CAPÍTULO XXII

El funeral de Garrett Wesley, conde de Mornington, fue una ceremonia grave, aun cuando al servicio asistieron numerosas personas para presentar sus respetos, o eso decían ellos. La viuda y sus hijos, todos ellos vestidos de negro, se hallaban en la entrada del cementerio, esperando para aceptar las condolencias de los asistentes que, en aquel preciso momento, se dirigían lentamente por el sendero de grava hacia ellos.

—Miradlos a todos —dijo Richard entre dientes—. Una verdadera plaga de langostas. Acreedores, parientes lejanos y los que se llaman amigos; todos con la esperanza de recibir una parte del botín.

—Ya basta, Richard. —La madre le dio un leve apretón en el brazo al hijo mayor—. Este no es el momento ni el lugar.

Arthur tiró de la manga de su madre.

—¿A qué se refiere Richard con eso de una parte del botín?

—¡Chsss, niño! Muestra un poco de decoro. Quédate quieto e inclina la cabeza como hace tu hermano Gerald.

Arthur miró a su hermano menor que se hallaba al borde del camino con la cabeza gacha y una expresión solemne en el rostro.

—Se enterará muy pronto, madre —dijo Richard en voz baja—. No tiene sentido ocultarle la verdad, y no hay de qué avergonzarse.

—¿Que no hay de qué avergonzarse? —replicó su madre entre dientes—. Ya veremos lo bien que te las arreglas cuando al final nos echen a la calle.

—Madre —le dijo Richard en tono cansino—. Tú misma lo dijiste. Nadie va a echarnos a la calle.

—¿Ah, no? —La mujer arqueó las cejas—. Tu padre era una especie de prodigio despilfarrando su fortuna familiar. Esos buitres ni siquiera han tenido la decencia de esperar a que su cuerpo se haya enfriado bajo tierra.

—Calla, madre, ya vienen.

El obispo dio los últimos pasos hacia la familia doliente con una sonrisa en los labios. Le ofreció la mano a Anne primero. Ella sonrió.

—Mi señora, ¿puedo ser el primero en ofrecerle mis condolencias?

—Una ceremonia magnífica. Estoy segura de que Garrett lo habría agradecido.

El obispo siguió adelante siguiendo la línea que formaban el resto de la familia, ofreciendo sus tópicas palabras de consuelo de un modo muy bien estudiado. Luego se acercó el resto de la comitiva: una continua procesión de aquellos miembros de la sociedad londinense que se sintieron lo bastante conmovidos como para asistir y no tenían en su agenda nada más preciso que hacer aquel día. En cuanto hubo pasado el cortejo de mejor clase social, los siguieron una sucesión de compositores y músicos, algunos de los cuales fueron tan obsequiosos que sus esfuerzos por asegurarse un continuo mecenazgo llegaron a incomodar a la familia Wesley. Cuando el último de ellos hubo pasado frente a la línea de familiares, un hombre de expresión adusta se acercó a lady Mornington e inclinó la cabeza.

—Thaddeus Hamilton, mi señora. —Ah.

El hombre sonrió.

—Fui el último sastre del conde. De Coult e Hijos en Davis Street, ¿sabe? Puede que se acuerde, honró nuestro establecimiento con su presencia la pasada primavera. —Como ella seguía perpleja, el hombre enarcó las cejas—. Su esposo adquirió cuatro camisas y dos abrigos, si lo recuerda.

—¿Ah, sí? Lo siento, señor… señor…

—Hamilton, mi señora. Thaddeus Hamilton.

—Por supuesto. Lo lamento, parece que fue hace mucho tiempo.

—Estoy seguro, mi señora. Es absolutamente comprensible. —El sastre movió la cabeza en señal de asentimiento—. Es una pérdida muy trágica. Estoy seguro de que toda clase de cosas quedan olvidadas cuando se contraponen al fallecimiento de un hombre tan noble. Un compositor de tanto renombre. —Se pasó la lengua por los labios con nerviosismo—. Un cliente tan magnífico… Estoy seguro de que el difunto conde habría tenido la amabilidad de seguir siendo cliente de nuestro establecimiento y habría satisfecho la cuenta por las camisas y los abrigos que he mencionado. De no ser por su trágica mala salud durante los últimos meses de su vida.

Lady Mornington se lo quedó mirando con frialdad.

—Gracias por haber venido a presentar sus respetos, señor Hamilton. Tenga la seguridad de que pagaremos todo lo que se les debe a los acreedores de mi difunto marido, en cuanto hayamos terminado de llorar su muerte.

