CAPÍTULO XXXV

El 17 de marzo de 1787 llegó un mensaje a casa de lady Mornington. Iba dirigido al Honorable Arthur Wesley y, si bien no había ninguna indicación externa que revelara la procedencia del mensaje, ella supuso enseguida de qué debía de tratarse, por lo que, en cuanto llegó su hijo, hizo que se lo subieran a la habitación. Al oír que llamaban a su puerta, Arthur dejó el libro que estaba leyendo.

—Adelante.

La puerta se abrió y uno de los dos lacayos que lady Mornington podía permitirse tener entró en la habitación. Llevaba una pequeña bandeja de plata en la que había una carta. Arthur intentó no sonreír. La bandeja para la correspondencia era una de las últimas afectaciones que su madre había adoptado en el ocaso de una moda que había arrasado en las mejores casas de la capital.

—Es para usted, señor. —El lacayo le ofreció la bandeja con una leve reverencia—. Acaba de llegar ahora mismo.

—Gracias, Harrington. —Arthur cogió la carta—. Puedes retirarte.

El lacayo volvió a inclinarse, salió de la habitación y cerró la puerta tras él. Arthur no perdió el tiempo, rompió la oblea que sellaba la carta y la desplegó. El mensaje era lacónico y formal, como él ya se esperaba, y le informaba brevemente de que se había publicado en la gaceta militar su nombramiento como alférez del 73 Regimiento Escocés de Infantería. No era un regimiento muy exclusivo que digamos, pero Richard había hecho todo lo que había podido. Arthur hubiera preferido un empleo en un regimiento de caballería con toda la elegancia que comportaba, pero Richard había sido categórico aludiendo que conseguir un nombramiento así habría resultado excesivamente costoso y caro de mantener. La artillería quedaba descartada, puesto que sus exigencias serían injustas para la capacidad intelectual de Arthur. Además, dicha arma del ejército tendía a ser tan profesional que sus oficiales bien podrían estar empleados en algún tipo de oficio. Así pues, tendría que ser oficial en un regimiento de infantería. Pero ¡por Dios! ¿Tenía que ser precisamente en un regimiento escocés? ¿Significaba eso que tendría que llevar una de esas malditas faldas ridículas? ¿O acaso a los oficiales se les permitía vestir de un modo más civilizado? Arthur siguió leyendo.

El regimiento se hallaba temporalmente agregado a la guarnición de Chelsea Barracks. Se solicitaba y requería que el alférez Wesley acudiera a dicho cuartel el 24 de marzo para aceptar formalmente su nombramiento. A partir de entonces, el instructor del cuartel le asignaría las funciones de oficial de infantería.

Arthur plegó la carta y se dio unos golpecitos con ella en la barbilla pensando que su carrera militar estaba a punto de empezar, finalmente. Durante los meses que habían transcurrido desde Navidad, se había resignado a tomar este camino, por lo que se había dedicado a hacer todas las lecturas preparatorias sobre temas militares que había podido. A pesar de todas las cosas en las que podía haber fracasado en su vida hasta entonces, Arthur estaba decidido a, al menos, ser un buen soldado. Uno que incluso su familia llegara a admirar, aunque fuera de mala gana.

El uniforme y demás guarnición que había encargado llegó de la sastrería la víspera del día que debía presentarse en Chelsea Barracks. Con una sensación de entusiasmo que les resultaba palpable a todos los que compartían la casa con él, Arthur se vistió de gala, se puso delante del espejo de cuerpo entero de la habitación de su madre y contempló su imagen reflejada. Decidió que su aspecto llamaba bastante la atención. Sacó brillo a los relucientes botones de la casaca con la manga, salió de la habitación y bajó la estrecha escalera hasta el vestíbulo para dirigirse con grandes y resueltas zancadas hacia la puerta del salón. Dentro, su madre y su hermano mayor se volvieron a mirarlo.

—¡Esto sí que es digno de ver! —exclamó Richard con una amplia sonrisa—. ¡Pareces todo un hombre!

Anne levantó las manos y le hizo señas para que se acercara.

—¡Arthur, no tenía ni idea de que pudieras tener un aspecto tan… tan gallardo! Tendrás que utilizar esa espada que llevas para sacarte a las jovencitas de encima.

