CAPÍTULO LIII
En cuanto las noticias de la toma de la Bastilla llegaron a Dublín, Arthur le envió una preocupada carta a su anterior mentor en la academia de Angers. Marcel de Pignerolle no respondió a la carta de Arthur hasta finales de año. Le agradecía a su antiguo alumno el interés por su salud y seguridad, y le aseguraba a Arthur que, de momento, los acontecimientos en París no habían tenido un gran impacto en la vida de Angers. Habían sacado a algunos alumnos de la academia y el director estaba considerando aconsejar a los que quedaban que regresaran a casa con sus familias mientras la vida pública francesa siguiera alterada. Podrían volver si las cosas se calmaban, aunque el director no tenía muchas esperanzas de que el rey y los diputados de la nueva Asamblea Nacional entraran finalmente en razón y abandonaran aquel experimento demencial con una democracia radical que parecía haber infectado el corazón de la muchedumbre de París.
La caída de la Bastilla y el truculento período subsiguiente parecían haber hecho que la gente abriera los ojos al peligro de que se perdiera el control de los acontecimientos. Prudentemente, el rey Luis había ordenado a los regimientos que poco a poco se habían ido congregando en los alrededores de París que regresaran a sus cuarteles. En el mes de octubre, para aliviar un poco la tensión entre la gente de París y los diputados que representaban al conjunto de Francia reunidos en Versalles, el rey y la Asamblea Nacional se habían trasladado al palacio de las Tullerías en el corazón de París. Si bien Marcel de Pignerolle aprobaba dicho desarrollo de los acontecimientos, no podía evitar preguntarse si el rey había sido un tanto insensato al confiar en la protección de las unidades de la Guardia Nacional de París, que parecían responder únicamente a las autoridades municipales.
Como la vida en la academia era tranquila, el director había aprovechado la oportunidad para visitar a unos parientes en París con su esposa, y lo inquietaron los cambios acaecidos desde su última visita. Arthur se fijó que, en aquel punto, el tono de la carta cambiaba a una descripción más seria y preocupada de los acontecimientos:
Mi querido Arthur, poco se imagina el cambio en los modales de la gente común y corriente. Desde que la denominada Asamblea Nacional publicó su Declaración de los Derechos del Hombre en agosto, el hombre de la calle se ha tomado dicha medida como un permiso que lo disculpa de toda clase de descortesía e inmoralidad. Los distritos de París no responden más que ante sí mismos, y los demagogos de tres al cuarto son libres para enardecer los sentimientos del vulgo, de manera que las masas saquean las instalaciones de panaderos y tenderos inocentes y, a los que ellos declaran enemigos del pueblo, los ahorcan o los golpean hasta matarlos. Pero si el populacho de París no lo constituyen más que bárbaros, éstos siguen el ejemplo de los representantes de su clase en la Asamblea Nacional. Resulta difícil concebir un lugar de envidia mezquina y ambición desenfrenada más corrupto que ése. Se reúnen en lo que antes era la escuela de equitación de las Tullerías y uno no puede evitar preguntarse si los antiguos ocupantes del edificio no eran más educados y distinguidos que los ordinarios portavoces del tercer estamento. Por supuesto, todavía son peores los que, siendo de buena cuna, hacen de traidor a su clase y han abandonado el primer y segundo estados para descender a las filas del tercero. Su apoyo es la única razón por la que los demagogos han conseguido eliminar toda clase de privilegios a los de nuestra clase y despojar a la Iglesia de su derecho al respaldo financiero del pueblo. Lo que más me aflige es esta horrible impiedad en los corazones de los que están destruyendo el viejo orden. Lo que está ocurriendo es diabólico, y rezo para que la mayoría de la gente perciba el mal que se avecina y actúen en consecuencia antes de que sea demasiado tarde.
Arthur, temo que no volvamos a ver los viejos tiempos. Nuestra clase está al borde del olvido en Francia. Preste atención a nuestro destino y haga lo que pueda para asegurarse de que todo lo bueno y magnífico de la nobleza de Inglaterra no corra la misma suerte que en Francia.
Su amigo, Marcel de Pignerolle.
Arthur plegó la carta y la dejó sobre la mesa. Se volvió a mirar por la ventana, hacia los tejados de Dublín que brillaban bajo la desganada lluvia que se había cernido sobre la ciudad desde principios de diciembre. Hacía más de dos semanas que no veía el azul del cielo despejado. Habían pasado casi tres años desde que había ocupado el puesto de ayudante de campo en el castillo de Dublín. Todavía era un mero teniente con pocas posibilidades de ascenso en el ejército y pocas esperanzas de mejorar fuera de él. La desenfrenada vida social entre los jóvenes oficiales del castillo ya no le llamaba la atención. Ya estaba harto de emborracharse, de buscarse líos y meterse en problemas. Las cortesanas de los mejores clubes le parecían todas iguales: rostros pintados con una capa de pasión cuya conversación rara vez iba más allá de los tópicos y los recordatorios, educadamente presentados, sobre la naturaleza pecuniaria de sus relaciones con Arthur. Incluso sus compañeros parecían aburrirlo entonces. Dancing Jack iba por el camino del encarcelamiento nupcial en tanto que Buck Whaley y los demás bebían, se batían en duelo, fornicaban y hacían apuestas pueriles sobre los resultados de cualquiera de las actividades anteriores.
