Andrew Knox está sentado frente a Mackinley, fumando en pipa. El resplandor de las llamas les tiñe la cara de un cálido tono naranja, y hasta Mackinley ha perdido su tinte bilioso. Knox no comparte la evidente satisfacción del otro. Han interrogado al intruso durante más de una hora, sin averiguar nada en concreto, aparte de su nombre, William Parker, que es un trampero y que solía tratar con Jammet. Ha dicho que no sabía que Jammet había muerto, que iba de paso, fue a visitarlo y se encontró la cabaña vacía. Estaba buscando algún indicio de lo que podía haberlo ocurrido a su dueño cuando Angus lo detuvo.

—Usted dice que un asesino no volvería al lugar del crimen. —Es Mackinley quien rompe el silencio—. Pero, si quería los rifles y todo lo demás y no los encontró la primera vez, puede haber esperado a que las cosas se calmaran y vuelto a la cabaña para seguir buscando.

Knox reconoce que el razonamiento es sólido.

—O pensaba que había olvidado algo y ha vuelto a buscarlo.

—No encontramos nada que pareciera ajeno al lugar.

—Quizá se nos pasó por alto.

Knox muerde la pipa; es una sensación agradable sentir cómo los dientes encajan perfectamente en la muesca que han ido marcando en la boquilla a lo largo de los años. Mackinley parece tener mucha prisa en condenar al trampero; su afán de resolver el caso lo impulsa a pretender amoldar los hechos a su idea en lugar de deducir la idea de los hechos. Knox desea hacérselo observar, pero sin herir su amor propio. Al fin y al cabo, el encargado oficial del caso es Mackinley.

—Puede que ese hombre sea sencillamente lo que dice ser: un trampero que trataba con él y que no sabía que había muerto.

—Ya, pero ¿quién entra a husmear en una casa vacía?

—Eso no es un crimen, ni siquiera es insólito.

—No es un crimen, pero es sospechoso. De lo que tenemos, hemos de deducir lo más probable.

—No tenemos nada. No estoy seguro ni de que haya motivos para retenerlo.

Knox ha insistido en que el hombre no es un detenido y hay que tratarlo bien. Ha pedido a Adam que lleve una bandeja con comida al almacén donde lo han encerrado, y encienda fuego. No le ha gustado tener que pedir otro favor a Scott, pero no quería que aquel hombre estuviera, ni aun bajo llave, en la misma casa que sus hijas y su esposa. A pesar de sus palabras, también él ha visto en la cara del desconocido algo que inspira oscuros temores. Le recuerda las caras de los grabados de las guerras contra los indios: caras pintadas, contraídas por el furor, blasfemas, extrañas.

Abren la puerta del almacén por segunda vez, levantan los faroles y ven al prisionero sentado cerca del fuego, inmóvil. No vuelve la cabeza.

—Señor Parker —dice Knox—, nos gustaría volver a hablar.

Se sientan en las sillas traídas anteriormente con este fin. Parker no dice nada ni se vuelve a mirarlos. Sólo su aliento, que se condensa en pálidas bocanadas delante de su cara, denota que está vivo.

—¿Cómo se hizo con el apellido Parker? —pregunta Mackinley. Su tono es insultante, como si acusara al hombre de mentir acerca de su identidad.

—Mi padre era inglés. Samuel Parker. Su padre había venido de Inglaterra.

—¿Su padre era de la Compañía?

—Trabajó para la Compañía toda su vida.

—Pero usted no.

—No.

Mackinley tiene el torso inclinado hacia delante; la mención de la Compañía lo ha atraído con fuerza magnética.

—¿Había trabajado para ellos?

—Hice el aprendizaje. Ahora soy trampero.

—¿Y vendía las pieles a Jammet?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Hace muchos años.

—¿Por qué dejó la Compañía?

—Para no depender de nadie.

—¿Sabe que Laurent Jammet era de la North America Company?

El hombre lo mira, ligeramente divertido. Knox se vuelve un momento hacia Mackinley. ¿Eso se lo ha dicho el otro francés?

—Yo no trataba con una Compañía, yo trataba con él.

—¿Es usted de la North America Company?