—En tal caso, tienes mi palabra de que la hoja nunca verá la luz del día. —Arthur se rió—. Pero dudo que pueda permitirme mucho entretenimiento con la paga de un alférez. ¡Ocho chelines al día! Es un milagro que el ejército logre atraer a nuevos oficiales. No tenía ni idea de que luchar por el país de uno fuera una obra de caridad.

Richard le dio un suave puñetazo en el hombro.

—Estoy de acuerdo contigo. Ocho chelines al día no es precisamente una fortuna. Así pues, debes ganarte el ascenso deprisa, acostarte y casarte con una mujer rica o tendremos que buscarte todos los poderosos patrocinadores que podamos. El actual duque de Rutland no va a estar con nosotros mucho más tiempo. Pero hay otros que me deben favores.

—Bien —contestó Arthur—. Porque, en ausencia de guerra, necesito toda la ayuda de la que pueda disponer.

* * *

A las nueve de la mañana del día siguiente, el alférez Arthur Wesley se presentó a las puertas del cuartel con su carta de presentación oficial. Un cabo lo acompañó hasta el comedor de oficiales, de donde lo condujeron inmediatamente al despacho del ayudante del 73. El capitán Braithwaite era un hombre de mediana edad y de peso medio con una expresión avinagrada y un rostro lleno de manchas a causa de los vasos sanguíneos reventados por el exceso de bebida. Cuando Arthur entró en su despacho, el capitán caminaba de un lado a otro de la habitación a grandes zancadas. Levantó la vista hacia el recién llegado, al tiempo que se daba la vuelta y volvía a cruzar la estancia.

—Botas nuevas —explicó—. El zapatero afirma poseer una técnica para hacerlas más cómodas, pero yo no noto absolutamente nada. —Se detuvo cerca de Arthur y frunció el ceño con enojo—. ¡Ese hombre es un maldito embustero!

—Sí, señor.

—¿Quién diablos es usted?

—Se presenta el alférez Arthur Wesley, señor. —Arthur le tendió su documento.

—¿Y dónde está el saludo, Wesley? Soy su oficial superior. ¡Vamos, hombre, salúdeme!

Arthur reprodujo el esfuerzo que había hecho a las puertas del cuartel, y el capitán dio un resoplido de desdén.

—Tiene que mejorarlo, Wesley. Antes de que conozca al coronel.

—Sí, señor. ¿El coronel se encuentra en la comandancia? Me dieron a entender que tenía que presentarme a él.

—El coronel no está. Anoche fui con él a una fiesta y desapareció con una muchachita. Conociéndolo, todavía debe de estar tirándosela hasta dejarla sin sentido. —Ah…

—De modo que tendrá que permitirme que lo inscriba en el registro. Será el sustituto de ese idiota del alférez Vernon. Lo aplastó un carro de munición. Fue hace tres meses. Solicitamos un nuevo alférez y, bueno, ya ve lo rápido que giran los engranajes burocráticos en el ejército. Es un milagro que tengamos sustituto, supongo. Así pues, lo recibimos con mucho gusto, señor Wesley.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Y ahora, si no le importa, tengo que devolver unas botas a mi zapatero. Mi sargento segundo se encargará del papeleo.

Luego le mostrará el cuartel y podrá presentarle a esa chusma que va usted a comandar. —Volvió la cabeza y gritó por encima del hombro—: ¡Phillips!

—¡Si, señor! —respondió una voz desde otra entrada y, al cabo de un momento, un sargento alto, delgado y perfectamente vestido se cuadró dando una patada en el suelo.

—Este es el alférez Wesley. Inscríbalo como miembro del regimiento y anote su nombre en los libros de la paga. Va a ocupar el puesto del señor Vernon en la compañía del capitán Ford. En cuanto termine en la comandancia, acompañe al señor Wesley al comedor y ábrale una cuenta.

—Sí, señor.

—Que tenga un buen día, Wesley. —Braithwaite señaló la puerta con un movimiento de la cabeza y Arthur se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida cuando un grito hizo que se detuviera en seco—. ¡Salude!

Arthur dio media vuelta rápidamente y se llevó el brazo a la frente.

—Lo siento, señor.

—No se disculpe, Wesley. Limítese a saludar en el futuro.

—Sí, señor.