El sastre se ruborizó.

—Mi señora, no era mi intención ofenderla. Lo que pasa es que hemos mandado varios recordatorios y…

—Se le pagará, señor Hamilton. Que tenga un buen día, señor.

El sastre era simplemente el primero de muchas personas que los abordaron solicitando que se les pagaran sus facturas y, cuando la familia regresó a casa, la madre de Arthur estaba en un estado de enojo y desesperación. Se fue directamente al salón, se sentó y no tardó en quedar deshecha en llanto delante de sus hijos, por lo que Gerald y Henry siguieron el ejemplo de su madre de inmediato. Richard se los llevó a la cocina y se encargó de que les dieran de comer antes de volver al salón. Lady Mornington había recuperado el dominio de sus emociones y se estaba secando el rostro con un pañuelo de encaje, mientras que Arthur permanecía de pie junto a la silla y, con aire vacilante, le sostenía la mano libre entre las suyas.

—Estaremos bien, madre —le dijo con una sonrisa forzada—. Ya lo verás.

Ella levantó la vista para mirarlo.

—No seas idiota, Arthur. ¿Acaso no lo entiendes? Estamos enterrados en deudas. Tu padre nos ha arruinado.

La sonrisa de Arthur se desvaneció y empezaron a temblarle los labios.

—No creo que se gastara todo el dinero él solo, madre.

—¿Qué has dicho? —Se dio la vuelta en su asiento para mirarlo; en su expresión ya no quedaba ni rastro de dolor, que había sido reemplazado por la furia—. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Es verdad —le espetó Arthur—. Todos tus magníficos vestidos. Esos bailes a los que ibas mientras él estaba enfermo. ¿Quién pagaba todo eso, madre? Las deudas son tanto tuyas como suyas.

—¿En serio? —Apartó la mano de las de su hijo—. Y tu escuela, y tu ropa, y esas malditas partituras que tu padre no dejaba de darte. Supongo que todo eso lo pagaste tú, ¿verdad?

—¡Dejadlo ya! —exclamó Richard con aspereza desde la entrada—. ¡Los dos! Se acercó a grandes zancadas y se los quedó mirando. Las deudas son responsabilidad de todos nosotros. Esta discusión no tiene sentido. Arthur —le señaló una silla—, siéntate. Tengo que hablar contigo.

Richard se unió a él en el largo asiento y apoyó la barbilla en sus manos juntas mientras empezaba su explicación.

—He revisado las cuentas de padre. He leído los informes del agente en Irlanda y, en general, la economía familiar es bastante mala. Desde que nos mudamos a Londres, hemos estado viviendo de dinero prestado y, por lo que he visto, ni siquiera podemos pagar el interés, para qué hablar de devolver el capital principal. Sencillamente, no podemos permitirnos el lujo de seguir viviendo como hasta ahora.

Miró a los demás para asegurarse de que comprendían la importancia de la situación y siguió hablando:

—Para asumir las responsabilidades de nuestro padre tendré que abandonar mis estudios en Oxford. Con eso ahorraremos algún dinero. William puede quedarse donde está por ahora. Las cosas le van bien y sería una pena frenar su talento en estos momentos. En cuanto a ti, madre, debes saber que ya no podemos permitirnos los gastos de mantenimiento de una propiedad de este tamaño, ni podemos permitirnos tener tantos sirvientes. Tendrás que alquilar unas habitaciones en alguna otra parte. Algo asequible.

Lady Mornington se sintió avergonzada.

—Me imagino que lo próximo que harás será empeñarte en que me ponga a hacer de lavandera. ¿Es que no tienes vergüenza, Richard?

Él hizo caso omiso de su comentario y continuó hablando.

—Por ahora, Anne y Henry pueden vivir contigo, pero tengo otros planes para Gerald y Arthur. —Se volvió hacia su hermano—. Tengo entendido que no has progresado mucho en el seminario de Brown. A juzgar por lo que he oído sobre la escuela, no me sorprende. De modo que he decidido mandarte a ti y a Gerald a Eton. La familia puede pagarlo con lo que nos ahorremos del alquiler. Pero debes prometerme que aprovecharás la oportunidad al máximo, Arthur.

—¿Y qué pasa si no quiero ir?

Richard se encogió de hombros.

—Tus deseos no tienen nada que ver con esto. Ahora yo soy el cabeza de familia y yo decidiré lo que más te interesa.

—Entiendo.

—Bien. Entonces está decidido.

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