Ahora Parker ríe agriamente.

—Yo no soy de ninguna Compañía. Yo cazo y vendo pieles, eso es todo.

—Pero ahora no tiene pieles.

—Ahora es otoño.

Knox pone la mano en el antebrazo de Mackinley en señal de advertencia: procura hablar en tono razonable y amistoso.

—Debe usted comprender por qué tenemos que hacer estas preguntas: el señor Jammet fue asesinado brutalmente. Necesitamos descubrir todo lo posible sobre él, para llevar al asesino ante el juez.

—Él era amigo mío.

Knox suspira. Antes de que pueda decir más, Mackinley vuelve a hablar.

—¿Dónde estaba la noche del catorce de noviembre, hace seis días?

—Ya se lo he dicho. Iba de Sydney House hacia el sur.

—¿Lo vio alguien?

—Yo viajo solo.

—¿Cuándo salió de Sydney House?

Por primera vez, el hombre titubea.

—No estuve en la misma Sydney House, sólo venía de esa dirección.

—Ha dicho que venía de Sydney House.

—He dicho Sydney House no para indicar dónde estaba, sino de qué dirección venía. Estaba en el bosque.

—¿Y qué hacía?

—Cazar.

—Ha dicho que no es la estación de las pieles.

—Cazaba para comer.

Mackinley mira a Knox alzando las cejas.

—¿Eso es normal en esta época del año?

Parker se encoge de hombros.

—Eso es normal en todas las épocas del año.

Knox se aclara la garganta.

—Gracias, señor Parker. Bien… eso es todo por el momento.

Su propia voz le hace sentirse violento, suena como la de un anciano puntilloso. Se levantan para marcharse y entonces Mackinley se vuelve hacia el hombre sentado junto al fuego. Agarra la jarra de agua de la bandeja y la vacía en el fuego apagándolo.

—Deme la bolsa de la yesca.

Parker mira a Mackinley, que no pestañea. Los ojos de Parker son opacos a la luz de la lámpara. Da la impresión de que desea matar a Mackinley allí mismo. Lentamente, se quita la bolsa de piel que lleva colgada del cuello y la entrega a Mackinley. Éste la toma pero Parker no la suelta.

—¿Cómo sé que me la devolverán?

Knox se acerca, deseoso de disipar la tensión.

—Le será devuelta. Yo respondo.

Parker suelta la bolsa y los dos hombres salen del almacén llevándose los faroles y dejando al prisionero a oscuras y con frío. Knox se vuelve a mirar en el momento de cerrar la puerta y ve —o cree ver— al mestizo convertido en una sombra negra en un espacio oscuro.

—¿Por qué ha hecho eso? —pregunta Knox mientras regresan cruzando el pueblo silencioso.

—¿Quiere que prenda fuego a la casa? Conozco a esa gente. No tienen escrúpulos. ¿Ha visto cómo me miraba? Como si quisiera arrancarme la cabellera allí mismo.

Levanta la bolsa a la luz del farol: un zurrón de cuero adornado con bellos bordados. Dentro están los medios de supervivencia del hombre: pedernales, yesca, tabaco y varias tiras de carne seca imposible de identificar. Sin eso, en los bosques probablemente moriría. Mackinley está jubiloso.

—¿Qué le ha parecido? Ha cambiado su historia, para que no podamos comprobar si estaba donde había dicho estar. Hace una semana pudo estar en Dove River sin que nadie se enterara.

Knox no sabe qué responder. También él ha detectado el titubeo de Parker, aquella fisura en su hermetismo, y no encuentra las palabras.

—Eso no es una prueba —dice al fin.

—Es circunstancial. ¿Prefiere creer que lo hizo el chico?

Knox suspira, está muy cansado, aunque no tanto como para eludir esa discusión.

—¿Qué es todo eso de la North America Company? Nunca había oído hablar de ella.

—No es una compañía oficial, pero puede llegar a serlo. André me dijo que Jammet estaba metido en ella. También él lo está. Hace tiempo que los tratantes franceses de Canadá hablan de crear una Compañía para hacernos la competencia. Tienen el apoyo de Estados Unidos y hasta de algunos británicos de aquí.

