CAPÍTULO XXXI
Angers, 1786.
Cuando el carruaje pasó por la torre de entrada, Napoleón se echó a un lado y miró ansiosamente por la ventanilla. Las herraduras de hierro de los cascos de los caballos repiqueteaban por los adoquines del patio, que se abría por un extenso espacio frente a la entrada principal de la academia. Un escuadrón de caballería recibía instrucción en el centro del patio. Napoleón los contempló con atención. Sin duda eran los hijos de varios aristócratas prusianos, austríacos y británicos, diletantes vestidos con sus guerreras de color escarlata con botones amarillos y vueltas azul claro. No eran soldados de verdad. No eran profesionales como él, adiestrado por las mentes militares más brillantes de Europa. Aunque había recibido su oficialía y completado su período de pruebas, en los meses venideros tendría que someterse a más adiestramiento antes de que pudiera considerarse un oficial de artillería con todas las de la ley. Y cuando no estuviera de servicio tendría que asimilar manuales, leer historias, aparte de los trabajos de filosofía y la literatura que leía por placer. Comparado con dicha experiencia, Napoleón se inclinó a considerar aquella academia de moda como un mero colegio privado para aprender a comportarse en sociedad, dirigido por el cultivado Marcel de Pignerolle y su esposa.
La invitación que el coronel le había dado a Napoleón, así como a los cuatro oficiales que compartían el carruaje, estaba escrita con muy buena letra. En un primer momento, Napoleón había estado tentado de reconsiderar la invitación. Estaba harto de que los hijos de los nobles franceses lo miraran por encima del hombro por sus orígenes corsos. Convertirse en objeto de curiosidad de los nobles de otras naciones suponía otra carga más. El coronel, que parecía haberse encariñado un poco con su brillante aunque difícil teniente, le aconsejó pacientemente que se uniera a sus compañeros y visitara Angers por la única razón de que resultaría útil conocer a los hombres a los que quizás algún día tendría que enfrentarse en batalla; descubrir la clase de hombres que eran; discernir los puntos fuertes y débiles de su carácter nacional. Era un argumento convincente y al final, no sin ciertas muestras de renuencia, Napoleón aceptó la invitación, despertando el callado regocijo de su coronel.
—Y ahora, Buona Parte, recuerde lo que le he dicho y observe atentamente a sus anfitriones —había concluido el coronel—. Puede que aprenda algo. Al mismo tiempo, tenga en cuenta que es un caballero entre caballeros. Divertirse no es una traición. Controle esa veta exaltada de orgullo corso y tal vez disfrute con la experiencia. Nunca viene mal tener todos los contactos que se puedan hacer en este mundo.
Napoleón sonrió al recordarlo y lo acometió un sentimiento de vergüenza ante la imagen de grosera juventud que debía de haberle mostrado a su coronel. Bueno, ahora estaba allí y no había manera de escapar de aquella situación. Tendría que tener cuidado y procurar no decir ninguna estupidez. Por mucho que lo provocaran.
El carruaje se detuvo frente a la entrada principal de la academia y un lacayo se acercó corriendo al vehículo con un escabel, y les abrió la puerta a los jóvenes oficiales de artillería. Napoleón agachó la cabeza y fue el primero en salir del carruaje, dando un salto para caer a un lado del escabel. Se enderezó y, rápidamente, se arregló el uniforme, quitándole las arrugas que se le habían hecho en la ropa durante el viaje. Delante de él se alzaba una imponente fachada clásica: las puertas de madera pulida por las que se entraba al vestíbulo estaban rodeadas por una majestuosa columnata que llegaba hasta las ordenadas tejas de un bello tejado abuhardillado. La academia se parecía más a un palacio que a un establecimiento militar e irradiaba una exclusividad nacida de doscientos años de formación de jóvenes caballeros en las artes básicas de la guerra.
Alexander des Mazis echó la cabeza hacia atrás para contemplar los remates decorativos de las columnas que enmarcaban la entrada.