Arthur siguió al sargento Phillips a la habitación que éste compartía con otros administrativos. Le dieron el libro de la paga a Arthur y el sargento lo acompañó al comedor de oficiales. Sólo se hallaban presentes dos de los oficiales del batallón, y uno de ellos estaba durmiendo en un asiento de un rincón con un periódico londinense abierto encima de la cara. El otro oficial se estaba comiendo un desayuno de ríñones con salsa picante y saludó a Arthur con la cabeza cuando éste cruzó la estancia en dirección al despacho del sargento de rancho, situado en una pequeña habitación de la parte de atrás. Phillips anotó el nombre de Arthur en el libro diario e inmediatamente añadió la cifra de dos chelines en el haber.

—Es la cuota de socio —le explicó—. Se paga cada mes, o parte de ella.

—Entiendo. ¿Hay otras cargas que deba conocer?

El sargento Phillips las contó con los dedos.

—El fondo funerario, el fondo para bodas. ¿Usted caza, señor?

—Déjeme adivinar. ¿La cuota de la jauría?

—Sí, señor. La pagamos a medias con los de la Guardia. Contribuye a mantener bajos los precios.

—¿Es obligatorio inscribirse?

—Sólo si necesita amigos y un poco de vida social, señor.

Arthur frunció el ceño.

—¿Alguna otra cosa?

—Sólo la comida, el alojamiento y el equipo. Por lo demás, la paga es suya, señor.

—Es un gran consuelo. Creo que tenemos que conocer a mis soldados.

—Sí, señor. Por aquí.

Arthur fue conducido a los alojamientos de la tropa y, mientras esperaba fuera, el sargento Phillips entró y dio unas órdenes a voz en cuello para que los hombres salieran a formar con uniforme de gala. Hubo un caos de gritos y chirridos de los arcones para la ropa antes de que el primer soldado saliera por la amplia entrada, ocupara su puesto a toda prisa y se quedara allí en posición de descanso. Arthur se aseguró de inspeccionar a cada uno de los hombres con detenimiento y se fijó en la hosca expresión de la mayoría de aquellos rostros a los que había sacado de la cálida atmósfera viciada de sus aposentos para hacerlos salir a una fría y húmeda mañana de finales de invierno. Entonces señaló a uno de los cabos.

—¡Usted! Venga aquí.

El cabo se acercó a toda prisa y se puso firmes delante de Arthur.

—¿Cómo se llama?

—Campbell, señor.

—Bien, Campbell, ¿ve usted esa báscula que hay allí?

—Sí, señor.

—Muy bien, Campbell, esto es lo que quiero que haga.

Mientras se explicaba, el sargento Phillips se asomó a los barracones y lanzó un grito a los pocos hombres que todavía estaban dentro:

—¡Vamos, hermosuras! ¡Daos prisa! ¡O el último en salir tendrá una sanción!

Cuando el último soldado ocupó su posición, Arthur sacó pecho y echó a andar con paso resuelto siguiendo la primera fila de la compañía. De modo que aquéllos eran los soldados del 73 Regimiento Escocés de Infantería: de rostro adusto la mayoría, mal afeitados y oliendo a la humedad, el sudor y el humo de un abarrotado barracón. Todos ellos tenían aspecto de ser mayores que el alférez sin experiencia que los miraba por encima de su larga nariz. Arthur se quedó petrificado por un momento mientras trataba desesperadamente de hacer acopio de la entereza suficiente para dirigirse a aquellos hombres, un tipo de persona que rara vez se había encontrado antes, y nunca en masa.

Se aclaró la garganta, se irguió y empezó a hablar:

—¡Buenos días a todos, caballeros!

Silencio y setenta y tantos rostros inexpresivos. A Arthur le entraron ganas de darse la vuelta, marcharse y hacer que el sargento Phillips despachara a esos hombres. Quizá podría enfrentarse a ellos en otro momento. Otro día. ¡No! Arthur apretó los puños. Ahora se había comprometido. O representaba el papel de un oficial o dejaba el ejército inmediatamente. Volvió a carraspear.

