Poco después de que Moody se haya excusado, también Parker se levanta de la mesa y pide permiso para retirarse. Cuando se va, me pregunto si tramarán algo esos dos, aunque Moody parece tan cansado que lo más probable es que se haya ido a dormir. De Parker no estoy tan segura. Confío en que esté realizando algún prodigio de deducción que, por el momento, no puedo ni imaginar. Stewart sugiere a Nesbit que me lleve a la sala a tomar un vaso de algo. Él se reunirá con nosotros dentro de unos minutos, dice, en un tono que inmediatamente me hace preguntarme qué estará tramando. No es malo ser suspicaz, pero no puedo decir que hasta el momento mis recelos me hayan permitido hacer descubrimientos útiles.

Nesbit sirve dos vasos de whisky de malta y me da uno. Hacemos chocar los vasos. Esta noche ha estado tenso y nervioso, con la mirada inquieta, retorciéndose las manos o tamborileando en la mesa. No ha comido casi nada. Y antes del café ha pedido que lo disculpáramos. Stewart ha respondido amablemente, pero su mirada era severa. «Lo sabe», he pensado. Norah nos ha servido la cena pero no he advertido en ella ni asomo de inquietud, a pesar de que la he observado atentamente. Ahora que Stewart está aquí, se muestra mucho más sumisa, sin aquella hosquedad de la primera noche. Nesbit ha vuelto al cabo de diez o quince minutos con otra actitud: movimientos lánguidos y ojos soñolientos. Ni Parker ni Moody han dado señales de haber observado el cambio.

Voy a la ventana y separo las cortinas. En este momento no nieva, pero la capa de nieve tiene casi un palmo.

—¿Cree que volverá a nevar, señor Nesbit?

—No es que sepa mucho del tiempo de este país, pero parece lo más probable.

—Lo pregunto porque me gustaría saber cuándo podremos marcharnos. Hemos de seguir buscando…

—Ah, sí, claro. No es la mejor época del año para eso.

Parece tenerle sin cuidado la suerte de mi hijo de diecisiete años, sólo en la tundra. O quizá es más listo de lo que imagino.

—Este sitio es horrible. Ideal para convictos. Siempre he pensado que podrían traerlos aquí, en lugar de enviarlos a Tasmania, que creo es una tierra bastante agradable. Algo así como la Región de los Lagos.

—Pero esto no está tan aislado. Ni tan lejos del hogar.

—Aislado lo está. Hace años, un puñado de trabajadores, extranjeros según creo, trataron de escapar de la factoría del Alce. ¡En enero! No se los volvió a ver. Morirían congelados por ahí, esos pobres bastardos. —Se ríe por lo bajo con amargura—. Perdone mi lenguaje, señora Ross. Hacía tanto tiempo que no estaba en compañía de una señora que he olvidado cómo se habla.

Murmuro que he oído cosas peores.

Él me mira inquisitivamente, de un modo que no me gusta. Esta noche no está bebido, pero tiene las pupilas muy pequeñas, a pesar de que la luz es débil. Ahora sus manos están quietas y relajadas; apaciguadas. «Te conozco —pienso—. Sé lo que se siente».

—¿Desaparecieron? Qué horror.

—Sí, pero no se aflija. Como le digo, eran extranjeros. Boches o cosa así.

—¿No le gustan los extranjeros?

—No mucho. A mí que me den escoceses.

—¿Como el señor Stewart?

—Exactamente. Como el señor Stewart.

Apuro el vaso. Valentía de bebedor, pero es mejor que nada.

Cuando entra Stewart, tengo las mejillas calientes del whisky, pero la cabeza clara todavía. Nesbit sirve un vaso a Stewart y charlamos unos minutos tranquilamente. Luego Stewart me dice:

—A propósito de su señor Parker. Realmente, es increíble que no lo reconociera a la primera. Aunque ha pasado mucho tiempo, desde luego. Dígame, ¿de qué lo conoce?

—Nos conocimos hace poco. Él estaba en Caulfield, nosotros necesitábamos un guía y alguien nos lo sugirió.

—Entonces, ¿no lo conoce bien?

—No mucho. ¿Por qué?

Stewart me mira con la sonrisa del que tiene noticias interesantes que revelar.

