CAPÍTULO XII

Las Navidades habían llegado a su fin, las fiestas se habían terminado y una vez más, Dangan había vuelto tranquilamente a su vida cotidiana. Los tres chicos mayores de los Wesley estaban atareados empaquetando las cosas para pasar el próximo trimestre en sus respectivas escuelas. Mientras Richard y William cubrían el fondo de sus baúles con gastados ejemplares de los clásicos, Arthur llenaba la base del suyo con partituras que le había dejado su padre.

Garrett estaba encantado con los progresos que había hecho su hijo. Era evidente que Buckleby no había perdido facultades como profesor. Arthur sería un músico excelente, eso era seguro, y Garrett ya estaba haciendo planes para su perfeccionamiento. Claro que Irlanda era un escenario demasiado pequeño para Garrett, y con los años lo sería para Arthur. Londres ofrecería mayores oportunidades y un público más cualificado. O mejor todavía París, o incluso Viena. Garrett puso freno a su fantasía con una sonrisa de desaprobación. Por mucho talento que tuviera Arthur, y por mucho que el chico prometiera, no podían esperar poder compararlo con el talento en bruto y la virtuosidad técnica de los músicos de Viena. Londres tal vez, pero no Viena.

Así pues, la semilla estaba plantada, y en cuanto los chicos hubieron regresado a la escuela, Garrett fue libre de permitirse dar rienda suelta a su imaginación. Cuanto más pensaba en ello, más seductora le parecía la perspectiva de mudarse a Londres. La violencia que fermentaba en Irlanda era cada vez peor. Los campesinos sufrían la carga, siempre presente, de la absoluta miseria mientras que, entre la clase media, los católicos irlandeses se encontraban excluidos de toda clase de privilegios y cargos públicos. Su resentimiento se estaba haciendo oír cada vez más, y los oprimidos empezaban a atreverse a denunciar públicamente las flagrantes iniquidades de la sociedad irlandesa. Hubo arrestos, pero la terrible suerte que corrió el padre Sheehy, al que ahorcaron, destriparon y descuartizaron hacía diez años por osar defender a los pobres, estaba perdiendo su efecto. Se les había agotado la paciencia y recurrieron a la violencia con un sangriento deseo de venganza en sus corazones. En aquellos momentos, los corredores de fincas viajaban por la isla en compañía de guardias armados, pues temían por sus vidas, y con razón. Garrett concluyó que solamente era cuestión de tiempo antes de que el espíritu rebelde de aquellos desdichados irlandeses se tradujera en ataques manifiestos contra la aristocracia.

Luego estaba su propia frustración con el absoluto provincianismo del lugar. Los chicos ya estaban adquiriendo un acento que identificaba sus orígenes de un modo absolutamente preciso, y Garrett sabía muy bien que si dicho proceso continuaba, su familia se vería menospreciada por la sociedad londinense. Y eso sería una carga insoportable, en particular para el joven Arthur, que carecía del ingenio y la sutileza de sus hermanos. Los chicos se beneficiarían de una mejor educación. Anne tendría una vida social más emocionante y él un público mucho más numeroso para sus composiciones. Con estos alegres pensamientos, emprendió la tarea de hacer sus primeras indagaciones.

* * *

Aunque estaban en lo más crudo del invierno, la escuela de Trim no le causó tanta aprensión a Arthur a su regreso de Dangan. A pesar de que tenía pocos amigos, la mayoría de los chicos parecían contentos de volver a verle y él sintió la cálida oleada de aceptación, la sensación de encontrar un lugar para sí mismo en el pequeño mundo de la escuela. Pero Arthur sólo se sentía lo suficientemente libre para expresarse sin tapujos cuando estaba con el doctor Buckleby, y eso sólo porque sus conversaciones giraban en torno a asuntos tan ajenos a la escuela que no había posibilidad de que llegara hasta ella ni una sola palabra de sus discusiones. Su profesor de música —tal como deben ser los profesores de música— resultó saber escuchar muy bien y permanecía sentado y en silencio mientras el chico le hablaba de su desesperación porque nunca llegaría a dominar sus estudios y lograr nada digno de elogio.

—¿Por qué ansia tanto los elogios, Arthur? —le preguntó el doctor Buckleby en una ocasión.