Arthur era lo bastante honesto como para admitir que se podía obtener mucho placer con aquel tipo de vida siempre y cuando uno dispusiera de ingresos suficientes para que los gastos nunca afectaran su disfrute. Pero en su caso nunca había suficientes ingresos. Las deudas acabarían superándolo inevitablemente, a menos que fuera más responsable con sus asuntos económicos o se concentrara en mejorar sus perspectivas. A Arthur no le atraía ninguna de las dos opciones. Debía hacerse algo con aquella situación, y pronto.
Sus pensamientos volvieron a centrarse en los acontecimientos que habían tenido lugar en Francia. A juzgar por la carta y los informes que había leído, por lo visto el antiguo régimen de Francia se estaba viniendo abajo y no parecía haber fuerza capaz de evitarlo. El pueblo se había hecho con el control y se había lanzado a desmantelar todas las mejores y más refinadas cualidades que había soportado durante siglos. Arthur se preguntaba con amargura qué era lo que eso acarrearía. Un orden social fundado en las más abyectas cualidades que definían al género humano. ¿Cómo podría ser de otro modo ahora que el poder estaba en manos de abogados, médicos, comerciantes y otros demagogos comunes y corrientes?
Lo que era aún peor, más aterrador incluso, era el consuelo que la gente de Irlanda parecía obtener de la anarquía de Francia. En las ocasiones en las que Arthur se había sentado en la galería del Parlamento irlandés para escuchar los debates, se había quedado horrorizado por las opiniones radicales expresadas por algunos de los miembros. Hombres como Henry Grattan, que habían apoyado medidas para eliminar las restricciones impuestas a los católicos, ahora se adherían abiertamente a las aspiraciones democráticas de los radicales franceses. Lo que estaba ocurriendo en Francia no era una democracia, sino la ley de la calle, y estaba provocando una gran alarma entre aquellos que deseaban mantener el orden en Gran Bretaña e Irlanda. Arthur decidió que Grattan era un idiota. Gracias a las tensiones que estaban a punto de estallar entre clases, Irlanda era como una caja de yesca y a Arthur lo aterrorizaban las consecuencias. Cada vez que Grattan daba uno de sus enardecedores discursos públicos, Arthur se acordaba de lord Gordon. No era el momento de provocar a las autoridades y suscitar las emociones más innobles en la gente. La reforma, si tenía que haberla, debía aguardar un momento menos turbulento en que se pudieran debatir los temas con serenidad y de una manera responsable. De lo contrario, habría una insurrección y la sangre de los inocentes mancharía las manos de Grattan y de sus seguidores cuando el gobierno se viera obligado a hacer uso de la fuerza para evitar la anarquía.
Arthur decidió pasar el día de Navidad con William en la casa familiar de Merrion Street. La comida transcurrió en un comprensible silencio y, cuando se hubieron terminado el postre y unos silenciosos sirvientes retiraron los platos, los dos hermanos se acomodaron en unas butacas junto al tembloroso resplandor de un fuego y abrieron una botella de brandy.
William se echó hacia atrás en su asiento y miró el brillo ámbar de su copa.
—Como ya te mencioné en otra ocasión, he decidido seguir los pasos de Richard en el Parlamento inglés. Allí hay más posibilidades para un hombre prometedor como yo. De hecho, cualquier hombre con ambición de servir al Estado en el nivel más alto tendría que marcharse a Inglaterra. Deberías tenerlo en mente, cuando llegue el momento. En Irlanda hay pocas esperanzas de lograr nada digno de mención, aunque sí sirve adecuadamente como escuela para los hombres con la vista puesta en el futuro. Y con tal fin, creo que deberías presentarte como diputado por Trim cuando yo renuncie al escaño.
—¿Yo? —Arthur parecía divertido—. ¿Yo, miembro del Parlamento?
—¿Por qué no? La familia ha ocupado el escaño durante años. No tiene sentido abandonarlo todavía. Además, con el actual clima de fervor, puede que los electores estén tentados de elegir a otro maldito radical. No es un papel muy difícil, Arthur. Incluso tú puedes hacer frente a las obligaciones, ni mucho menos pesadas, de ser un miembro del Parlamento. Sólo tienes que aparecer para votar por los que hablan a favor de la corona y del lord lieutenant. Hazte oír en tu apoyo hacia ellos y sé adecuadamente grosero con los que se oponen a los hombres del rey y lo harás bien. Si lo mantienes unos cuantos años, te verás recompensado con alguna que otra sinecura por tus molestias. Quizá no sea mucho, pero ayudará a mantener a raya a los cobradores de deudas. A propósito del tema, y como ya te dije en otra ocasión, tal vez quieras mudarte aquí puesto que yo me voy a Londres. Bueno, ¿crees que estás a la altura del puesto?
Arthur lo pensó un momento. Parecía una perspectiva bastante interesante, algo que supondría un agradable cambio del hastío de la vida como uno de los oficiales de la corte del lord lieutenant en el castillo de Dublín. ¡Quién sabe! Tal vez la política fuera incluso interesante. Miró a su hermano y sonrió.
—De acuerdo, lo haré.
—Bien. —William alzó su copa—. Por el próximo miembro del Parlamento por Trim.