Las primeras luces del alba recortan a tres jinetes que vienen del oeste. Ya hace horas que viajan y la llegada del día supone un alivio, especialmente para el que cabalga en último lugar. A esta media luz, Donald Moody tiene que forzar mucho sus ojos miopes. Por más que se ajuste las gafas, en este mundo monocromo las distancias son engañosas y las formas, mutantes. Además, hace frío. Aun enfundado en varias capas de lana y una chaqueta de piel con el pelo por dentro, está aterido, no siente las extremidades. Donald inspira el aire límpido y fragante, tan distinto del de su Glasgow natal, áspero y carbonífero en esta época del año. En esta atmósfera diáfana, el sol parece llegar más lejos; ahora, cuando apenas asoma por el horizonte, las sombras de los viajeros se alargan a su espalda hasta el infinito.

El caballo de Moody, que estaba adelantando al de delante, tropieza, hunde el hocico en los cuartos traseros del tordo y se gana un coletazo de aviso.

—Diantres, Moody —dice el jinete que va delante. El torpe animal que monta Donald o se queda rezagado o choca con el caballo de Mackinley.

—Perdón, señor. —Donald tira de las riendas y su montura agacha las orejas. Se lo compraron a un francés y debe de haberse contagiado de la anglofobia de su amo.

La espalda de Mackinley denota reprobación. Su montura tiene unas maneras perfectas, lo mismo que el caballo que va delante. Pero a Donald a cada paso se le recuerda su inexperiencia: lleva en Canadá poco más de un año, y a veces aún mete la pata en las costumbres internas de la Compañía. Nadie le advierte por adelantado, porque casi la única diversión de estos hombres es verlo pasar apuros, meterse en las ciénagas y ofender a los naturales del país. No lo hacen por maldad, pero está claro que aquí la norma es que el último en llegar tiene que aclimatarse sirviendo de diversión a los veteranos. La mayoría de los hombres de la Compañía tiene estudios, valor y espíritu aventurero, y la vida en este vasto país se les antoja falta de alicientes. Hay peligro (ya se les advierte), pero es peligro de congelación o de pulmonía más que de combate cuerpo a cuerpo con bestias salvajes o indígenas hostiles. Su vida cotidiana se reduce a soportar inconvenientes: el frío, la oscuridad, un tedio virulento y el abuso de un licor detestable. Donald no tardó en darse cuenta de que entrar en la Compañía era como ser enviado a un campo de trabajo, sólo que con más papeleo.

Mackinley, el que cabalga delante de él, es el factor de Fort Edgar. Y el que abre la marcha es Jacob, un empleado nativo que se ha convertido en la sombra de Donald, lo cual resulta un poco embarazoso. Donald no siente gran aprecio por Mackinley, que unas veces se muestra sarcástico y otras campechano, sistema binario con el que trata de atajar las críticas que parece esperar de unos y otros. El joven intuye que Mackinley es tan susceptible porque se siente socialmente inferior a algunos de sus subordinados, incluido el propio Donald, y está siempre al acecho de eventuales faltas de respeto. Donald tiene la impresión de que si Mackinley se despreocupara de estas cosas se lo respetaría más, pero a estas alturas ya no va a cambiar. Por lo que a sí mismo respecta, a Donald le consta que los otros lo consideran un tipo meticuloso y remilgado, útil a su manera, pero no un auténtico aventurero, un hombre de los bosques como los de antes.

Cuando llegó de Glasgow, Donald Moody estaba decidido a ser él mismo; que los otros lo aceptasen tal como era, si querían. Pero desde entonces se ha esforzado valerosamente en mejorar su imagen. Por un lado, ha ido aumentando gradualmente su tolerancia al abrasivo alcohol que es la savia vital del fuerte, a pesar de que le repugna. Al principio, por cortesía, daba pequeños sorbos al ron que extraían de grandes barriles malolientes, pensando que nunca había probado algo tan abominable. Los otros observaban su morigeración y lo dejaban atrás, desentendiéndose de él mientras se adentraban en las regiones de la borrachera, contando largas y aburridas historias y riéndose una y otra vez de los mismos chistes. Donald soportaba pacientemente su indiferencia, pero la soledad iba haciendo mella en él, y llegó un día en que ya no pudo resistir más. La primera vez que agarró una borrachera espectacular, los hombres lo vitorearon y le palmearon la espalda cuando se vomitó en las rodillas. A pesar de la náusea y de aquella agria humedad, Donald sintió un punto de satisfacción: ya estaba integrado, por fin sería para ellos uno más. No obstante, aunque ahora el ron ya no le sabía tan mal, notaba que los otros seguían mirándolo entre divertidos y condescendientes. Aún no era más que el ayudante del contable.

Una brillante idea que tuvo Donald para demostrar de lo que era capaz fue organizar un partido de rugby. En términos generales resultó un desastre, aunque también generó un pequeño rayo de luz que ahora, al recordarlo, lo hace erguirse en la silla.

Si se compara con la mayoría de los fuertes de la Compañía, Fort Edgar es un puesto civilizado, un conglomerado de edificios de madera rodeados de una empalizada, cerca del Gran Lago, que se esconde obstinadamente detrás de una franja de abetos, despreciando un impresionante panorama de islas y bahía. Lo que hace de Fort Edgar un lugar civilizado es la proximidad de colonos, los más cercanos los de Caulfield, junto a Dove River. Los habitantes de Caulfield, a su vez, se alegran de vivir cerca de la factoría, que está bien surtida de mercancías importadas de Inglaterra y de hombres íntegros y cabales. Éstos, por su parte, también se alegran de estar cerca de Caulfield, que a su vez está bien surtido de mujeres blancas de habla inglesa a las que, en ocasiones, se puede convencer para que adornen con su presencia los bailes y otros actos sociales que se organizan en el fuerte… por ejemplo, los partidos de rugby.