—¿Por qué? —Arthur se lo quedó mirando—. ¿Qué otra cosa hay?

—¿Qué quiere decir, jovencito?

—Sólo tengo esta vida. Cuando termine, miraré atrás y me preguntaré qué he logrado. Quiero poder dar una respuesta satisfactoria.

—¿Acaso no es lo que queremos todos? —El doctor Buckleby sonrió—. Y la pregunta es un tanto más apremiante en un hombre de mi avanzada edad.

—Entiendo. —Arthur lo miró de hito en hito—. ¿Y cómo la respondería, señor?

—Dejando de lado la impertinencia juvenil de semejante pregunta, diría que he hecho aquello que más me importa. Cada vez que cojo un instrumento, creo un momento de orden y belleza sublimes. ¿Se puede lograr algo mejor en este mundo?

Arthur frunció el ceño.

—No lo entiendo.

El doctor Buckleby suspiró.

—Soy de sangre plebeya y eso me impide tener la esperanza de dejar mi impronta en el mundo. Frente a ello, ¿qué puede conseguir un hombre como yo? Hubo una época en que en Londres no se hablaba más que de mi talento con el violín. Sin embargo, ¿qué valor tenía eso? No cambié el mundo. Las artes y las ciencias son las únicas palestras en las que a los de mi clase se les permite hacer alarde de sus logros. ¿Y por qué? Porque las primeras proporcionan placer a nuestros gobernantes y las segundas comodidades diversas y las herramientas del poder. De modo que me he retirado del mundo y vivo aquí, en Trim, donde tengo mis necesidades satisfechas y mis logros son para mí solo. ¿Responde esto a su pregunta?

Arthur lo consideró un momento antes de responder:

—No del todo. ¿Cómo puede estar seguro de que un logro vale la pena a menos que otras personas estén de acuerdo en que es así? ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si se estaba engañando al pensar que había logrado algo que valiera la pena cuando no lo había hecho? ¿Cómo lo sabría?

—Sé que he logrado la grandeza con mi música. Eso es todo lo que puede hacer un hombre de mis orígenes. —El doctor Buckleby le dio unas palmaditas en el hombro—. Para usted es mucho más difícil, Arthur. Usted es un aristócrata. Tiene oportunidades que yo nunca tuve. Puede elegir su camino hacia la grandeza. No tiene que ser músico. Pero al final tendrá que dar cuenta de sus decisiones. Y luego vivir con la eterna preocupación de si tomó la decisión equivocada… Lo único que tendrá para aliviar dicha preocupación será la palabra de otros hombres. Y ahora, dígame, ¿sigue estando seguro del valor de semejantes elogios?

Arthur se quedó mirando fijamente al doctor Buckleby unos instantes y reflexionó. Por primera vez, llegó a comprender bien el carácter de su padre, que había elegido componer un universo ordenado en torno a sí mismo del que la fealdad y la discordancia estaban desterradas. Bajó la mirada al brillante barniz de su violín y preparó el arco.

—¿Podemos proseguir ahora con la lección, señor?

El doctor Buckleby asintió con la cabeza.

—Con mucho gusto.

* * *

Antes de que terminara el trimestre, Arthur recibió una carta de su padre informándole de que habían encontrado una casa para la familia en Londres. Su madre andaba atareada con el traslado desde Dangan. En cuanto se hubieran instalado en Londres, buscarían escuelas para él y sus hermanos y enviarían a alguien a buscarlos. Arthur quedó impresionado con aquella noticia, y no estaba muy seguro de cómo se sentía al respecto. La perspectiva de vivir en Londres era, sin lugar a dudas, emocionante, pero eso significaría dejar atrás la casa y los terrenos de Dangan, lugares que había conocido desde que tenía memoria y que consideraba como parte de sí mismo. También abandonaría la escuela de Trim, cosa que lamentaba un poco, puesto que entonces se sentía cómodo allí y tendría que repetir toda la angustiosa experiencia de entrar en una nueva escuela en Londres. Pero lo peor de todo era que la mudanza supondría perder al doctor Buckleby.