—Está bien, ¿eh, Napoleón?
El sonido de los pasos de unas pesadas botas resonó por el vestíbulo de entrada y un joven salió a grandes zancadas del edificio y los saludó con una amable sonrisa. Era alto, con el rostro amplio, el cabello oscuro peinado y atado hacia atrás y unos brillantes ojos azules. Llevaba puesto un uniforme de cadete e hizo una grácil reverencia delante de los oficiales de artillería. Al hablar, su acento era inconfundiblemente británico, pero con una peculiar cadencia.
—Caballeros, madame De Pignerolle me ha enviado para darles la bienvenida y acompañarles a nuestros salones. Mi nombre es Richard Fitzroy.
El capitán Des Mazis dio un paso al frente, inclinó la cabeza y le tendió la mano.
—Capitán Gabriel des Mazis, del Regimiento de la Fére. Permítame que le presente a los tenientes Alexander des Mazis, François Duquesne, Philippe Foy y Napoleón Buona Parte.
—Encantado. —Fitzroy sonrió mientras estrechaba la mano de todos aquellos hombres—. Si son tan amables de seguirme, caballeros…
Se dio la vuelta y los condujo hacia el interior de la academia. El suelo era de mármol y, aunque estaba pulido, tenía las marcas del paso de cientos de miles de cadetes a lo largo de los siglos. El vestíbulo estaba pintado de azul, con el arquitrabe resaltado con pan de oro. Colgados en las paredes a intervalos regulares había unos grandes retratos de hombres de aspecto distinguido vestidos con uniforme y, al mirar aquellas pinturas, Napoleón sintió una punzada de envidia entre la ardiente ambición que le henchía el corazón. Tal vez algún día un retrato de Napoleón adornara las paredes de la Real Escuela Militar de París y todos los que lo vieran se lo pensarían dos veces antes de reírse de Córcega.
Al llegar al otro extremo del vestíbulo de entrada, el cadete los condujo por una amplia escalera hacia una galería. Varias puertas se abrían a dicha galería y, cuando el grupo cruzó con paso resuelto frente a ellas, Napoleón vio que se trataba de salones comunes, todos los cuales contenían un magnífico mobiliario. En uno de ellos vio a un cadete alto y delgado, que tenía aspecto de tener su misma edad, recostado en un diván. El cadete, que tenía el cabello de un castaño desvaído, estaba leyendo un periódico. Una figura salió de la última puerta y, al levantar la mirada, Napoleón vio a una esbelta mujer de avanzada edad que se echaba a un lado con gracia, les sonreía y les indicaba con un gesto de la mano que pasaran.
Los oficiales de artillería se detuvieron al instante e hicieron una reverencia al estilo que les había enseñado el profesor de baile de la Escuela Militar. La dama los saludó con una inclinación de la cabeza antes de dirigirse al cadete.
—Señor Fitzroy, sea tan amable de acompañar a estos señores adentro. Las presentaciones formales pueden hacerse cuando el director vuelva de los establos. He organizado un refrigerio mientras esperan.
—Sí, madame.
Madame De Pignerolle se volvió de nuevo a los oficiales de artillería.
—Bueno, lo lamento pero tengo que ocuparme de mi vestuario, caballeros. El señor Fitzroy cuidará de ustedes.
Napoleón volvió a hacer una reverencia.
—Muy bien, madame.
La mujer se alejó majestuosamente por la galería, y Fitzroy se apartó para dejar que sus invitados entraran en la habitación. Las botas de Napoleón pisaron suavemente una gruesa alfombra azul con un ornamentado estampado de flor de lis en blanco. A un lado, había una percha para sombreros y dejó su tricornio en uno de los colgadores gastados por el uso. La estancia era amplia, con el techo alto y unos grandes ventanales que daban a otro extenso patio. En torno a las paredes de la habitación, había dispuestos pequeños grupos de sillas tapizadas y elaboradas mesas de bar. Tras la percha de los sombreros había una larga mesa llena de comida. Detrás de la mesa, dos lacayos aguardaban con rigidez para servir a los invitados.
