Maria Knox observa un fenómeno que ha presenciado muchas veces: el efecto de su hermana en un joven. Está acostumbrada: desde que tenía catorce años y su hermana doce, todos los chicos se chiflaban por Susannah y, en su presencia, se volvían o huraños y tímidos o gritones y jactanciosos, según el carácter de cada cual. A Maria apenas le hacían caso: feúcha y sarcástica, era sólo una compañera de juegos o, más adelante, alguien de quien copiar los deberes. Susannah, en cambio, era alegre y simpática y, con el tiempo, se vio que sería una belleza. Ella nunca fue presumida ni remilgada; destacaba en casi todos los juegos y, aunque consciente de su aspecto, también era modesta y hasta le molestaban las atenciones que recibía. Por el mismo proceso por el que los miembros de una familia (al igual, es de suponer, que los de la sociedad en general) asumen (o se les asigna) un papel automáticamente, Susannah se convirtió en la niña mimada de todos, consentida y protegida de las cosas desagradables de la vida, tales como los retretes atascados o los impuestos, en tanto que Maria pasaba a ser una adolescente sabihonda, inconformista, devoradora de libros, que discutía sobre el expansionismo, la guerra del Sur y otros temas generalmente considerados impropios de una señorita. Hace tres años que está suscrita a varias revistas canadienses y extranjeras. Se declara partidaria de los reformadores, aunque alimenta secretas simpatías por los liberales y suele discutir de política con su padre. Y esto, en una ciudad donde leer un periódico llevando faldas está considerado una extravagancia. Pero Maria sabe que la diferencia entre la capacidad mental de Susannah y la suya propia no es tan grande. Si Susannah hubiera sido fea y, por tanto, se la hubiera tratado con indiferencia, probablemente también se habría convertido en una intelectual. Y Maria reconoce con honradez que, de haber sido ella más agraciada físicamente, no habría tenido tanto afán por adquirir conocimientos. En realidad, las diferencias que determinan el curso de una vida son pequeñas.
De vez en cuando, Maria saca a relucir el tema de la universidad: tiene veinte años y empieza a pensar que si no va pronto le resultará embarazoso. Pero su familia declara que ella es indispensable en casa y, para demostrarlo, la hace intervenir en todo. La madre la consulta en cada una de las cuestiones domésticas, aduciendo que ella no da abasto. («¿Cómo te las apañabas cuando yo era pequeña?», pregunta Maria retóricamente). Su padre suele discutir con ella sus casos. Y Susannah la abraza y gime que sin ella no podría vivir. Desde luego, también puede ser que le falte valor para abandonar Caulfield. (¿Y si en la ciudad no llegara ni a graduarse?). Se lo ha preguntado más de una vez, pero pensar mucho en eso la deprime, de manera que, cuando se le ocurre la posibilidad, abre otro periódico y desecha el pensamiento. Además, si hubiera ido a la universidad este otoño no habría estado aquí para apoyar a su familia en estos momentos difíciles. Su madre se muestra animosa, pero en la mirada se le nota la inquietud. Aparentemente, sólo se trata de alojar en su casa a dos forasteros, pero en el fondo vuelve a atormentarla el terror al bosque, siempre latente en su interior.
Hace dos días que Maria busca la ocasión de estar a solas con su padre para preguntarle por el caso, y no la ha encontrado hasta esta noche. Ella confía en que él le revele sus impresiones y está deseosa de exponerle sus propias teorías. Pero cuando los hombres de la Compañía se van a dormir, la cara de su padre, que nunca presenta buen color, está cenicienta de fatiga. Tiene los ojos hundidos y la nariz más afilada que nunca. Ella, en lugar de hacer preguntas, lo abraza.
—No te preocupes, papá, esto se resolverá pronto y no será más que un mal recuerdo.
—Así lo espero, Mamie.
Le encanta que la llame con el diminutivo de cuando era pequeña; nadie más que él está autorizado a usarlo.
—¿Cuánto tiempo van a quedarse?
—El que haga falta para interrogar a cuanta gente deseen, supongo. Quieren esperar a que vuelva Francis Ross.
—¿Francis Ross? ¿En serio? —Francis tiene tres años menos que ella y por esta razón aún lo ve como aquel muchachito guapo y huraño por el que las chicas de la escuela intercambiaban risitas—. Pero no tienen por qué quedarse en casa. Podrían alojarse en la posada de Scott. Seguro que la Compañía puede permitírselo.
—Desde luego. ¿Cómo se las arreglan tu madre y tu hermana con todo este jaleo?
Maria medita la respuesta.
—Mamá estaría más tranquila sin los huéspedes.
—Ya.
—Susannah está encantada. Para ella, es una diversión. Pero hoy la he sorprendido a punto de hablar de nuestras primas al señor Moody, y casi me enfado con ella. No sé qué puede importarle eso a él. —Hace una pausa y añade, un poco avergonzada—: Me parece que trataba de impresionarlo. Aunque para eso no necesita esforzarse mucho.
El padre sonríe.
—Eso debía de ser. No está acostumbrada a despertar gran interés.
Maria ríe.
—¿Qué dices? ¡Si todo el mundo se fija sólo en ella!
—Ella causa admiración, sí, pero tú inspiras respeto y hasta intimidas un poco, Mamie.
Él la mira. Maria sonríe y siente que se le enciende la cara. Le gusta la idea de intimidar.
—No lo digo por halagar tu amor propio.
—No te preocupes, no me halaga que se me compare con las cataratas del Niágara ni con los montes Abraham.
—Entonces no hay que preocuparse.
Maria mira a su padre subir la escalera y observa que lo hace con dificultad, lo que significa que le duelen las articulaciones. Es terrible ver envejecer a tus padres, sabiendo que el dolor y los achaques irán acumulándose en su cuerpo hasta vencerlo por completo. Maria ya ha desarrollado un concepto de la vida un tanto cínico, probablemente otro de los efectos de tener una hermana bonita. Una hermana que ha cautivado al señor Moody con su hechizo totalmente inconsciente.
Y no es que a Maria le interese Donald. En absoluto. Pero de vez en cuando sería agradable imaginar que tiene una posibilidad.