Arthur se guardó la noticia y siguió asistiendo a las clases de violín, concentrándose en mejorar su técnica todo lo posible antes de que llegara el momento de abandonar Trim para dirigirse al distante mundo cosmopolita de Londres. Por su parte, el profesor de música quedó desconcertado por la repentina e intensa concentración del chico, pero la rapidez con la que mejoró su habilidad distrajo la atención del doctor Buckleby, que no pensó que pudiera haber problema alguno. Así pues, durante los pocos meses que les quedaban de estar juntos, Arthur continuó aprendiendo a dominar el violín y su maestro siguió deleitándose con los progresos del chico.

Hasta un día en que Arthur se presentó en la cabaña y llamó a la puerta. Las fuertes pisadas de unos zapatos anunciaron que el doctor Buckleby se acercaba por el otro lado y se abrió la puerta. Por los inexpresivos rasgos del hombre, Arthur supo de inmediato que algo iba mal. Algo había cambiado. Su maestro lo acompañó a la sala de música sin pronunciar ni una palabra y tomó asiento pesadamente en su silla, mientras Arthur sacaba su instrumento.

El doctor Buckleby tosió.

—Como ésta va a ser nuestra última clase, se me ocurrió que podríamos probar algo distinto.

Arthur notó que la sangre se le helaba en las venas.

—¿Cómo dice, señor?

—Nuestra última clase, Arthur. Ya sabe de lo que le hablo. Ayer recibí una carta de su padre. Para darme las gracias por enseñarle y saldar las cuentas. Por lo visto, dentro de poco se marchará de Trim para irse a Londres. Me entristecerá perder a un alumno tan prometedor, por supuesto. Los chicos de su calibre son contadísimos.

—Yo… No olvidaré lo que me ha enseñado. Todo lo que me ha enseñado…

—Eso espero, sinceramente. Bueno… —El doctor Buckleby se inclinó hacia delante, le quitó la partitura a Arthur y la reemplazó por una nueva composición—. Probaremos esto.

Arthur recorrió las hojas con la mirada y enseguida se dio cuenta del reto que se le había planteado. La digitación y el ritmo eran mucho más sofisticados de lo que había visto nunca. No obstante, había leído bastante música para captar el sentido de la melodía, e inmediatamente le llamó la atención su tono melancólico.

—No lo reconozco.

—No me sorprende. Venga, veamos cómo se las arreglas con esto.

Finalmente, y al cabo de una hora de esforzarse con la composición, el doctor Buckleby cedió y permitió que su alumno bajara el instrumento.

—Parece ser que todavía queda mucho por aprender.

—Sí, señor. —Arthur tenía la sensación de haber defraudado a aquel hombre.

—Bueno, se nos ha acabado el tiempo. Guarde su instrumento.

Arthur volvió a colocar el violín en su estuche en silencio, mientras el doctor Buckleby retiraba la nueva pieza musical del atril y se quedaba de pie junto a la puerta. Acompañó a Arthur desde la habitación hasta la entrada de la casa y mantuvo la puerta de la calle abierta. Arthur salió fuera de la casita; luego se dio la vuelta con vacilación y le tendió la mano al doctor Buckleby.

—Adiós entonces, señor.

—Adiós, joven Wesley. —El maestro le dio un fuerte apretón de manos—. Recuerde, mantenga la espalda recta y la partitura alta.

—Sí, señor.

—Y… esto es para usted. —Las toscas mejillas del doctor Buckleby se ruborizaron cuando éste le entregó la nueva pieza de música a su alumno. Arthur la aceptó y le dio las gracias con un movimiento de la cabeza.

—Es usted muy amable. ¿Puedo preguntar quién la compuso, señor?

—Fui yo —respondió el doctor Buckleby con una sonrisa—. La escribí para usted. Quizás algún día, cuando haya logrado dominarla, pueda venir a tocarla para mí.

A Arthur se le partió el corazón, henchido de gratitud por la amabilidad de aquel hombre.

—No sé qué decir.

—En ese caso, le deseo un buen día, señor. Debo prepararme para mi próximo alumno.

Ambos sabían que eso no era cierto. Los sábados no había más alumnos. Arthur se despidió, enfiló hacia el sendero y oyó que la puerta se cerraba suavemente a sus espaldas.

Sangre Joven
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