CAPÍTULO VII
Córcega, 1775.
—¡No iré! ¡No iré!
Letizia sacudió al niño por los hombros.
—¡Irás, y no se hable más! Ahora vístete.
Fuera, la primera luz del día hacía resaltar los detalles de las casas del otro lado de la calle. Letizia llevó a su hijo hacia las prendas dispuestas en su cama y las señaló.
—¡Ahora!
—¡No! —le respondió Naboleone con un grito, y se cruzó de brazos—. ¡No iré!
—Irás. —Letizia le dio un bofetón—. Vas a ir a la escuela, hijo, y vas a vestirte. Vendrás, desayunarás y te comportarás impecablemente cuando te presenten al abad. O te vas a llevar la paliza de tu vida. ¿Me he explicado con claridad?
Su hijo frunció el ceño y le dirigió una centelleante mirada de desafío. Letizia se santiguó.
—Santa María, madre de Dios, dame paciencia. ¿Por qué no puedes parecerte un poco a tu hermano aquí presente? —Hizo un gesto con la cabeza hacia el otro extremo del dormitorio, donde Giuseppe se estaba atando los cordones de las botas. Iba pulcramente vestido con su ropa limpia y el cabello le relucía tras el reciente cepillado.
—¿A él? —Naboleone se rio—. No me hagas reír, madre. ¿Quién querría ser como él? Pedazo de mariquita.
Letizia volvió a propinarle otro bofetón, éste mucho más fuerte, que dejó marcados sus dedos delgados en la mejilla del niño.
—No te atrevas a hablar así de tu hermano. —Volvió a señalar la ropa—. Y ahora vístete. Si no estás listo cuando regrese, esta noche cenarás pan duro.
La mujer salió de la habitación como un vendaval y se dirigió a la cocina, donde Lucien —su último hijo— berreaba pidiendo más comida.
Naboleone permaneció inmóvil un momento, con los brazos cruzados, fulminando la ropa con la mirada. En el otro extremo del dormitorio, Giuseppe terminó de atarse los cordones y se quedó de pie junto a su cama, mirando a su hermano pequeño.
—¿Por qué lo haces, Naboleone? —le preguntó en voz baja.
—Disculpa. ¿Has dicho algo?
—¿Por qué haces que se enfade tanto contigo? ¿No puedes hacer lo que te dice aunque sólo sea por una vez?
—Pero es que yo no quiero ir a la escuela, ¿sabes? Yo quiero irme a jugar. Quiero volver a ver a los soldados.
—¡Pues no puedes! —exclamó Giuseppe entre dientes—. Vas a venir a la escuela conmigo. Tenemos que aprender a leer y a escribir.
—¿Por qué?
El mayor meneó la cabeza.
—No se puede ser niño toda la vida. No puedes ser tan egoísta. Si quieres ser una persona con éxito cuando crezcas, debes tener educación. Como padre.
—¡Bah! ¿Y adónde lo ha llevado a él su magnífica educación? A ser ayudante en los tribunales, ya lo ves.
—El trabajo de padre nos da de comer, nos viste y ahora nos proporciona una educación. Tendrías que estar agradecido.
—¡Pues no lo estoy!
Giuseppe meneó la cabeza.
—Francamente, eres un desagradecido. Aveces no puedo creer que seamos hermanos.
Naboleone sonrió.
—Aveces yo tampoco. Mírate. El niño de mamá. Me das risa.
Giuseppe apretó los puños y avanzó hacia su hermano, pero Naboleone se mantuvo firme y se rio con desprecio.
—¿Qué haces? ¿De verdad quieres pelear conmigo? Te he juzgado mal. Venga, vamos. —Separó los brazos y le hizo frente a su hermano mayor.
Giuseppe se detuvo, meneó la cabeza y salió de la habitación para dirigirse a la cocina. Ya se había peleado con su hermano muchas veces y sabía que no valía la pena. No es que Naboleone pudiera con él, simplemente nunca sabía cuándo tenía que rendirse y convertía cualquier riña hecha en broma en una pelea sangrienta antes de que interviniera un adulto que pusiera fin a la disputa. Giuseppe no podía evitar desesperarse ante el comportamiento de Naboleone, y lamentaba que su madre no hubiera dado a luz a un hermano más amable y menos problemático. Al mismo tiempo, sin embargo, sentía cierta admiración por Naboleone. Él no obedecía a nadie, y con frecuencia pagaba con la misma moneda a aquellos que intentaban domeñarlo. Además, el chico no tenía ni un pelo de tonto. Naboleone tenía una mente igual de aguda que una de esas dagas que llevaban los hombres, y la utilizaba con la misma rapidez. En cambio, Giuseppe tenía la sensación de ser un empollón y de tener demasiado afán de agradar. Cuando las amistades de su madre alababan la buena educación de su hijo mayor, Letizia apenas daba importancia a los elogios y hablaba incesantemente de lo inteligente que era su hijo pequeño, aun cuando sus diabluras la volvían loca.
Naboleone permaneció unos momentos de pie en su habitación, en silencio, y luego echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaba completamente solo antes de quitarse la camisa de dormir y empezar a vestirse.
Los niños salieron hacia la escuela poco después de amanecer. Aunque a Giuseppe lo llevaron inmediatamente a las aulas y empezó las lecciones con los demás alumnos, a su hermano lo llevaron a ver al abad, de quien Naboleone aprendía los rudimentos de la lectura y la escritura durante una hora cada mañana antes de que le permitieran unirse al resto de la clase. Luego, después de la comida de mediodía, Naboleone pasaría otra hora realizando ejercicios de alfabetización elemental antes de poder volver a casa.
