CAPÍTULO XIX
El seminario de Brown, en Chelsea, era una mediocre escuela primaria privada situada en la periferia de una zona de moda. O’Shea acompañaba a Arthur a la escuela cada mañana. El director era un repugnante ex oficial del ejército, el comandante Blyth, cuya filosofía educativa consistía en que un plan de estudios debía limitarse al menor número de materias posible impartidas del modo más repetitivo. A William lo habían mandado a Eton y Richard había empezado su carrera en Oxford en cuanto se le encontró una plaza en uno de los colegios universitarios. En consecuencia, la casa parecía extrañamente vacía y, puesto que era alquilada, muy impersonal. Cuando la primavera dio paso al verano, la densa y arenosa atmósfera de la ciudad se hizo aún más espesa y la casi permanente neblina que se cernía sobre el centro de Londres envolvía a sus habitantes en una sofocante penumbra que deprimía a Arthur.
Al regresar de la escuela, ya era la hora de cenar y las más de las veces comía con sus hermanos menores mientras sus padres se vestían para otro compromiso. Cuando no se trataba de un baile o una fiesta, era el teatro, de vez en cuando la ópera o incluso algún combate de boxeo. Su padre seguía componiendo y había programado una serie de conciertos públicos gratuitos en varios lugares de la ciudad. No obstante, el atareado ambiente de la alta sociedad le dejaba muy poco tiempo a Garrett para hacer recitales con su hijo, y Arthur tenía que practicar solo en su habitación. Al principio hizo un gran esfuerzo para aprender la composición del doctor Buckleby, pero pasó el tiempo y su padre no daba muestras de reservarse unos momentos para oír la pieza.
De vez en cuando, realizaban una salida familiar. Normalmente asistían a alguno de los conciertos de Garrett con el propósito de aumentar el número de espectadores, y Anne les hacía aplaudir como locos tras cada pieza. En otras ocasiones, llevaban a los niños a las carreras o al criquet y con frecuencia los dejaban al cuidado de alguno de los miembros del personal, mientras sus padres circulaban entre los demás aristócratas e intercambiaban invitaciones. Cuando lord y lady Mornington recibían en casa, los niños tenían que mantenerse discretamente apartados en sus dormitorios o en el cuarto de juegos. Con motivo de la guerra en las colonias americanas, la capital estaba llena de los vistosos uniformes de los oficiales que, o bien iban de camino a luchar contra el traidor general Washington y su variopinto ejército, o habían vuelto recientemente de la campaña. A juzgar por lo que Arthur oía en boca de dichos individuos, la guerra no iba tan bien como la prensa londinense daba a entender.
En cualquier caso, aquel verano de 1780, la gente de la capital estaba preocupada por acontecimientos mucho más próximos. Lord George Gordon, un ferviente opositor a la Iglesia de Roma, había estado agitando al populacho londinense. En una serie de reuniones públicas, afirmó que existía una conspiración tras la ley que se había aprobado hacía dos años y que restablecía algunos derechos civiles de los católicos. Cierto domingo, Arthur y su padre estaban paseando por Hyde Park cuando se toparon con una multitud que escuchaba uno de los feroces ataques de Gordon contra los católicos que conspiraban para hacerse con el poder en Inglaterra. Gordon, con el rostro colorado y resoplando, hendía el aire con los puños mientras protestaba furiosamente contra sus enemigos, y manejaba a su audiencia como a un violín barato. Los murmullos de asentimiento de los presentes no tardaron en convertirse en una hirviente expresión de odio. Era la primera vez que Arthur presenciaba las emociones primarias de la multitud, y la experiencia lo asustó.
—Padre —le tiró de la mano a Garrett—. ¿Podemos irnos a casa, por favor? Ese hombre me está asustando.
Una anciana de dientes negros y torcidos oyó el comentario y le dirigió una mirada lasciva a Arthur:
—¡Pues claro, jovencito, eso es lo que quiere! Tenemos muchos motivos para estar asustados. Esos católicos se nos van a desayunar, ¡a menos que nos los comamos nosotros primero!
Garrett se puso entre los dos.
—Deje tranquilo a mi hijo, por favor.
La mujer lo fulminó con la mirada.
—Sólo le estoy diciendo la verdad, señor. Mejor que la sepa antes de que sea demasiado tarde.
Garrett agarró firmemente de la mano a Arthur y se fue alejando poco a poco de la mujer. Se detuvo un momento más para escuchar el apasionado desvarío de Gordon, evaluando la reacción del gentío. Entonces le dijo a su hijo:
—A mí también me está asustando. Venga, vámonos antes de que haya problemas.