—Soy el honorable Arthur Wesley, recién nombrado alférez de esta compañía. Aspiro a cumplir con mi deber y a aprender las técnicas del oficio… nuestro oficio, tan pronto como humanamente pueda. Por lo tanto, les pido paciencia en las semanas venideras mientras llego a ser digno de servir junto a unos magníficos soldados como ustedes. Tengo intención de saber exactamente qué puedo exigir de los hombres que están bajo mi mando. Cuánto pueden marchar, lo bien que disparan y lo duro que puedo esperar que luchen. —Hizo una pausa para ver si sus palabras tenían algún efecto, pero los hombres mantenían la vista al frente como antes, sin muestras de ninguna otra reacción. Arthur sonrió. Sin duda algunos de ellos habrían oído a tantos oficiales nuevos durante su servicio que lo veían simplemente como el último rostro en una cadena de jóvenes caballeros por cuyos labios salían a borbotones los tópicos de la primera vez que se dirigieron a ellos de esa forma. Bueno, hoy las cosas iban a ser un poco distintas. Iban a recordar al alférez Wesley.

—Tengo intención de iniciar mi aprendizaje aquí y ahora. —Arthur dirigió una mirada hacia el lugar donde el cabo estaba atareado sujetando un gran barril de agua vacío a la báscula. A continuación, Arthur recorrió la primera fila con la mirada y sus ojos se posaron en un hombre que se hallaba más o menos en la mitad de ésta, un individuo bien proporcionado de alrededor de treinta y cinco años con una mata de cabello negro. Arthur lo señaló.

—¿Cómo se llama?

—Stern, señor.

—Stern, vaya a coger el equipo de marcha completo, y el mosquete. —El soldado miró al sargento Phillips como si le pidiera confirmación. Arthur le espetó—: ¡Hágalo! ¡Ahora!

—¡Sí, señor! —El hombre rompió filas y volvió corriendo a los barracones. Arthur se volvió hacia el sargento—: Quiero que le dé la munición reglamentaria que lleva un soldado en campaña.

—Sí, señor. —El sargento se dio la vuelta y corrió hacia el arsenal. Cuando el soldado Stern y el sargento regresaron y el primero hubo colocado los cartuchos en el cinturón, Arthur lo examinó rápidamente para asegurarse de que todo el equipo que se esperaba estaba allí—. ¿Dónde está su taza?

—No la he encontrado, señor.

—Pues usaremos la de otro soldado. —Arthur agitó el dedo señalando los barracones. El soldado salió al trote con un tintineo de la guarnición. Regresó al cabo de un instante con una taza de cuero que se sujetó al cinturón.

—Así está mejor —asintió Arthur—. Ahora métase en el barril de agua de ahí, el que el cabo ha sujetado a la balanza. ¡Vamos, soldado! ¡Deprisa!

El soldado cruzó el patio a paso ligero, se encaramó al barril y se agachó dentro, de modo que sólo la cabeza, los hombros y el cañón de su mosquete sobresalían por el borde.

—Ahora ya puede pesarlo, cabo.

—Sí, señor.

Arthur hizo que pesara al soldado con todo el equipo y luego sin la mochila, para que tuviera el mismo peso que cuando estuviera en batalla, y finalmente ordenó al soldado que se despojara de todo, quedándose únicamente con el uniforme y las botas antes de pesarlo por última vez. Arthur restó el peso del hombre en uniforme del peso total con el equipo de marcha y obtuvo el peso del equipo. Se volvió hacia los soldados allí reunidos.

—Treinta y cuatro kilos y medio. Eso es lo que llevan cada uno de ustedes en la espalda cuando están en campaña.

—¡Sí! —exclamó una voz desde el fondo de la línea—. Como si no lo supiéramos, ¡muchacho!

Arthur sonrió y se inclinó hacia el sargento.

—¿Conoce esa voz?

—Es Overton, señor. Me jugaría la vida.

—¡Overton! —gritó Arthur—. ¡Salga aquí, ahora!

Se oyó un arrastrar de pies en las filas mientras un hombre grandote se abría camino apretadamente entre ellas para dirigirse hacia el nuevo alférez. Se quedó mirando al frente por encima del hombro de Wesley, con los labios apretados en una expresión despectiva. Arthur entornó los ojos al tiempo que se dirigía al soldado.

—Como tiene una voz tan magnífica, Overton, quiero que vaya a buscar todo su equipo. Luego marchará alrededor de este patio hasta que haya recorrido veinte kilómetros. Cuando haya terminado, el sargento Phillips vendrá a buscarme y entonces veremos cuántos más puedes hacer. Será un experimento interesante. Espero entender con precisión las variables de peso y distancia que pueden aplicarse al movimiento de tropas. —Sonrió—. Y gracias por sus servicios en este experimento. ¡Sargento Phillips!