Al principio, en cuanto terminaba la escuela Naboleone regresaba a los lugares que solía frecuentar, pero ahora que el abad había despertado su curiosidad, pasaba mucho más tiempo con los soldados franceses y hacía todo lo posible por aprender el idioma de los nuevos gobernantes de Córcega. Dados los sentimientos patrióticos de su madre, Naboleone se aseguró de no decir ni una palabra sobre el tiempo que pasaba con los hombres de la guarnición, y le contaba que iba de pesca y a caminar por el campo de los alrededores de Ajaccio. De vez en cuando sí lo hacía, y volvía a casa con una pequeña pesca o con un conejo que había cazado con una trampa. Incluso entonces había tenido la oportunidad de intercambiar unas cuantas palabras con los miembros de las numerosas patrullas francesas, que seguían buscando a cualquier integrante de los grupos de paolistas que pudieran haberse aventurado más allá de las montañas. Sólo vio a los rebeldes una vez; un grupo de hombres misteriosos que, armados con viejos mosquetes, avanzaban con sigilo siguiendo una distante línea de árboles. Poco después desaparecieron de la vista, oyó el estallido y traqueteo lejano de los disparos de arma de fuego y consideró si ir a echar un vistazo, pero el miedo pudo más que él y, en lugar de eso, volvió corriendo a casa.
—¡Pobres diablos! —murmuró su padre después de oír la historia mientras cenaban.
—¿A quién te refieres? —preguntó Letizi—. ¿A tus antiguos compañeros de armas o a tus nuevos amigos?
Carlos se la quedó mirando fijamente un momento, tras el cual empujó su plato a un lado y se volvió hacia sus hijos.
—¿Cómo ha ido hoy la escuela? ¿Giuseppe?
Mientras su hermano mayor refería con pedantería todos los detalles de su horario, el pensamiento de Naboleone volvió de nuevo a los hombres que había visto aquella tarde. Muchas de las personas que vivían en Ajaccio habían llegado a considerarlos unos simples forajidos o, en el mejor de los casos, unos molestos idealistas ilusos. Sin embargo, eran corsos; hablaban el mismo idioma que Naboleone. Los franceses todavía eran unos extranjeros, y el hecho de haber nacido súbdito francés le resultaba extraño. Así pues, ¿qué era él? ¿Corso o francés? Siempre que consideraba esa cuestión obtenía la misma respuesta: él era corso.
—¿Ya ti que tal te ha ido?
Naboleone se dio cuenta de que su padre le estaba hablando y levantó la mirada rápidamente.
—Me va bien, padre. En realidad, tengo una buena noticia que darte. Hemos estado leyendo acerca de los romanos y los cartagineses y he mejorado mucho. De hecho, el abad dijo que pronto podría unirme al resto de la clase durante todo el día.
—¿En serio? —Carlos sonrió encantado—. ¡Eso es excelente! Y en tan poco tiempo, además. ¡Creo que todavía haremos de ti a un magnífico erudito, jovencito! —Alargó la mano y le alborotó el pelo a su hijo, mientras Naboleone trataba de parecer complacido con la perspectiva de ser un erudito. El ya sabía que quería hacer cosas con su vida, no pasarse los años estudiando las cosas que habían hecho otros.
—Bueno, pues ahora me toca a mí dar una buena noticia. —Carlos sonrió. Su familia se volvió hacia él expectante, pero Carlos hizo un gesto con la cabeza hacia el plato vacío que había apartado—. Este estofado estaba riquísimo, querida. ¿Hay más?
Letizia levantó el pesado cucharón de hierro de la olla.
—Aquí tienes. Pero te voy a romper la crisma con esto si no te dejas de jueguecitos y nos cuentas la noticia.
Carlos se rio.
—Está bien. La Corte Real de París ha confirmado el certificado del gobernador sobre mi título nobiliario. Me lo ha dicho hoy Marbeuf.
—Por fin —murmuró Letizi—. Entonces ya está.
—Mejor todavía, me he enterado de que ahora tenemos derecho a solicitar una beca para que los chicos vayan a escuelas francesas.
Letizia se lo quedó mirando fijamente y Naboleone puso cara de desconcierto.
—¿Eso que quiere decir, padre?
—Quiere decir que, dentro de unos cuantos años, Giuseppe y tú podríais asistir a una de las mejores escuelas de Francia. Vais a recibir la mejor educación que existe. Claro que tendréis que hablar francés con soltura para poder ir, pero hay mucho tiempo para eso.
—¿Ir a la escuela en Francia? —masculló Giuseppe—. Madre, ¿padre y tú vendréis con nosotros?
Ella le dijo que no con la cabeza y se volvió hacia su esposo.
—Entiendo. Primero nos quitan nuestra tierra. Ahora vienen a por nuestros hijos. Se los llevarán y los convertirán en pequeños franceses como es debido.
Carlos meneó la cabeza.
—No es así, querida. Es una oportunidad, una ocasión para que se superen. Una oportunidad que nunca tendrán si se quedan aquí. Esperaba que te alegrarías.
—Seguro que sí. Tendré que pensar en ello.
Carlos apartó la mirada y dijo en voz baja:
—Ya he enriado la solicitud a París. Marbeuf la refrendó en cuanto se confirmó mi derecho.
—Entiendo. —Letizia meneó la cabeza—. Merci.