La última vez que vi a Laurent Jammet él estaba en la tienda de Scott, con un lobo muerto colgado del hombro. Yo iba por agujas y él por la recompensa. Scott quería ver el animal entero desde que un yanqui, a cambio de la recompensa, un dólar, un día le entregó un par de orejas, otro día las patas por otro dólar, y después la cola. Como era invierno, las partes del animal parecían bastante frescas. Pero lo que más irritó a Scott fue que todo el pueblo se enteró del engaño. Así pues, lo primero que vi al entrar en la tienda fue la cara del lobo. Tenía la lengua colgando y enseñaba los dientes. Me estremecí. Scott hablaba a gritos y Jammet contestaba en tono de disculpa; pero no podías enfadarte con él, porque era simpático y, además, cojo. Los dos hombres se llevaron el lobo al fondo de la tienda y, mientras yo miraba las mercancías, se pusieron a discutir acerca de la piel apolillada que cuelga en el dintel de la puerta. Jammet, bromeando, dijo a Scott que ya era hora de que la cambiara. Debajo de la piel hay un letrero que reza: «Canis lupus (macho), primer lobo cazado en la ciudad de Caulfield. 11 de febrero de 1860». El letrero también dice mucho de Scott, que tiene pretensiones de hombre culto, le gusta darse importancia y prefiere la notoriedad a la verdad. Porque ni es el primer lobo que se cazó por estos parajes ni existe en realidad la ciudad de Caulfield, aunque ya le gustaría a él, porque entonces habría consejo municipal y él sería el alcalde.

—Además, era loba. Los machos tienen el cuello más oscuro y son más grandes.

Jammet sabía lo que decía, porque había cazado más lobos que nadie que yo conozca. Sonreía para dar a entender que no tenía intención de ofender, pero Scott es muy quisquilloso y se mosqueó.

—¿Se acordará usted mejor que yo, señor Jammet?

Jammet se encogió de hombros. Como en 1860 él no estaba aquí y, a diferencia de todos nosotros, es francés, tiene que medir sus palabras.

Entonces me acerqué al mostrador.

—Yo también creo que era hembra, señor Scott. El que la trajo dijo que los cachorros estuvieron aullando toda la noche. Lo recuerdo perfectamente.

Y también recuerdo que Scott colgó la loba muerta en la puerta de la tienda, para enseñarla a la gente. Yo nunca había visto un lobo, y me sorprendió que fuera tan pequeño. El animal estaba colgado de las patas traseras, con el hocico apuntando al suelo y los ojos cerrados, como si le diera vergüenza. Los hombres bromeaban y los chiquillos reían, se desafiaban a meterle la mano en la boca y se ponían a su lado, haciendo posturas de cazador.

Scott me miró entornando sus ojillos azules, no sé si molesto porque diera la razón a un extranjero o sólo molesto.

—Y ya sabe lo que le pasó al que la trajo. —Doc Wade, el que cobró la recompensa, se ahogó a la primavera siguiente. Como si esto pudiera poner en tela de juicio su opinión.

—En fin… —Jammet se encogió de hombros y me guiñó un ojo con todo su descaro.

No sé cómo —creo que Scott sacó el tema—, nos pusimos a hablar de aquellas pobres chicas, como ocurre siempre que se habla de lobos. Aunque en el mundo hay infinidad de pobres chicas (yo misma, sin ir más lejos, conozco a bastantes), siempre que aquí se menciona a las «pobres chicas», las aludidas son sólo dos, las hermanas Seton, que desaparecieron hace años. Estuvimos unos minutos haciendo conjeturas, tan morbosas como gratuitas, que cortamos en seco cuando sonó la campanilla y entró la señora Knox, y nos pusimos a mirar con falso interés los botones expuestos en el mostrador. Laurent Jammet cogió su dólar, nos saludó a la señora Knox y a mí con una inclinación de la cabeza y se fue. La campanilla estuvo repicando un buen rato después de que saliera.

Eso fue todo, no pasó nada de particular. Fue la última vez que lo vi.

Laurent Jammet era nuestro vecino más próximo. No obstante, su vida era un misterio para nosotros. A mí me intrigaba cómo podía cazar lobos, con su pierna mala, hasta que me dijeron que usaba trozos de carne de ciervo con estricnina. No es que no se necesite habilidad para seguir un rastro hasta dar con el cadáver resultante, pero, no sé, eso no es lo que yo entiendo por cazar. Ya se ha visto que los lobos han aprendido a mantenerse fuera del alcance de un Winchester, por lo que tontos no son, pero tampoco son tan listos como para desconfiar de un bocado llovido del cielo. ¿Y qué mérito tiene seguir a una criatura hasta que cae muerta, si sabes que está condenada? Jammet tenía otras cosas que llamaban la atención: hacía largos viajes nadie sabía adónde, recibía visitas de tipos taciturnos y misteriosos y hacía breves alardes de una esplendidez sorprendente para un hombre que vivía en una cabaña tan destartalada. Sabíamos que era de Quebec y católico, aunque no iba a misa ni a confesarse (a no ser que sólo practicara su religión durante sus largas ausencias). Era cortés y jovial, pero mantenía cierta reserva, no intimaba con nadie. Y no era feo, diría yo, con el pelo y los ojos casi negros y unas facciones que daban la impresión de que acababan de sonreír o estaban a punto de hacerlo. Trataba a las mujeres con una galantería respetuosa, procurando no incomodar, ni a ellas ni a los maridos. No estaba casado ni parecía echar en falta una esposa. Tengo la impresión de que algunos hombres se sienten más a gusto solos, sobre todo si son desaliñados y no llevan una vida ordenada.

