La tarde del sexto día divisan por primera vez su punto de destino. Donald, con los pies lacerados, va rezagado; hasta la señora Ross camina más aprisa que él. Imposible abandonar las botas del suplicio, a pesar de que, aun con los pies totalmente vendados, cada paso es una agonía. Además, y esto no lo ha dicho a los otros, ha empezado a dolerle la herida del estómago. Ayer pensó que se le había abierto y, con el pretexto de hacer sus necesidades, se detuvo y se desabrochó la camisa. La herida estaba cerrada, pero un poco inflamada y exudaba un líquido transparente. Probablemente, las fatigas del viaje lo habían agotado. Se repondría en cuanto llegaran a su destino.
Por eso, al ver a lo lejos la factoría —de cuya existencia ha llegado a dudar en los trances más duros—, Donald siente una gran alegría. En este momento no puede imaginar algo más sublime que meterse en una cama para no levantarse en mucho tiempo. Es evidente, se dice jubiloso, que el secreto de la felicidad consiste en variaciones del principio de estar golpeándote la cabeza contra la pared y parar de repente.
Hanover House se levanta en una loma, rodeada en tres de sus lados por un río. Tiene detrás un grupo de árboles, los primeros que los viajeros ven en varios días: abedules y alerces retorcidos y raquíticos, apenas más altos que un hombre, pero árboles al fin. El curso del río es llano y la corriente lenta, pero el agua, que aún no se ha helado —no hace todavía bastante frío—, parece negra entre las orillas nevadas. Ya están cerca y aún no distinguen señales de vida. Donald empieza a temer que allí no haya nadie.
El puesto es del mismo tipo de construcción que Fort Edgar, pero mucho más viejo. La empalizada se vence hacia uno y otro lado y los edificios están grisáceos y deteriorados por las inclemencias del tiempo. El conjunto rezuma un aire vetusto y, aunque se observan señales de intentos de restauración, la impresión general es de abandono. Donald tiene una vaga idea de la causa. Ahora se encuentran en pleno territorio del Shield, al sur de la bahía de Hudson. Esta zona había sido una mina de pieles para la Compañía, pero de eso hace mucho tiempo. Hanover House es sólo un vestigio de antiguas glorias. No obstante, por la parte exterior de la cerca, una serie de pequeños cañones apuntan a la llanura, y alguien se ha molestado en salir a limpiarlos de nieve después de la ventisca. Las achaparradas siluetas negras que se destacan sobre la nieve son la única señal de actividad humana.
La puerta de la empalizada está entreabierta y aquí y allá se ven pisadas en la nieve. Pese a que los tres viajeros y el trineo han estado bien visibles sobre la nieve desde hace una hora, nadie sale a recibirlos.
—Parece que no hay nadie —dice Donald mirando a Parker, en busca de confirmación.
Parker no responde, pero empuja la puerta, que se encalla en la nieve acumulada al otro lado. No han limpiado el patio, lo que en Port Edgar se considera un crimen.
—¿Está seguro de que éste es el sitio? —pregunta Donald y, casi sin darse cuenta de lo que hace, se sienta en el suelo y se quita primero una bota y después la otra. No puede resistir el dolor ni un momento más.
—Sí —dice Parker.
—Quizá lo han abandonado. —Donald mira el desolado patio.
—No; abandonado no. —Parker mira una fina columna de humo que asciende por detrás de un almacén bajo. El humo tiene el mismo color que el cielo.
Donald se pone en pie —sobrehumano esfuerzo— y da unos pasos tambaleándose.
Por la esquina de un edificio aparece un hombre que, al verlos, se para en seco: es alto, moreno, ancho de hombros y tiene el pelo largo y revuelto. A pesar del viento helado, lleva sólo una amplia camiseta de franela abierta hasta la cintura. Al parecer, su flácido corpachón es insensible al frío. El hombre los mira sin pestañear, con la boca abierta en señal de hosca perplejidad. La señora Ross lo contempla fijamente, como si viera a un fantasma. Parker ha empezado a decir que vienen de muy lejos y que Donald es empleado de la Compañía cuando el hombre gira sobre los talones y desaparece por donde ha venido. Parker mira a la señora Ross y se encoge de hombros. Donald oye que ella dice en voz baja:
—Me parece que ese hombre está borracho.
El joven sonríe tristemente. Resulta claro que esta mujer ignora los pasatiempos que se practican durante el invierno en una factoría inactiva.
—¿No tendríamos que seguirlo? —pregunta ella. Como de costumbre, se dirige a Parker, pero Donald se les acerca cojeando. Tiene los pies helados, pero deliciosamente insensibles. Están en un puesto de la Compañía, por lo que considera que a él corresponde tomar la iniciativa.
—Seguro que no tardará en salir alguien. ¿Sabe, señora Ross?, en una factoría, sobre todo, una factoría tan aislada como ésta, los hombres matan el tiempo con lo que tienen a mano.
