Knox va a casa de los Scott a ver a Sturrock. Se hace anunciar por la criada y Scott sale a recibirlo. Lo mira con franca curiosidad, pero Knox no alude al motivo de su visita. Que chismorreen cuanto quieran (lo harán de todos modos, mal que a él le pese), no es asunto suyo. Quizá piensen que Sturrock es otro sospechoso.
Knox es conducido a la habitación del fondo del pasillo, la que los Scott alquilan a los viajantes. La criada llama a la puerta. Sturrock contesta y Knox entra.
Thomas Sturrock ha envejecido. Claro que debe de hacer diez años que lo vio por última vez, y entre los cincuenta y los sesenta, diez años suponen en un hombre la diferencia entre la plenitud y la decadencia. Knox se pregunta si también él habrá cambiado tanto. Sturrock se mantiene tan erguido y elegante como antes, pero parece más delgado, más enteco, más frágil. Se levanta al entrar Knox, disimulando la sorpresa, o lo que sea que siente, con su sonrisa fácil.
—Señor Knox. Supongo que debía esperar su visita.
—Señor Sturrock. —Se estrechan la mano—. ¿Qué tal está?
—Voy encontrando cosas en las que ocuparme durante mi retiro.
—Bien. Supongo que ya sabrá por qué he venido.
Sturrock se encoge de hombros exagerando el movimiento. A pesar de los puños raídos y las ligeras manchas del pantalón, aún parece un dandi. Esto le ha perjudicado más de una vez.
Knox se siente incómodo. Había olvidado el efecto de la presencia de Sturrock y casi había conseguido convencerse de que la historia aceptada por todo Caulfield era cierta.
—Lamento… en fin, usted me comprende. Sé cómo habla la gente. No debe de ser agradable.
Sturrock sonríe.
—No crea que me tienta la idea de contradecirles, si es eso lo que le preocupa.
Knox asiente, más tranquilo.
—Debo pensar en mi esposa. Sería penoso para ella y para mis hijas… Estoy seguro de que usted me comprende.
—Sí, por supuesto.
Pero no ha dicho que esté de acuerdo, advierte Knox. No puede confiar en este hombre: él querrá limpiar su reputación.
—En fin, ¿qué le trae por Caulfield? He oído historias extrañas.
—Que confío en que sean ciertas —dice Sturrock sonriendo.
En este momento, Knox oye un crujido al otro lado de la puerta. Se levanta con sigilo y abre. Aparece John Scott, sosteniendo una bandeja y simulando que acaba de llegar.
—He pensado que les apetecería una copita —dice con una jovialidad que no convence.
—Gracias. —Knox toma la bandeja y lo mira con severidad—. Muy amable. Supongo que sigue interesado en que avale su solicitud de compensación por la cesión del almacén, ¿verdad?
Scott tuerce el gesto y, tratando de salvar la situación, adopta aire de conspirador.
—Es un hombre interesante —susurra moviendo la cabeza en dirección a Sturrock.
A la luz de la lámpara, la cara de Scott tiene un brillo y un tinte sonrosado que repelen. A Knox le recuerda un cerdo de la granja de sus padres que metía el morro por la cerca del huerto y husmeaba con aire remilgado, en busca de buenos bocados. Le choca esta asociación de imágenes, y se limita a asentir con la cabeza mientras cierra la puerta empujando con el pie.
Deposita la bandeja en una mesa.
—El señor Scott no es sólo nuestro tendero, molinero y hostelero, sino también la gaceta local —comenta. Sirve un vaso de whisky a Sturrock—. ¿Puedo hacer algo por usted mientras esté aquí? Que no sea ofrecerle habitación en mi casa, lo que no sería apropiado.
—Es muy amable. —Sturrock parece reflexionar, a pesar de que no necesita hacerlo. Expone a Knox el motivo de su presencia, y éste promete hacer cuanto esté en su mano por ayudarlo, aunque la petición lo desconcierta.