—Caballeros. —Fitzroy señaló el bufet con un gesto de la mano—, por favor, tomen un refrigerio mientras yo voy a buscar a los cadetes que completarán nuestro grupo. —Hizo una reverencia y salió de la estancia.
Mientras los pasos del cadete resonaban en la galería, Napoleón y los demás oficiales se regalaron la vista con el bufet. La comida en la Escuela Militar era, con mucho, la mejor cocina que el joven corso había probado nunca, pero el despliegue que se extendía sobre aquella mesa la dejaba en ridículo. Había grandes fuentes de carnes finamente cortadas; lonchas de salmón puestas a enfriar; fuentes de queso y de salchicha curada cortada en lonchas finas como el papel de fumar; pequeñas hogazas de pan con distintas formas y empanadas frías con representaciones de sables, mosquetes y un cañón en las glaseadas cortezas de masa. En el extremo más alejado de la mesa, había varias licoreras con diversos vinos y licores.
—¿No hay postres? —comentó Napoleón secamente al tiempo que le dirigía un rápido guiño a Des Mazis. Avanzó y se detuvo frente al lacayo más próximo—. ¿Y bien?
—Señor, madame De Pignerolle ha organizado una cena formal que se servirá más tarde. —El tono era muy correcto, pero contenía un ligero dejo de desdén hacia un oficial que había tenido la desfachatez de considerar quejarse del servicio ofrecido por su anfitrión.
—Entiendo. —Napoleón alzó la barbilla y miró al lacayo por debajo de la nariz—. Bien, en tal caso tendremos que esperar para una comida como es debido. Mientras tanto, puede servirme una selección de carnes, de momento.
—Sí, señor. —El lacayo cogió con destreza unas pinzas de plata, tomó un plato muy ornamentado y empezó a cubrirlo con una selección de las carnes. Napoleón cogió el plato y un tenedor, y caminó lentamente hacia las largas ventanas del otro lado de la estancia. Tras él, los demás oficiales aguardaron a que los sirvieran. A través del cristal, Napoleón miró hacia el segundo patio donde montones de jóvenes cadetes repasaban los ejercicios de esgrima. Llevaban puestas unas guerreras blancas acolchadas e iban armados con finos estoques. Formando largas líneas, permanecían en posición delante de sus instructores e imitaban sus movimientos: marchar, romper, entrar a fondo y luego marchar para realizar un ataque en flecha. Napoleón lo observó todo con cierto desconcierto, mientras daba cuenta de unas deliciosas lonchas de salchicha ahumada. Nunca se había distinguido con la espada, una deficiencia que se había hecho notar en sus informes de la Escuela Militar. Napoleón no sentía ninguna necesidad de intentar dominar ese arte, al menos hoy por hoy. Notó una presencia junto a su hombro y Alexander se reunió con él junto a la ventana.
Napoleón hizo un gesto con la cabeza en dirección al patio.
—¿A quién creen que están engañando?
—¿Cómo dices?
—Clases de esgrima… ¿De qué sirve un estoque en el campo de batalla? Todo este entrenamiento tan caro no significará nada cuando se topen con un mosquete.
—Napoleón, el dominio de la espada no tiene nada que ver con el campo de batalla. Se trata simplemente de un requerimiento para ser oficial y caballero —dijo Alexander en tono cansino—. Ya hemos hablado de esto.
—Sigo creyendo que si a un soldado se le entrena para la guerra, debería ser entrenado para la guerra. Este… este ballet armado no es más que pura afectación. Está pasado de moda y no sirve para nada.
—¿No sirve para nada? —Alexander arqueó las cejas—. ¡Pues claro que sirve! Es una de las artes que nos distingue de la plebe.
—¿Nos? —Napoleón clavó sus ojos oscuros en él—. ¿Eso me incluye a mí?