—Oh… Parker es, o era, un personaje pintoresco. Hubo ciertos incidentes en Clear Lake… Digamos que algunos de nuestros voyageurs son un tanto exaltados y… él era uno de ésos.

—¡Qué fascinante! Siga, siga. —Le sonrío como si para mí se tratara de un simple chismorreo.

—En realidad, no es tan fascinante. Fueron incidentes muy desagradables. Cuando era más joven, William era muy belicoso. Hacíamos un viaje juntos… le hablo de más de quince años atrás, ¿comprende?, un viaje en invierno. Venían otros hombres, pero… el viaje era duro y discutíamos con frecuencia. Sobre si seguir o volver atrás y esas cosas. Se agotaban las provisiones, etcétera. Lo cierto es que un día la discusión acabó a puñetazos.

—¡A puñetazos! ¡Santo Dios! —Me inclino hacia delante y sonrío, animándolo a continuar.

—Usted recordará lo que ha dicho él: me dejó un recuerdo, sí. —Stewart se sube la manga izquierda. Tiene en el antebrazo una larga cicatriz blanca, de un dedo de ancho.

Ahora mi horror no es fingido.

—A veces, esos mestizos, con media botella de ron, se convierten en diablos. Discutíamos y él se me echó encima empuñando un cuchillo. Y estábamos en medio de la tundra. Aquello tuvo muy poca gracia, se lo aseguro.

Se baja la manga. En este momento no se me ocurre qué decir.

—Perdone, quizá no debí enseñársela. A algunas señoras les impresionan las cicatrices.

—Oh, no… —Muevo la cabeza negativamente. Nesbit me sirve más whisky. No me ha impresionado la cicatriz; me impresionó la última imagen de Jammet, que siempre seguirá apareciéndoseme. Y la primera imagen de Parker: el intruso que registraba la cabaña, una figura extraña, feroz, aterradora.

—No ha sido la cicatriz —dice Nesbit plácidamente—, sino más bien la idea de que su guía saque el cuchillo con tanta facilidad.

—Durante estas semanas no se ha mostrado violento. Es un guía excelente. Quizá, como usted dice, fue el ron lo que lo empujó. Ahora no bebe.

Me digo que quizá Stewart me haya mentido. Lo miro a los ojos, tratando de leer en su alma. Pero parece amable y sincero y quizá un poco nostálgico al pensar en los viejos tiempos.

—Da gusto saber que hay hombres capaces de aprender de sus errores, ¿verdad, Frank?

—Desde luego —susurro yo—. Ojalá todos aprendiéramos.

Después, en mi habitación, me quedo sentada en la silla para no dormirme, vestida. Nada me gustaría más que meterme en la cama y sucumbir al olvido. Pero no puedo, ni estoy segura de que encontrara el olvido, porque estoy nerviosa, no puedo negarlo. Quiero preguntar a Parker por Stewart, por el pasado de ambos, pero me da apuro volver a despertarlo. Apuro o miedo. La imagen que antes me ha venido a la mente me ha sobrecogido. Había olvidado que al verlo sentí un escalofrío, que su figura me pareció inhumana y siniestra. Yo no había olvidado su aspecto, desde luego, pero sí el efecto que tuvo en mí. Es curioso, pero es lo que suele ocurrir a medida que vas conociendo mejor a una persona.

Aunque la verdad es que no lo conozco. En su defensa, hay que reconocer que no trató de ocultar que había tenido conflictos con Stewart, pero quizá sólo pretendía neutralizar lo inevitable con un doble farol.

Mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad, y la nieve despide su claridad tenue y difusa que me permite orientarme cuando vuelvo a salir al corredor. Llamo suavemente con los nudillos, entro y cierro la puerta. Me parece que me he movido con sigilo, pero él se sienta en la cama bruscamente lanzando una exclamación.

—Ay, Dios… ¡No! ¡Vete! —Parece asustado y furioso.

—Señor Moody, soy yo, la señora Ross.

—¿Qué? ¿Qué demonios…? —Tantea con los fósforos en la oscuridad y enciende la vela que tiene al lado de la cama. Cuando su cara se ilumina, ya tiene puestas las gafas, y los ojos se le salen de las órbitas.

—Perdone, no quería alarmarlo.

—¿Qué demonios pretende viniendo a mi cuarto en plena noche?

Yo esperaba sorpresa e irritación, pero no esta virulencia.