—Sí, señor.

—Ordene retirarse a los hombres. Excepto a Overton aquí presente, por supuesto.

Mientras la compañía regresaba a sus barracones, Arthur recorrió el patio con la mirada e hizo algunos cálculos.

—Ciento siete vueltas a la plaza de armas. Pongamos ciento diez. Procure que se mantenga en el perímetro. ¡Ah!, y saque a ése del barril.

* * *

Durante los meses siguientes, el nuevo alférez se convirtió en una fuente de considerable interés para los soldados y oficiales del cuartel, puesto que no desaprovechaba ninguna oportunidad de aprender más sobre los hombres, el equipo y la organización del Ejército Británico. Era este último aspecto el que más desconcertaba a Arthur. En lugar de poder dirigir sus propios asuntos, el ejército estaba absolutamente atrapado en una red de jerarquías oficiales. El Tesoro era el responsable del comisariado del ejército, que proveía de comida y transporte al 73 de infantería; los servicios médicos estaban bajo la supervisión del cirujano general; las tropas recibían su paga a través del pagador general; los suministros de campaña los organizaba el proveedor general y el maestre del Departamento de Armamento y Material era el responsable del mantenimiento del cuartel. Si alguna vez el regimiento tenía que ir de campaña, los funcionarios del intendente general se sumarían a una serie de registros que atrapaban al regimiento en una maraña de burocracia que hubiera destrozado los nervios de inmediato a un ayudante más entregado que el capitán Braithwaite.

—Imagínese lo que pasaría si alguna vez entráramos en combate, joven Wesley se quejó un día. No nos atreveríamos a disparar ni una sola descarga por miedo a desatar una avalancha de papeleo. A veces me pregunto si esos tipos de Whitehall no estarán trabajando en secreto para una potencia extranjera en un intento de sabotear nuestra capacidad ofensiva.

Si los soldados del regimiento estaban impresionados con el nuevo oficial, su conducta fue como una revelación para su familia. Tanto fue así que Richard incluso dotó a su hermano con unos ingresos privados de ciento veinticinco libras al año para compensar su exigua paga. Al mismo tiempo, Richard siguió presionando a sus amigos políticos para que promovieran la carrera de Arthur.

En noviembre, llegó una carta al comedor de oficiales que le fue entregada a Arthur cuando éste se hallaba comiendo con los demás oficiales del regimiento. Mientras masticaba un pequeño trozo de pan recién horneado, Arthur rompió la oblea y abrió la carta.

—¡Dios santo! —exclamó entre dientes.

El capitán Braithwaite levantó la mirada.

—¿Qué ocurre, Wesley?

—Bueno, por lo visto van a nombrarme ayudante de campo del nuevo virrey de Irlanda, con el rango de teniente.

—¡Qué suerte la suya! Eso le supondrá dos chelines más al día. Y un nuevo regimiento. —Braithwaite estrujó la servilleta—. ¡Maldita sea, hombre! Significará que tendremos que buscar a otro alférez para el 73. Podría habérmelo dicho antes.

Arthur levantó la carta.

—Es la primera noticia que tengo al respecto, señor. Mi hermano lo ha arreglado.

—¿Su hermano? Un hombre no puede tolerar que los malditos parientes hagan su carrera por él. ¿Hace este tipo de cosas a menudo?

—Ni se lo imagina —contestó Arthur con una sonrisa cansina.

—Todavía, ¿eh? Irlanda. Va a estar en el castillo de Dublín. Pero, claro, lo olvidaba. —Braithwaite apuntó a Arthur con el tenedor—. Usted es de Irlanda. Es irlandés. Me imagino que será como volver a casa, ¿no?

Arthur se puso tenso.

—Señor, haber nacido en Irlanda no me convierte en un irlandés más que haber nacido en un establo lo convierte a uno en un caballo. —Entonces sonrió—. Pero sí, supongo que se podría decir que es mi casa.

Volver a Irlanda. Hacía más de ocho años que se había marchado de allí. Los recuerdos se agolparon en su mente; imágenes fugaces de Dangan, del doctor Buckleby, de su padre golpeando con torpeza el volante en el gran salón… parecía muy lejano. Cuando regresara a la isla, lo haría siendo una persona muy distinta del niño que se había marchado tan a su pesar tantos años atrás.

Sangre Joven
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