Cuando llega el frío, Andrew Knox siente la edad dolorosamente. Ya hace años que las articulaciones empiezan a dolerle en otoño y siguen doliéndole todo el invierno por más capas de franela y lana que les ponga. Ha de pisar con precaución, para mitigar las punzadas en una y otra cadera. Cada otoño empieza un poco antes el dolor.
Pero hoy la desazón se le ha extendido al alma. Se dice que es natural: un hecho violento, un asesinato, trastorna a cualquiera. Pero hay más. Hasta ahora nunca, en ninguno de los dos pueblos, se había asesinado a nadie. «Vinimos aquí huyendo de todo eso —piensa—. Pensábamos que lo habíamos dejado atrás cuando salimos de las ciudades». Y lo afecta lo insólito del hecho: una muerte bárbara, brutal, propia de los Estados del Sur. Durante los últimos años han muerto varias personas, desde luego, de fiebres, de viejas, de accidente, por no hablar de esas pobres niñas… Pero no se ha matado a nadie, y menos indefenso y descalzo. Lo conmueve que la víctima haya muerto en calcetines.
Después de la cena, lee las notas de Scott procurando no perder la paciencia: «La estufa, de un metro de alto y medio metro de profundidad, está tibia». Piensa que este dato puede ser útil. Suponiendo que en el momento de la muerte hubiera un buen fuego, el hogar tardaría treinta y seis horas en enfriarse. Por tanto, el asesinato podría haberse cometido la víspera. A menos que el fuego empezara a extinguirse cuando a Jammet lo mataron, en cuyo caso habría podido ocurrir durante la noche. Pero también es posible que fuera la noche anterior. Es poco lo que han encontrado en la cabaña; sangre sólo había en la cama, donde fue atacado. Se han preguntado si el lugar habría sido registrado, pero sus pertenencias estaban esparcidas con el desorden habitual —al decir de la señora Ross—, por lo que era imposible estar seguros. Scott exclamó con indignación que tenía que ser un nativo: un blanco no podría hacer algo tan bárbaro. Knox no está tan seguro. Varios años atrás lo habían llamado de una granja cerca de Coppermine, después de un lamentable incidente. En algunas comunidades existe la costumbre de fastidiar al novio en su noche de bodas. Se llama «charivari» y es el modo con que el vecindario muestra su reprobación cuando, por ejemplo, un viejo se casa con una mujer mucho más joven. En este caso, el maduro novio fue cubierto de brea, emplumado y colgado de un árbol por los pies delante de su propia casa, mientras los chicos del pueblo desfilaban enmascarados y haciendo sonar silbatos y golpeando cacerolas.
Una broma. Algarada de una juventud alegre.
Pero lo cierto es que el hombre murió. Knox sabía de un muchacho que había intervenido en los hechos, pero, pese a todo, nadie había hablado. ¿Una broma que acaba mal? Scott no había visto la cara abotargada del hombre ni los alambres hundidos en sus tobillos hinchados. Andrew Knox no puede eximir de sospecha a toda una raza basándose sólo en que es incapaz de obrar con crueldad.
Acecha los sonidos del otro lado de la ventana. Fuera de las paredes de su casa puede haber una fuerza maligna. Quizá la perversidad que inspira la idea de arrancar la cabellera a un hombre para arrojar sospechas sobre los de otro color. No permita Dios que sea un hombre de Caulfield. ¿Y qué motivo podía haber para esta muerte? No sería el de robar las viejas y deterioradas pertenencias de Jammet. ¿Tenía oro escondido? ¿Tenía enemigos entre los hombres con quienes negociaba? ¿Quizá una deuda pendiente?
Knox suspira, disgustado con sus propios pensamientos. Estaba seguro de que en la cabaña encontraría indicios, si no respuestas, pero ahora está más desconcertado que antes. Lo mortifica no haber sabido interpretar las señales y, más aún, delante de la señora Ross, una mujer irritante que siempre le hace sentirse incómodo, capaz de conservar su mirada sardónica aún al describir un horrendo hallazgo e incluso al contemplarlo por segunda vez. Esa mujer no goza de muchas simpatías en el pueblo, porque da la impresión de que mira a la gente por encima del hombro, a pesar de que, según se rumorea (y él ha oído contar cosas bastante espeluznantes), no tiene motivos para presumir. No obstante, cuando la miras, todas esas historias parecen increíbles: tiene un porte regio y una cara francamente bonita, aunque su gesto adusto es incompatible con la verdadera belleza. Cuando se acercó al cadáver para comprobar su temperatura, sintió los ojos de ella fijos en él. Casi no pudo controlar el temblor de la mano: no parecía haber carne limpia de sangre que tocar. Al final inspiró hondo (lo que le provocó una náusea) y tocó la muñeca del muerto.
La piel estaba fría, pero tenía tacto humano, normal, como la suya. Por más que trataba de no mirar la horrible herida, sus ojos, al igual que las moscas, parecían incapaces de mantenerse apartados. Los de Jammet lo miraban fijamente, y Knox pensó que en aquel momento debía de hallarse justo donde había estado el asesino. La víctima no dormía, por lo menos al final. Él debía cerrarle los ojos, pero sabía que no podría. Poco después subió a buscar una sábana y tapó el cadáver. Luego comentó que la sangre estaba seca, no manchaba, como si esto pudiera importar. Para disimular su azoramiento, hizo otra observación práctica, y la naturalidad de su propia voz lo repelió. Mañana, por lo menos, él ya no será el único responsable: habrán llegado los hombres de la Compañía y probablemente sabrán qué hacer. Quizá se haya descubierto algo más, quizá alguien haya visto algo y, antes de la noche, el caso esté resuelto.
Y con esta vana esperanza, Knox apila cuidadosamente los papeles y sopla la llama del candil.