A principios de junio, una multitud se congregó frente al Parlamento y gritó su furia a los políticos, en tanto que Gordon y sus seguidores avivaban su ira con aún más discursos y panfletos. Inevitablemente, el populacho recurrió a la violencia y, en los días que siguieron, Arthur vio unas gruesas volutas de humo que se alzaban hacia el cielo mientras la muchedumbre expresaba su furia por las calles del East End. La mañana del 7 de junio, de camino a la escuela, Arthur había tenido que detenerse frente a una tienda para dejar pasar a una horda de borrachos que iban gritando consignas anticatólicas, mientras se apresuraban para unirse a los alborotadores. Se los quedó mirando con los ojos muy abiertos hasta que hubieron pasado, y luego hizo todo el camino hasta la escuela corriendo.
* * *
—¿Y esto qué significa? —Anne le enseñaba la nota del comandante Blyth a su hijo agitándola en el aire.
La mujer llevaba un vestido de terciopelo y estaba sentada frente a la mesa de maquillaje del tocador, donde se estaba aplicando lunares postizos para la fiesta de aquella noche. Asistiría ella sola, puesto que Garrett llevaba una semana confinado en la cama con tos. El médico le había prescrito reposo y sanguijuelas. Garrett había accedido al primer tratamiento, pero se empeñó en que, en cuanto al segundo, ya tenía más que suficiente con sus banqueros.
A Arthur lo habían ido a llamar a su habitación en cuanto su madre acabó de leer la nota y, en aquellos momentos, se hallaba de pie en la puerta, con la mirada gacha.
—¡Vamos, explícate!
—Hubo una pelea, madre. Son cosas que pasan en las escuelas.
Ella le clavó una mirada fría.
—No te atrevas a dirigirte a mí en ese tono.
—Lo siento.
—El comandante Blyth me informa de que tú empezaste la pelea.
—Sí, madre.
—¿Por qué?
—Me insultaron.
—De modo que pensaste que lo arreglarías a gritos.
—No, simplemente le pegué un puñetazo.
—¿Le pegaste un puñetazo? —Anne miró el débil cuerpo de su hijo—. Me sorprende que el otro chico no te partiera en dos. Tuviste suerte de que el comandante Blyth estuviera cerca para separaros.
Arthur se encogió de hombros.
—Parece que mi fortuna está cambiando.
—¿Y qué quieres decir con eso exactamente?
Por un momento, Arthur sintió que sus emociones se precipitaban hacia la superficie y tuvo que hacer una pausa para controlarlas.
—Esto no me gusta, madre. Nunca me ha gustado. No me gusta la escuela. No me gusta Londres. No me gusta sentirme abandonado por padre y por ti…
—¡Oh, crece de una vez, Arthur! —le espetó su madre, que dejó bruscamente la nota del comandante—. No puedes pasarte la vida escondido en un páramo ventoso irlandés. Es en Londres donde ocurren las cosas. Aprovéchalo al máximo.
—Estoy harto de Londres.
—Arthur —prosiguió ella en un tono más amable—, ahora ésta es tu casa y será mejor que te acostumbres. También es mi hogar, y el de tu padre, y nos gusta estar aquí. Por favor, trata de no estropeárnoslo.
—¿Y qué pasa si se acaba el dinero?
—¿Cómo dices?
—No soy idiota, madre. Sé lo que es un descubierto. Te oí hablar de ello con padre la otra noche. ¿Qué pasará cuando le exijan el pago inmediato de sus deudas?
—Eso no va a ocurrir. A nadie le interesa arruinar a un lord. Y puesto que has decidido tomarte tanto interés en los asuntos financieros de otras personas, deberías saber que tu asignación sólo se ha visto reducida temporalmente. En cuanto termine la guerra en las colonias americanas, los mercados recuperarán la confianza y nuestros ingresos volverán a su nivel anterior. Así pues, no te preocupes por eso, por favor.
Arthur se la quedó mirando unos instantes.
—¿Eso es todo, madre?
—¡No, por supuesto que no es todo! —Blandió la nota—. Esta pelea tuya no es lo único que me ha comentado el comandante Blyth. Por lo visto, eso no es más que un síntoma de un fracaso mayor. Dice que eres… «soñador, holgazán, descuidado y displicente». Dice que no estás progresando en ninguna asignatura y que tienes escasa relación con tus compañeros y profesores. Bueno, ¿qué dices a eso?
—Es verdad.
—Ya veo… Entonces debes ser castigado.
—¿Se lo dirás a padre?
—No. De momento no. No se encuentra bien. Parece que no se ha quitado de encima ese resfriado que cogió en primavera. No tengo ningún deseo de hacer que su salud empeore hablándole de tus lamentables resultados escolares.