Hay personas que despiertan una envidia inofensiva, exenta de malicia. Jammet era uno de esos seres tranquilos y amables que parecen pasar por la vida sin esfuerzo ni dolor. Yo lo consideraba afortunado, porque me parecía que le eran indiferentes las cosas que a los demás nos hacen encanecer. Él no tenía canas, aunque sí un pasado, del que no solía hablar. Debía de imaginar que también tenía un futuro, pero en esto se equivocaba. Aparentaba unos cuarenta años. No cumpliría más.

Es jueves por la mañana, a mediados de noviembre, unas dos semanas después de aquel encuentro en la tienda. Yo bajo por el camino de nuestra casa, furiosa, preparando el discurso. Probablemente lo ensayo en voz alta, una de las extrañas costumbres que se adquieren fácilmente viviendo en los bosques. El camino —en realidad, apenas más que una franja de tierra apisonada por cascos y ruedas— bordea un tramo del río que forma pequeñas cascadas. Bajo los abedules refulgen al sol retazos de musgo esmeralda. Mis zapatos hacen crujir las hojas cristalizadas por la helada nocturna, un rumor que anuncia el invierno. El cielo está de un azul que casi hiere la vista. Ando deprisa, impulsada por la cólera, con la cabeza alta. Seguramente parezco contenta.

La cabaña de Jammet está a cierta distancia del río, en una parcela de maleza con pretensiones de huerto. Las paredes de troncos sin descortezar han ido palideciendo con los años hasta que el conjunto ha adquirido un aspecto gris y lanudo, más propio de un ser viviente que de una edificación. Es un vestigio de una época pasada: la puerta es un cuero clavado en un bastidor de madera y las ventanas están cubiertas por pergamino aceitado que debe de helarse en invierno. No es sitio que acostumbren visitar las mujeres de Dove River. Yo misma hace meses que no venía, pero es que ya no sé dónde buscar.

No se ve humo que señale vida dentro de la casa, pero la puerta está entreabierta y en el cuero hay manchas de manos sucias de tierra. Doy una voz y unos golpes en la pared. No hay respuesta. Me asomo al interior y, cuando mis ojos se acostumbran a la penumbra, veo que Jammet está en casa y, cómo no, en la cama, a estas horas de la mañana. Casi doy media vuelta, pensando que de poco servirá despertarlo, pero la frustración me hace insistir. No he venido hasta aquí para nada.

—¿Señor Jammet? —empiezo con una voz que me suena de una afabilidad irritante—. Señor Jammet, perdone la molestia, pero es que quería preguntarle…

Laurent Jammet duerme plácidamente. En el cuello tiene el pañuelo rojo que se pone cuando va de caza, para que otro cazador no lo confunda con un oso y le dispare. Por un lado de la cama le asoma un pie, con el calcetín sucio. El pañuelo rojo está en la mesa… Ya tengo la mano en el canto de la puerta, y de pronto todo cambia y deja de ser normal: las moscas del otoño zumban en torno al festín; el pañuelo rojo no está en el cuello, porque está en la mesa, lo que significa…

—Oh —digo y, en el silencio, me sobrecoge el sonido de mi voz—. No.

Me agarro a la puerta para no salir corriendo, y en el mismo instante me doy cuenta de que no podría moverme ni aunque me fuera en ello la vida.

La cosa roja del cuello se ha derramado en el colchón por un surco. Un corte. Estoy jadeando como si hubiera corrido. El bastidor de la puerta es, en este momento, lo más importante del mundo. No sé qué haría sin él.

El pañuelo no ha servido de nada. No ha podido impedir su muerte prematura.

No me las doy de valiente, es más, hace tiempo que descarté la idea de poseer cualidades notables, pero me sorprende la calma con que observo el interior de la cabaña. Mi primer pensamiento es que Jammet se ha matado, pero sus manos están vacías y no se ve arma alguna cerca de él. Una mano le cuelga. No se me ocurre que debería tener miedo. Sé con absoluta seguridad que el responsable de esto ya no está aquí: la cabaña está vacía. Hasta el cuerpo que hay en la cama está vacío. Ya no tiene cualidades: la jovialidad y el desaliño, la puntería, la generosidad y la rudeza se han ido.

Hay otra cosa que me salta a la vista, ya que tiene la cara un poco vuelta hacia el otro lado. No quiero verlo pero está ahí, confirmando lo que, involuntariamente, ya he aceptado, y es que la causa de la muerte de Laurent Jammet no figurará entre las cosas de este mundo que nunca llegarán a saberse. No ha sido un accidente ni un suicidio. Le han arrancado un trozo de cuero cabelludo.

Al fin, aunque quizá han pasado solo unos segundos, cierro la puerta y al dejar de verlo me siento mejor. Pero durante todo aquel día y varios más me duele la mano derecha, de la fuerza con que asía el bastidor, como si quisiera triturar la madera.

La ternura de los lobos
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