Mackinley aprieta los dientes. Él es hombre de lealtades simples, y le duele pensar que un canadiense de ascendencia británica pueda enfrentarse a la Compañía. A Knox no le sorprende tanto. La Compañía siempre ha estado dirigida desde Londres por hombres acaudalados que envían a sus representantes (a los que llaman servants) a la colonia para recoger los beneficios. A ojos de los autóctonos, una potencia extranjera se lleva la riqueza del país a cambio de unas migajas.

Eligiendo cuidadosamente las palabras, Knox dice:

—Así pues, podría considerarse a Jammet enemigo de la Hudson Bay Company.

—Si insinúa que el crimen pudo cometerlo un hombre de la Compañía, me parece una idea descabellada.

—No insinúo nada. Pero, si es un hecho, no podemos pasarlo por alto. ¿En qué medida estaba Jammet implicado en la North America Company?

—Ese hombre no lo sabía. Sólo había oído a Jammet hablar de ella hace tiempo.

—¿Y es verdad que André estaba en Sault cuando murió Jammet?

—Echado en el rincón de una taberna, inconsciente, según el dueño. No podía estar en Dove River matando a Jammet al mismo tiempo.

Knox se impacienta. Lo irritan la oficiosidad y la suficiencia de Mackinley, la presencia del prisionero, un individuo de aspecto recio y brutal, y hasta el pobre Jammet y todo el jaleo de su muerte. En su corta historia, Caulfield ha sido una comunidad pacífica, sin ambiciones ni pretensiones. Pero, desde hace unos días, en todas partes se respira violencia y resentimiento.

Su esposa aún está despierta cuando él sube a acostarse. A pesar de que el tal Parker ha sido recluido, su presencia preocupa a la población. Es posible que un asesino esté en el pueblo, separado de sus habitantes por una delgada pared de madera. Ese hombre tiene algo que induce a creer en su culpabilidad. Pero las personas no pueden evitar tener la cara que tienen, ni se las debe juzgar por su aspecto. ¿Es esto lo que hace él?

—Hay personas que no te ponen fácil que sientas aprecio por ellas —comenta mientras se desnuda.

—¿Te refieres al prisionero o al señor Mackinley?

Knox reprime una sonrisa. Mira a su mujer y piensa que tiene cara de cansancio.

—¿Te encuentras bien?

Le gusta cómo se le ondula el pelo cuando ella se lo suelta. Sigue tan lustroso y castaño como cuando se casaron. Ella está orgullosa de su melena y todas las noches se la cepilla cinco minutos, hasta que los cabellos crepitan y se adhieren al cepillo.

—Eso iba a preguntarte yo a ti.

—Me encuentro bien, pero estoy deseando que termine todo esto. Prefiero Caulfield cuando es tranquilo y aburrido.

Ella le hace sitio cuando él se mete entre las sábanas.

—¿Ya sabes la otra novedad?

Por la entonación, Knox comprende que la noticia no es buena.

—¿Qué novedad?

Ella suspira.

—Sturrock está aquí.

—¿Sturrock? ¿En Caulfield?

—Sí. El señor Moody ha hablado con él. Al parecer, conocía a Jammet.

—Santo Dios. —Knox piensa que es asombroso lo que su mujer llega a descubrir por la vía del rumor—. Santo Dios —repite a media voz.

Mientras se acuesta, las dudas se agolpan en su cabeza. ¿Quién iba a imaginar que Jammet tuviera tantas y tan insospechadas amistades? Esa cabaña vacía parece irradiar un extraño magnetismo que atrae a Caulfield a personajes inesperados e indeseables, en busca de Dios sabe qué. Hace diez años que no ve a Thomas Sturrock, desde poco antes de la muerte de Charles, y ha tratado de olvidar aquella entrevista. Ahora no consigue encontrar ni una sola razón inocente que explique la presencia de Sturrock.

—¿Crees que lo mató él?

—¿Quién? —En este momento no recuerda de qué habla su mujer.

—¡Quién! El prisionero, naturalmente. ¿Crees que fue él?

—Duerme —dice Knox, y le da un beso.

La ternura de los lobos
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