Las partidas de búsqueda no han encontrado el rastro del fugitivo y el histerismo causado por la desaparición de la señora Ross se ha calmado, visto el estoicismo del marido. Se supone que la mujer acabará por encontrar a Moody y a su hijo. Mackinley no parece haber relacionado ambas desapariciones y se pasa la mayor parte del tiempo en su habitación, cavilando o deambulando por la casa de los Knox como un espíritu vengador, con la rabia impotente del que, después de tener en la mano lo que buscaba, lo ha perdido.

Los Knox ya ni lo mencionan, como si fingir que no existe pudiera hacerlo desaparecer. Knox le insinúa que podría regresar a Fort Edgar y esperar allí noticias de Moody, pero Mackinley se niega. Está decidido a quedarse y seguir enviando mensajes con la descripción del fugitivo. Para él lo primero es cumplir con su deber, y eso afirma estar haciendo. Knox no está tan seguro.

Esta noche, después de la cena, Mackinley se ha puesto a hablar de la suerte. Vuelve a su tópico favorito, los héroes de la Compañía, y obsequia a Knox con la ya familiar historia de un tal James Stewart que un invierno, con una ventisca infernal, condujo a sus hombres en una expedición alucinante a llevar provisiones a un puesto lejano. Mackinley está bebido. Hay en sus ojos un brillo malicioso que alarma a Knox: si está borracho no es de lo que ha bebido durante la cena, luego debe de beber en su habitación.

—Pero ¿entiende lo que le digo? —Mackinley habla a Knox pero mira la nieve, en la que parece ver una afrenta personal. Trata de mantener un tono de voz suave, de no gritar, de no parecer un hombrecito mediocre. Knox detecta la afectación, que no deja de tener un extraño efecto inquietante—. ¿Y sabe lo que le hicieron a un hombre tan formidable como él? Porque era excepcional, se lo aseguro. Un excelente servant de la Compañía que lo daba todo por ella. Ahora debería estar dirigiéndola, pero no, lo marginaron, lo enviaron a un lugar dejado de la mano de Dios, donde no hay pieles de ninguna clase, un desierto. Y todo por una racha de mala suerte. No es justo. No es justo, ¿verdad que no?

—No, desde luego. —Tampoco es justo que a él le haya caído en suerte un huésped como Mackinley, y Knox no tiene a nadie a quien ir a lamentarse. Podría haber ido él en busca del chico Ross, dejando aquí a Moody. Susannah lo habría preferido.

—Pero yo no consentiré que me marginen. Conmigo no harán eso.

—Seguro que no. Esto no ha sido culpa suya.

—Pero ¿cómo puedo estar seguro de que ellos lo verán así? Yo soy el responsable del mantenimiento de la ley y el orden en mi fuerte y alrededores. Quizá, si usted escribiera una carta exponiendo los hechos… —Mackinley mira a Knox con sorpresa, como si la idea acabara de ocurrírsele.

Knox ahoga una exclamación de incredulidad. Se había preguntado si el otro le haría semejante petición, pero lo había desechado por considerarlo una desfachatez, incluso para un individuo semejante. Se toma un momento para preparar su respuesta.

—Si yo escribiera esa carta, señor Mackinley, tendría que exponer los hechos tal como yo los conozco, para evitar confusiones. —Lo mira con gesto inexpresivo y sereno.

—Bien, por supuesto… —empieza Mackinley y se interrumpe, con los ojos muy abiertos—. ¿A qué se refiere? ¿Qué le dijo Adam?

—Adam no me dijo nada. Yo vi con mis propios ojos el efecto de los métodos que usted emplea para administrar su concepto de la justicia.

Mackinley lo mira con súbita furia, pero no responde. Knox siente una malsana satisfacción por haberle cerrado la boca.

* * *

Cuando finalmente Knox sale de casa, la nieve y las nubes se combinan para producir una luz pálida que vuelve aún más frío el anochecer. Aunque los días son más cortos y el sol traza un recorrido muy bajo, en el aire se percibe una especie de promesa de compensación —quizá el anuncio de una aurora boreal— que lo anima a caminar con paso ligero. Es curioso que se sienta tan despreocupado cuando está tentando a la suerte.

Thomas Sturrock abre la puerta de su habitación dejando escapar al pasillo un vaho cargado de humo. Evidentemente, este hombre considera que el aire puro debe quedar en el exterior.

—Me parece que esta noche nadie nos molestará. Ha habido contienda doméstica y mis caseros están ocupados en otros menesteres.

Knox no sabe qué contestar a esto. La verdad es que no lo seduce la idea de enfrentarse a un John Scott bebido. Quizá sea preferible que éste desahogue sus frustraciones en su esposa y ofrezca en público la imagen del buen ciudadano. De inmediato se avergüenza de este pensamiento.

—Recibí su nota, y me gustaría oír lo que tiene que decir. —Knox se recuerda que debe mantenerse en guardia frente a Sturrock.

—Antes, mientras registrábamos la orilla del río, pensé en Jammet. —Sturrock sirve dos vasos de whisky, levanta el suyo y hace girar el líquido ámbar—. Y me acordé de un hombre al que conocí en los tiempos que buscaba desaparecidos. Se llamaba Kahon’wes.

Knox se mantiene a la expectativa.

—No estaba seguro de si debía hablar de ello… Me preguntaba por qué alguien querría matar a un tratante como Jammet, por qué motivo. Y sospecho, aunque no tengo la certeza, desde luego, que pudiera ser por la tablilla.

—¿La tablilla de hueso de la que antes me habló?

—Sí. Le dije que la necesitaba para un estudio que estoy haciendo, y quizá se le haya ocurrido que, si yo me tomo tantas molestias para conseguirla, también podría haber otras personas dispuestas a llegar hasta ciertos extremos. No obstante… qué demonios, ni siquiera sé si es lo que imagino. —A la luz de la lámpara, su cara aparece seca y ajada.

