La voz se apaga.
La señora Ross, inclinada sobre él, se balancea como un junco al viento. Donald se asombra de cómo ha cambiado: su cara, incluso semioculta por el pelo, es más dulce, más afable, y los ojos son todo brillo y color, como un agua resplandeciente, con las pupilas reducidas a casi nada.
Se resiste a pronunciar el nombre «Maria». Piensa que quizá sea mejor que ella no llegue a saberlo. Para que no sienta el dolor de una pérdida, el pesar por una posibilidad frustrada.
Ahora se abre ante Donald un túnel muy largo, y él tiene la sensación de estar mirando a través de un telescopio invertido que hace las imágenes muy pequeñas pero muy nítidas.
Un túnel de años.
Él mira con asombro: al final del túnel ve la vida que habría tenido al lado de Maria: su boda, los hijos, las peleas, las pequeñas desavenencias. Las discusiones acerca de su trabajo. Su traslado a la ciudad. El contacto de su cuerpo.
El gesto con que él le alisaría con el pulgar el pequeño pliegue de la frente. La forma en que ella lo sermonearía. Su sonrisa.
Él le sonríe a su vez, recordando cómo ella se quitó el chal para taponarle la herida en el partido de rugby el día que se conocieron, hace un montón de años. La sangre de él en el chal de ella los había unido.
La vida desfila ante sus ojos como grabada en unos naipes barajados por un tahúr, cada imagen definida y completa hasta el último detalle. Se ve a sí mismo anciano y a Maria aún llena de vitalidad. Discutiendo, escribiendo, leyendo entre líneas, diciendo la última palabra.
Sin pesares.
No parece mala vida.
Maria Knox nunca conocerá la vida que habría podido tener, pero Donald la conoce. La conoce y está contento.
La señora Ross lo mira, con la cara envuelta en bruma, bañada de luz y humedad, hermosa. Está muy cerca y muy lejos. Parece que le pregunta algo pero él, sin saber por qué, ya no la oye.
Pero todo está diáfano.
Y Donald no pronuncia el nombre de Maria, ni dice nada más.