Los perros, que se han quedado fuera, enganchados al trineo, ladran y se revuelven fieramente. No saben estar parados sin pelearse. Ahora mismo parecen estar luchando a muerte. Parker se acerca a ellos, les grita y los golpea con un bastón, táctica poco grata a la vista pero eficaz. Al cabo de un par de minutos se oyen pasos en la nieve y por la esquina aparece otro hombre. Donald observa con alivio que es blanco, quizá un poco mayor que el propio Donald. Tiene la cara pálida, aire de preocupación y una revuelta mata de pelo rojizo. Parece taciturno pero sobrio.
—Santo cielo —dice con irritación—. Así que es verdad.
—¡Hola! —Donald se siente más animado al oír un acento escocés.
—Bien… bienvenidos. —El hombre suaviza su actitud—. Perdonen, hace tanto tiempo que no recibimos visitas, y además en invierno… Es extraordinario. Les pido disculpas, he olvidado los buenos modales…
—Donald Moody, contable de la Compañía en Fort Edgar. —Donald extiende la mano tambaleándose.
—Ah, señor Moody. Umm, Nesbit, Frank Nesbit, ayudante del factor.
Donald, momentáneamente desconcertado por la expresión «ayudante del factor», cargo que nunca ha oído mencionar, reacciona al fin e indica con un ademán a la señora Ross.
—La señora Ross y… —Parker reaparece en la puerta, una figura amenazadora bastón en mano— eh… Parker. Él nos ha guiado.
Nesbit les estrecha la mano y mira los pies de Donald, horrorizado.
—Dios mío, sus pies. ¿No tiene botas?
—Sí, pero me molestaban y me las he quitado ahí fuera… En realidad no es nada, sólo unas ampollas…
Donald experimenta una grata sensación de vértigo y se pregunta si va a desmayarse. Nesbit no muestra intención de hacerlos entrar, a pesar de que ya es casi de noche y está helando. Parece nervioso y azorado y, en voz alta, se pregunta si podrán acomodarse en las habitaciones de los huéspedes, que están terriblemente descuidadas, o si debería cederles las suyas… Finalmente, después de titubear durante lo que a Donald, que ya no siente los pies, se le antojan horas, Nesbit los conduce a una puerta lateral y, por un pasillo oscuro, a una habitación grande y fría.
—Tengan la bondad de esperar aquí un momento. Haré que enciendan fuego y les traigan algo caliente. Si me excusan…
Nesbit sale dando un portazo. Donald, cojeando, se acerca a la vacía chimenea y se deja caer en una silla.
Parker se va, alegando que tiene que atender a los perros. Donald piensa en Fort Edgar, donde los visitantes son siempre motivo de celebración y objeto de agasajos. Quizá la mitad del personal de aquí haya desertado. Observa que la chimenea está muy sucia, y a continuación sucumbe al agotamiento que ha estado aguardando para apoderarse de él y le cierra los ojos como una mano de terciopelo.
—¡Señor Moody! —La áspera voz de la mujer le hace abrirlos.
—¿Mm? ¿Sí, señora Ross?
—No digamos por qué hemos venido, por lo menos esta noche. Antes hay que ver cómo están las cosas. No hay que ponerlos en guardia.
—Como quiera. —Donald vuelve a cerrar los ojos. Sabe que no podrá mantener una conversación coherente hasta que haya dormido un poco. Sólo estar a resguardo de ese frío ácido y lacerante ya es una delicia.
Ha cerrado los ojos durante lo que le parece un momento, pero cuando los abre hay fuego en el hogar y la señora Ross ha desaparecido. La ventana está oscura y él no tiene ni idea de qué hora es. Pero el calor del fuego es un lujo exquisito y no se siente capaz de moverse. Sólo se levantaría para ir a una cama. Entonces, a pesar del monumental cansancio, advierte que en la habitación hay alguien más. Al volverse ve a una mestiza que trae un cuenco de agua y vendas. La mujer mueve la cabeza de arriba abajo, se sienta en el suelo y empieza a quitarle las tiras de tela ensangrentadas y acartonadas que se le han adherido a los pies.
—Oh, gracias… —Donald se siente un poco cohibido por esta atención y por el repugnante estado de las vendas. Trata de ahogar un enorme bostezo, pero no puede—. Soy… Donald Moody, contable de la Compañía en Fort Edgar. ¿Y tú te llamas…?
—Elizabeth Bird.
Ella apenas lo mira a la cara y se pone a limpiarle las heridas. Donald apoya la cabeza en el respaldo, contento de no tener que hablar, ni siquiera pensar. Sus tareas pueden esperar a mañana. Ahora, al compás de las manos de la mujer que le restaña la sangre de los pies, puede dormir, dormir y dormir.