Media hora después, con varios dólares menos en el bolsillo, Knox sale a la calle y descubre que sus pies lo llevan hacia el almacén, una gran mole sin ventanas, que se destaca de las casas iluminadas.
Se para en la puerta —es casi de noche— y tiende el oído hacia el interior. No oye nada y saca la otra llave, confiando en que Mackinley ya se haya ido.
Antes de que sus ojos se habitúen a la oscuridad del interior, comprende que algo ha cambiado. El prisionero no se vuelve a mirarlo.
—¿Señor Parker? Soy el señor Knox.
Ahora el hombre vuelve la cara. Knox tarda un momento en asimilar lo que ve: la cara parece la misma, una talla tosca, sólo que ahora da la impresión de estar sin terminar, o desfigurada por una pifia del cincel. Knox se estremece al observar la tumefacción de la frente y la mejilla y la sombra de la sangre en la piel.
—¡Santo Dios! ¿Qué ha pasado? —exclama antes de que el cerebro pueda dominar la lengua, y se la muerde.
—¿Ahora le toca a usted? —La voz del hombre suena áspera pero átona.
—¿Qué le ha hecho? —Debió insistir en acompañar a Mackinley. Debió fiarse de sus recelos. ¡Maldito sea ese hombre! Lo ha echado todo a perder.
—Pensó que podría hacerme confesar. Pero no puedo confesar lo que no he hecho.
Knox se pasea agitado. Recuerda la confianza de la señora Ross en la inocencia de Parker y se siente inclinado a coincidir con ella. Experimenta el pánico del malabarista que, de pronto, se da cuenta de que tiene demasiadas bolas en el aire y comprende que el desastre y la consiguiente humillación son inminentes.
—Yo… le traeré algo para eso.
—No hay nada roto.
—Le pido disculpas. Esto no debería haber ocurrido.
—A usted le diré algo que no he dicho al otro.
Knox lo mira con expectación.
—Laurent tenía enemigos. Y sus peores enemigos están en la Compañía. Vivo era una amenaza para ellos.
—¿Qué amenaza?
—Era uno de los fundadores de la North America Company. Pero lo peor es que antes era de la Hudson Bay, lo mismo que yo. A los de la Compañía no les gustan los que se vuelven contra ella.
—¿Quiénes, de la Compañía?
Una pausa larga.
—No lo sé.
Knox, a pesar del frío que hace en ese almacén, siente cómo el sudor le resbala por la espalda. Se le ha ocurrido una idea, una idea estúpida e imprudente, impropia de él, pero insistente. Ahora sabe lo que tiene que hacer.
Durante la cena, Knox observa a Mackinley charlar jovialmente, estimulado por el vino y la atención de las señoras. Su voz va subiendo a la par que el color de su cara, mientras se explaya ensalzando las virtudes de los grandes hombres de la Compañía a los que ha conocido. Habla de un factor que zanjó una disputa entre dos tribus indias con perjuicio para ambas, y de un famoso explorador que era capaz de recorrer a pie cientos de kilómetros en lo más crudo del invierno. Al parecer, hasta los guías nativos admiraban su sentido de la orientación y sus dotes de supervivencia, lo cual demuestra que la presunta superioridad innata de los nativos en el conocimiento de los bosques es una falacia: no hay nada en lo que, en las debidas condiciones, el hombre blanco no destaque, y más si es escocés.
Knox observa a Mackinley mientras habla y, a pesar de no intervenir en la conversación, consigue disimular la repulsión que le inspira. Después, su esposa le preguntará si se encuentra bien, y él sonreirá y dirá que sólo está cansado, que no debe preocuparse.
De ahora en adelante, se murmurará de él; los rumores de su incompetencia, de su incapacidad, llegarán lejos. Afortunadamente, está retirado. Si su reputación es el precio de la justicia, está dispuesto a pagarlo.
Ha callado la verdad otras veces. Puede volver a callarla.