Arthur intentó disimular su decepción. En realidad, quería que su padre se enterara de su descontento; tal vez así reconsiderara su traslado a Londres. Quizá su padre entendería lo que no entendía su madre.
—Ahora vete. —Anne señaló la puerta con impaciencia—. Tengo mucho que hacer antes de irme.
Arthur asintió con la cabeza, salió calladamente del tocador de su madre y cerró la puerta tras él. Se dirigió a la escalera para subir de nuevo a su dormitorio pero, al llegar al primer escalón, oyó un extraño sonido proveniente de la calle, frente a la casa, un rítmico y discordante rumor. El ruido ganaba en intensidad, por lo que el chico se alejó de la escalera, se dirigió a las puertas del balcón del primer piso, que daba a la calle, y salió al aire nocturno. Abajo, una larga columna de soldados marchaba por la calle adoquinada y eran sus botas claveteadas las que provocaban el fuerte ruido que Arthur había oído desde el interior. Tres oficiales iban a caballo a la cabeza de la columna y, en un momento de ánimo infantil ante una visión tan soberbia, Arthur sonrió y los saludó con la mano. Sólo lo vio un sargento que no le devolvió el saludo: su expresión era grave y crispada antes de volver la mirada al frente. Arthur siguió contemplando la columna que pasaba serpenteando. Intentó contarlos, pero abandonó cuando llegó a doscientos, ya que seguían viniendo más. Centenares más. Al final pasó la cola de la columna y él siguió mirando hasta verlos desaparecer calle abajo. Sólo entonces fue consciente de una presencia a sus espaldas y, al darse la vuelta rápidamente, vio a su padre envuelto en un grueso abrigo, apoyado en el marco de la puerta para sostenerse. Hacía días que Arthur no lo veía y quedó horrorizado ante la palidez de su piel y lo hundidos que tenía los ojos.
Garrett esbozó una leve sonrisa.
—¿Soldados, eh? Por lo visto, finalmente el gobierno se ha decidido a poner a Gordon y a su chusma en su sitio.
—¿Habrá enfrentamientos, padre?
—Tal vez. Pero lo dudo.
—¿Los soldados les dispararán?
—No. —Garrett se rio y alborotó los rubios cabellos de su hijo—. Por supuesto que no. No será necesario. Sólo con verlos el populacho saldrá corriendo para salvar la vida.
Mientras el ruido de las botas se desvanecía, oyeron un débil sonido a lo lejos: el confuso bramido de una multitud que se elevaba y declinaba como una brisa caprichosa. Intercalados con los gritos, se oía algún que otro estallido de un arma de fuego. Garrett salió al balcón y apoyó la mano en el hombro de su hijo, mientras concentraba la atención en los distantes sonidos. Arthur notó que a su padre le temblaba la mano y lo atribuyó al frío del aire nocturno. Su padre tosió. Volvió a toser y su cuerpo se convulsionó con un acceso de tos. Arthur levantó la mano y le golpeó suavemente la espalda, tras lo cual se la acarició hasta que el acceso remitió.
—Deberías volver a la cama, padre.
—¿Qué pasa, que ahora eres médico a la vez que púgil? —sonrió—. Oí parte de vuestra conversación.
Arthur le devolvió la sonrisa con aire de complicidad y, por un momento, le pareció que su relación era como antaño, como antes de que se mudaran a Londres.
—Hace días que no te veo —siguió diciendo su padre, que entonces frunció el ceño—. Da la sensación de que ha sido más tiempo. En realidad, no recuerdo la última vez que tuvimos una conversación como es debido.
—Yo sí. Fue hace dos años. En Dangan.
Su padre se rio y empezó a toser otra vez por unos momentos.
—Eso fue hace mucho tiempo. La vida entonces era mucho más tranquila.
—La vida era mejor, padre.
Garrett se volvió para mirar a su hijo, y vio que la expresión de infelicidad del rostro del pequeño era palmaria. Le dio un apretón en el hombro a Arthur.
—No te gusta nada estar aquí, ¿no es cierto?
—Lo es.
Garrett movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Debería haberme dado cuenta. Últimamente no te he prestado mucha atención.
—No.
—Lo lamento… Debo admitir que estoy un poco harto de la vida de aquí. Es demasiado ornamental. Con muy poca sustancia. Y muy cara. La atmósfera tampoco me sienta nada bien. Quizá tendríamos que marcharnos durante un tiempo. Tomarnos unas vacaciones. Regresar a Dangan a pasar unos cuantos meses. ¿Te gustaría?
—Sí. —Arthur habló en voz baja, pero tenía el corazón henchido de esperanza—. Podríamos aprender juntos la pieza del doctor Buckleby.