—¿Qué cree que es?

Sturrock bebe y hace una mueca, como si su vaso contuviera jarabe medicinal.

—Quizá le parezca absurdo, pero… creo que es la prueba de la existencia de una antigua escritura india.

El primer impulso de Knox es reírse. Absurdo, desde luego, ¡una novela de aventuras para adolescentes! En su vida ha oído algo tan ridículo.

—¿Qué le hace pensar eso? —Sturrock nunca le ha parecido un idiota, a pesar de sus fallos. Quizá lo ha juzgado mal y éste sea su punto flaco, la razón por la que, a los sesenta y tantos años, lleva una chaqueta anticuada con las bocamangas deshilachadas.

—Veo que le parece una idea descabellada. Tengo mis razones. Hace más de un año que lo investigo.

—¡Pero es bien sabido que no existe tal cosa! —Knox no puede contenerse—. No hay prueba alguna. De haber existido escritos, quedarían vestigios… y no es así.

Sturrock lo mira muy serio. Knox adopta un tono conciliador.

—Perdone mi escepticismo, pero suena a fantasía.

—Quizá. Lo cierto es que hay personas que lo creen posible. ¿Eso lo admite?

—Sí. Desde luego, puede haberlas.

—Y si yo busco esa prueba, también otros pueden estar buscándola.

—Es posible.

—Bien, pues verá lo que he pensado: el hombre del que le hablé, Kahon’wes, era una especie de periodista, un escritor. Era indio, pero poseía notables cualidades para el oficio: inteligente, culto, capaz de hilvanar bonitas frases, etcétera. Siempre pensé que debía de tener algún antepasado blanco, pero no llegué a preguntárselo. Era muy orgulloso y estaba obsesionado con la idea de que los indios tenían una gran cultura propia, equivalente en todo a la de los blancos. Lo creía así con un fervor religioso. Él veía en mí a un simpatizante, y yo lo era, en cierta medida… Pero el pobre era inestable. Al ver que no conseguía causar la impresión que esperaba, se dio a la bebida.

—¿Qué insinúa?

—Que él, o alguien como él, que crea apasionadamente en la causa de la nación y la cultura indias, haría cualquier cosa por conseguir semejante prueba.

—¿Ese hombre conocía a Jammet?

Sturrock parece sorprenderse un poco.

—Eso no lo sé. Pero la gente siempre se entera de las cosas, ¿no? No has de conocer necesariamente a una persona para desear lo que posee. Yo mismo no conocía a Jammet hasta que lo oí hablar de esa pieza en un café de Toronto. No era un hombre discreto.

Knox se encoge de hombros. Se pregunta si Sturrock lo ha hecho salir de casa para contarle esta extraña historia.

—¿Y dónde vive ahora ese Kahon’wes?

—Lo ignoro. Hace años que lo vi por última vez. Lo conocí cuando él viajaba por la península, escribiendo artículos. Como le digo, se dio a la bebida y desapareció. Oí decir que había cruzado la frontera, pero no sé más.

—¿Y me cuenta esto porque cree que ese hombre puede ser sospechoso? No me parece una razón convincente.

Sturrock mira su vaso vacío. Ya hay polvo en los residuos de líquido, espesándolos.

Kahon’wes me habló de un antiguo lenguaje escrito. Es decir, de la posibilidad de que hubiera existido. Era la primera vez que yo lo oía. —Sturrock tuerce las comisuras de los labios en una fría sonrisa—. Pensé que estaba loco, desde luego. —Se encoge de hombros con un movimiento que a Knox le resulta extrañamente patético—. Entonces vi la tablilla de Jammet. Y me acordé de las afirmaciones de Kahon’wes. Es posible que haberle contado esto desmerezca la opinión que usted tiene de mí, pero me ha parecido que debía conocer todos los hechos. Quizá no tenga importancia, sólo digo lo que sé. Pero no quiero que, por no haber hablado, quede impune un asesinato.

Knox baja la mirada, sintiendo que lo invade la familiar sensación del absurdo.

—Lástima que no revelara antes esta información, antes de que el prisionero escapara. Quizá podría haberlo identificado.

—¿De verdad? ¿Cree usted…? Bien, bien.

Knox no se deja engañar por la expresión de sorpresa que adopta Sturrock. Es más, empieza a poner en tela de juicio toda la historia. Quizá Sturrock tenga otro motivo para hacer recaer la atención en ese indio, desviándola de su propia presencia. En realidad, la historia le parece cada vez más ridícula. Se pregunta si existirá siquiera esa tablilla de hueso, que nadie ha mencionado aparte de Sturrock.

—Bien, gracias por su información, señor Sturrock. Podría sernos… de utilidad. Hablaré con el señor Mackinley.

Sturrock extiende las manos.

—Yo sólo quiero que se haga justicia.

—Por supuesto.

—Hay otra cosa…

«Ah, ahora viene lo que importa», piensa Knox.

—Me preguntaba si podría prestarme un poco más de vil metal.

Durante el corto y gélido trayecto de vuelta a su casa, Knox recuerda de pronto con diáfana y espantosa claridad, la frase que antes ha espetado a Mackinley: «Yo vi con mis propios ojos el efecto de los métodos que usted emplea para administrar su concepto de la justicia». Sin embargo, antes le había dicho, o por lo menos dado a entender, que después del interrogatorio no había vuelto a ver al prisionero. Así pues, sólo cabe esperar que Mackinley estuviera muy bebido, o muy alterado, para darse cuenta.

Vana esperanza, dadas las circunstancias.

La ternura de los lobos
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