un deber que cumplir. Un deber mucho más sagrado que cualquier otra cosa que hubiera experimentado en la vida hasta entonces. Debía luchar para salvar a su país y, si era necesario, morir a su servicio. Se volvió para mirar al capitán.
—¿Terminado? No, se equivoca. Está muy equivocado. No ha hecho más que empezar.