—Necesito hablar con alguien. Por favor… sólo será un momento.

—Creí que usted hablaba con Parker.

Noto algo en su tono, pero no estoy segura de lo que es. Me siento en la única silla, aplastando varias prendas de vestir.

—Hay cosas que me dan que pensar. Tenemos que hablar.

—¿Y no puede esperar a mañana?

—No quieren que estemos a solas. ¿No se ha dado cuenta?

—No.

—Bien… Había empezado a contarle lo que había oído decir a Nesbit cuando entró Olivier, y no pudimos seguir hablando de eso.

—¿Y qué? —Aún tiene la voz alterada, pero ya no está tan asustado. Era como si temiera que yo fuera otra persona.

—¿Y no le parece que eso indica que aquí pasan cosas que ellos no quieren que sepamos? Y como estamos persiguiendo a un asesino, quizá exista relación.

Me mira contrariado, pero no me echa de la habitación.

—Stewart ha dicho que últimamente no ha pasado por el fuerte ningún forastero.

—Quizá no era un forastero.

—¿Quiere decir que fue alguien que vive aquí? —Parece escandalizado de que yo impute a alguien de la Compañía.

—Es posible. Alguien a quien Nesbit conoce. Quizá Stewart no sepa nada.

Moody no me mira directamente, sino más allá de mi oreja izquierda.

—Creo que habría sido preferible plantear las cosas con claridad. Decirles la verdad de por qué estamos aquí, en lugar de contarles su absurda historia.

—Pero ya recelan de nosotros. Creo que desde el momento en que les dijimos que seguíamos un rastro se pusieron en guardia. Nesbit amenazaba a una mujer, creo que era Norah, para que no hablara de alguien. ¿Por qué razón?

—Podría haber varias razones. Creí que usted no sabía quién era la mujer.

—No la vi, es cierto, pero Norah… Norah y Nesbit tienen… relaciones.

—¿Cómo? ¿La criada? —Moody parece sorprendido, pero más porque se trate de la gorda y poco agraciada Norah que porque Nesbit cometa un acto reprobable. Estas cosas se dan todos los días. Aprieta los labios; quizá esté pensando en cursar un informe—. ¿Cómo lo sabe?

—Los vi. —Prefiero no revelar que fue cuando estaba husmeando de noche por el fuerte, y afortunadamente él no pregunta.

—Bien… ella es viuda.

—¿Viuda?

—De un voyageur, un caso muy triste.

—No lo sabía. —Vaya, ser empleado de la Compañía parece una profesión peligrosa—. Iba a decir que vamos a tener que interrogar a la gente… sin que ellos se enteren.

Aún no he acabado de decirlo y ya me estoy preguntando cómo vamos a conseguirlo. Moody no parece muy impresionado. Reconozco que no es una idea muy brillante, pero no se me ocurre otra mejor.

—Bien, si no hay nada más… —Mira hacia la puerta significativamente. Quizá debería contarle lo del brazo de Stewart, pero él ya no confía en Parker, y podría empezar a preguntar por qué estaba Parker en Dove River. Preguntas que ahora mismo no deseo responder—. Si no tiene inconveniente, necesito dormir.

—Desde luego. Gracias. —Me levanto. Él parece más pequeño, encogido debajo de las mantas. Más joven y más vulnerable—. Tiene cara de estar exhausto. ¿Ya le han curado las llagas de los pies? Aquí ha de haber alguien que tenga conocimientos de medicina.

Moody se sube las mantas hasta la barbilla, como si yo estuviera amenazándolo con un hacha.

—Sí. Pero váyase ya. Lo único que ahora necesito es dormir, caramba.

Nuestros planes de hablar con el personal deben aplazarse al día siguiente, porque, cuando nos levantamos, la mayoría se ha ido. George Cummings, Peter Eagles, William Pluma Negra y Kenowas, es decir, todos los hombres no blancos que viven y trabajan en Hanover House, salvo Olivier, han ido a recuperar el cuerpo de Nepapanees. Han salido antes del amanecer, en silencio, a pie. Hasta Arnaud, el borracho sonámbulo que vimos la primera tarde (que ha resultado ser el vigilante), serenado por el dolor, se ha unido a la expedición.

La viuda y su hijo mayor, que tiene trece años, van con ellos.

La ternura de los lobos
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