—Por supuesto —respondió Alexander con rapidez, aunque no con convencimiento—. Eres un oficial.
—Pero no pertenezco del todo a la alta burguesía. No soy hijo de un conde, como tú y los demás.
Alexander se lo quedó mirando un momento, tratando de contener su irritación.
—¿Cuándo tienes pensado desistir de esa manera de pensar, Napoleón? No puedes guardar rencor al mundo en que vives para siempre. Tienes que cambiar. No seas tan… sensible.
—¿Por qué tendría que cambiar? ¿Por qué no puede cambiar el mundo y dejar que prosperen los hombres con talento? Sean cuales sean sus orígenes. Te lo aseguro, Alexander, el viejo orden está estrangulando a los que tienen capacidad, en tanto que distribuye todas las recompensas entre los hijos estúpidos de aristócratas endogámicos. —Napoleón se detuvo y esbozó una sonrisa forzada—. Lo siento, no pretendía…
—¿Aristócratas endogámicos como yo? —Alexander retrocedió un paso y dejó su plato en una de las mesas de bar—. ¿Es eso?
—Por supuesto que no, Alexander. —Napoleón se rió—. ¿De verdad crees que me haría amigo de un idiota?
—No —contestó Alexander en voz baja—. Eso supondría rebajarte.
Los dos hombres se miraron el uno al otro en un tenso silencio, tras el cual Napoleón frunció la boca en una débil sonrisa.
—¿Y ahora quién es el sensible?
—¡Caballeros!
Se dieron la vuelta y vieron a Fitzroy, que se dirigía hacia ellos con paso resuelto, caminando sin hacer ruido sobre la alfombra. Lo seguían una docena de otros cadetes, incluyendo al lánguido joven del periódico que Napoleón había visto antes. Fitzroy notó la tensión existente entre los dos oficiales de artillería y una expresión de preocupación cruzó fugazmente su rostro.
—Caballeros, confío en que no haya ningún problema. ¿La comida…?
—La comida es excelente —afirmó Des Mazis con una sonrisa.
—¿Entonces?
—Estábamos mirando a nuestros colegas practicando la esgrima y simplemente hemos tenido una diferencia de opinión, eso es todo. Y ahora, ¿podría presentarme a sus compañeros?
—Naturalmente.
Los oficiales de artillería y los cadetes se situaron unos frente a otros y se saludaron con una reverencia a medida que Fitzroy iba presentando a cada uno de ellos. Napoleón apretó los labios cuando no pronunciaron bien su apellido. Si iba a pasarse la vida entre franceses, tendría que cambiar eso; quizás alterar la ortografía para que a los demás les resultara más fácil de pronunciar. Aquel momento de preocupación supuso que no captara los nombres de sus anfitriones, y se maldijo por su falta de atención.
En cuanto se terminaron las presentaciones, los cadetes se dirigieron al bufet a toda prisa para que los dos lacayos empezaran a llenarles los platos. Sólo se quedó el cadete del periódico, quien miró a Napoleón con una expresión curiosa y le tendió la mano que tenía libre.
—Teniente Buona Parte, ¿verdad?
Napoleón asintió con un movimiento de la cabeza y le estrechó la mano.
—Buona Parte. —El cadete ingles repitió el nombre con exactitud, y luego añadió—: Es un nombre poco común, señor. ¿No es francés?
—Es corso —respondió Napoleón con una sonrisa—. Pero dado que yo nací después de que Francia adquiriera la isla, resulta que a fin de cuentas soy francés.
—Claro. Aunque me atrevería a decir que algunas personas de mentalidad cerrada tienden a utilizarlo como excusa para mirarlo por encima del hombro —repuso el cadete con sentimiento.
Napoleón se sorprendió de que el francés del cadete tuviera apenas un leve acento. Ese hecho y el último comentario despertaron su curiosidad.
—Lo lamento, señor. Me temo que no oí su nombre.
—Me llamo Wesley, señor. Arthur Wesley. Del castillo de Dangan, en Meath.