—¿Qué? ¡Ah, sí! Esa dichosa composición… Será interesante ver si todavía conserva su habilidad. En cuanto me sienta mejor, hablaré con…
Lo interrumpió el traqueteo de una descarga de mosquetería y ambos se volvieron en la dirección del distante griterío. Un horrible ruido agudo se alzó de la multitud invisible y Arthur sintió que un escalofrío le recorría la espalda cuando se dio cuenta de que lo que estaba oyendo eran chillidos. Una enorme concentración de personas que gritaban aterrorizadas.
—¿Qué está ocurriendo, padre?
—No estoy seguro. —Aguzó el oído—. Parece una batalla. O una masacre.
Permanecieron allí un rato más, escuchando. Se dispararon más descargas y los gritos continuaron sin cesar, subiendo y bajando de intensidad.
—¿Qué demonios pasa ahí afuera? —gritó Anne desde dentro. Al cabo de un momento salió al balcón—. ¡Garrett! Deberías estar en la cama. No estás…
—¡Calla! ¡Escucha!
Los sonidos de la violencia llegaban claramente por encima de los tejados y Anne abrió desmesuradamente los ojos, sorprendida.
—¡Dios mío! Parece que hay un buen altercado. Espero que no llegue hasta aquí. —Le dio un beso en la mejilla a su marido—. Ahora me voy a la fiesta. He mandado a O’Shea a buscar el carruaje.
—¿Crees que es sensato salir de casa?
—¿Y por qué razón no iba a serlo? Los disturbios están en dirección contraria.
—Por ahora.
—¡Oh, vamos! No hay por qué preocuparse. Ahora vuelve a la cama.
De repente, se oyeron unos gritos desde más arriba de la calle. Entonces empezaron a ver unas sombras oscuras que pasaban fugazmente de una farola a otra. Mientras miraban aparecieron más, como ratas huyendo para salvar la vida, algunas de ellas dando chillidos de pánico. Luego oyeron unos gritos ásperos y el sordo rumor de las botas del ejército que se abalanzaba calle abajo en dirección a la casa.
—¡Cójanlos! ¡Atrapen a esos cabrones! —bramó una voz.
Entonces Arthur pudo distinguir las formas de los soldados entre la gente que huía por la calle. Habían calado las bayonetas y sus siniestras puntas brillaban a la luz de las farolas, mientras ellos corrían tras su presa. Arthur aguantó la respiración cuando vio que uno de los soldados golpeaba a un hombre con la culata de su mosquete en la parte posterior de la cabeza; cuando su víctima cayó al suelo, el soldado le dio la vuelta a su arma con calma y clavó la bayoneta en el pecho de aquel hombre, la retorció y la sacó antes de seguir con la persecución.
De repente, les llegó un grito desde debajo mismo del balcón. Una mujer había visto a la familia que miraba la calle y los estaba llamando.
—¡Déjennos entrar! Por compasión, déjennos entrar. ¡Aquí afuera nos están matando!
La mujer corrió hacia la puerta y empezó a golpear la reluciente pintura. Un soldado se detuvo en mitad de la calle y Arthur vio que era el sargento al que había visto pasar anteriormente, sólo que entonces iba empuñando una espada. El hombre cruzó la calle dando grandes zancadas y subió a la acera. Con la mano que tenía libre agarró a la mujer del pelo, tiró de ella para apartarla de la puerta y la arrojó dando tumbos al sumidero. Ella profirió un grito de dolor que se transformó en terror cuando el brazo de la espada se alzó en el aire. Entonces la hoja descendió con un centelleo atravesando la pálida mano que ella había levantado para intentar rechazar la hoja, y al cabo de un instante se oyó un crujido cuando la espada penetró en su cráneo. La mujer quedó tumbada en la calle, mientras una aureola oscura se encharcaba lentamente en torno a su cara.
—¡Adentro! —ordenó Garrett, que empujó a su esposa e hijo hacia las puertas. Ellos no se resistieron y se retiraron enmudecidos por el horror que había fuera. Garrett cerró las puertas y corrió las cortinas, impidiendo así que se viera la calle.
—¡Oh, Dios mío! —murmuró Anne—. ¿Lo has visto? ¿Viste lo que le hizo a esa mujer? Creo que voy a vomitar. Garrett… ¿Garrett?
Arthur se dio la vuelta y vio que su padre se agarraba el pecho. Emitía unos leves resoplidos desesperados mientras intentaba respirar.
—¿Padre? —Arthur lo agarró del brazo—. ¿Padre? ¿Qué te ocurre?
Garrett meneó la cabeza, su rostro se crispó en una expresión de terrible sufrimiento. Anne dio un grito y él se desplomó en el suelo.