La mañana del partido, Donald se notaba nervioso. Los hombres estaban hoscos y tenían la mirada turbia, tras una velada dedicada a la bebida, y Donald vio con inquietud que llegaban unos espectadores. Su inquietud se acrecentó cuando los tuvo delante: un hombre alto, con estampa de severo predicador, y sus dos hijas, que sonreían nerviosamente al verse rodeadas de hombres solteros y más bien jóvenes.

Las hermanas Knox observaron el desarrollo del partido con extrañeza. Durante el viaje, su padre había intentado explicarles las reglas, tal como las entendía él, pero su noción del juego era bastante vaga y sólo había conseguido desconcertarlas más aún. Los jugadores corrían por el prado en tropel, con una pelota (un pesado hatillo, confeccionado por la esposa de un voyageur) casi siempre invisible.

A medida que avanzaba el partido se calentaban los ánimos. El equipo de Donald parecía haberse puesto de acuerdo para no dejarlo jugar, sus compañeros hacían caso omiso de sus gritos pidiendo un pase. Él corría de un lado a otro, con la esperanza de que las muchachas no se dieran cuenta de lo superflua que era su actuación cuando, por fin, vio que la pelota venía hacia él despidiendo peludas partículas de relleno. La atrapó y echó a correr por el campo, decidido a anotar, cuando de pronto se encontró en el suelo, sin resuello. Jacob, un mestizo de piernas cortas, agarró la pelota y salió corriendo. Donald, decidido a no dejar pasar su oportunidad, lo persiguió y le atenazó las piernas con un placaje duro pero legal. Un gigantón que trabajaba de timonel se llevó la pelota y anotó.

El grito de triunfo que lanzó Donald desde el suelo se le quebró en la garganta. Al apartar las manos del estómago vio que las tenía manchadas de una sustancia oscura y caliente y que Jacob estaba de pie frente a él con un cuchillo en la mano, y que en las facciones del mestizo aparecía, poco a poco, una expresión de horror.

Finalmente, los espectadores comprendieron que había ocurrido algo malo y acudieron corriendo. Los jugadores se congregaron alrededor de Donald, cuya primera reacción fue de bochorno. Vio que el magistrado se inclinaba sobre él con expresión de paternal preocupación.

—… una herida leve. Un accidente… la pasión del momento.

Jacob estaba consternado y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Knox examinaba la herida.

—Maria, dame el chal.

Maria, la menos bonita de las dos hermanas, lo hizo, pero era la cara invertida de Susannah lo que Donald miraba fijamente mientras le oprimían la herida con el chal.

Donald empezó a sentir un dolor sordo en el estómago y que se estaba quedando frío. Olvidado el partido, los jugadores se paseaban inquietos y encendían sus pipas. Pero Donald miró a Susannah y vio preocupación en sus ojos. Entonces descubrió que le era indiferente cuál fuera el resultado del partido, haber mostrado hombría y coraje e incluso que su propia sangre le estuviera empapando la camisa. Se había enamorado.

La herida tuvo el extraño efecto de convertir a Jacob en su amigo perpetuo. Al día siguiente del partido, apareció junto a la cama de Donald y le expresó su terrible y profundo pesar con lágrimas en los ojos. La bebida le había empujado a hacerlo, el mal espíritu lo había poseído. No obstante, en desagravio se proponía cuidar de Donald personalmente mientras éste estuviera en el país. Donald se conmovió y cuando sonrió y le tendió la mano en señal de amistad, Jacob le sonrió a su vez. La suya fue quizá la primera sonrisa de verdadera amistad que veía en estas tierras.

Donald se deja resbalar de la silla y medio se tambalea al tocar tierra. Luego golpea el suelo con los pies para desentumecer las piernas. A su pesar, se siente impresionado por las proporciones y la elegancia de la casa a la que han venido; en especial, porque le parece que esto pone a Susannah más lejos de su alcance. Pero Knox sale a recibirlos sonriendo afablemente, aunque apenas puede disimular la alarma al ver a Jacob.

—¿Él es su guía? —pregunta.

—Es Jacob —dice Donald, sonrojándose, pero Jacob no parece ofenderse.

—Un buen amigo de Moody —explica Mackinley con ironía.

El magistrado está desconcertado; juraría que la última vez que lo vio, este hombre acababa de clavarle un cuchillo en el estómago a Donald. Se dice que seguramente se equivoca.

Knox les cuenta todo lo que sabe y Donald toma nota. No tarda mucho en poner por escrito los hechos conocidos. Tácitamente, todos coinciden en que no hay posibilidad de encontrar al autor, salvo que alguien haya visto algo, y en una comunidad como ésta siempre hay alguien que ve algo. El chismorreo es el fluido vital de las poblaciones pequeñas. Donald pone hojas en blanco encima de sus notas y las endereza con un hábil movimiento, mientras se disponen a visitar la escena del crimen. Él teme esta parte del procedimiento y confía en no ponerse en evidencia mareándose o —se tortura imaginando la peor posibilidad— echándose a llorar. Él nunca ha visto un cadáver, ni siquiera el de su abuelo. Aunque no es probable que ello ocurra, imagina con un horror casi masoquista las bromas que eso le valdría. No podría soportarlo; tendría que regresar a Glasgow de incógnito y probablemente cambiarse el nombre…

Con estas cavilaciones, el viaje hasta la cabaña pasa en un suspiro.

La ternura de los lobos
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