Donald no tarda en descubrir ciertas peculiaridades de Caulfield. Una de ellas es que, cuando llama a la puerta de una casa, sus ocupantes se asustan: en circunstancias normales, aquí nadie llama a la puerta. Cuando se cercioran de que ninguno de los familiares más próximos está muerto, herido o arrestado, lo hacen entrar, lo atiborran de té y le extraen información. Sus notas son un caos de referencias cruzadas: la primera familia no ha visto nada, pero lo remite a un primo que resulta ser el marido de una mujer que le dice que él ha salido y, después de una hora de espera, Donald comprueba que ya ha hablado con ese hombre. Unos y otros entran y salen de sus casas con historias, teorías y sombríos vaticinios acerca de la marcha del país, que expresan con vehemencia. Tratar de encontrarle sentido a todo ello es como pretender frenar un río con los brazos.

Ya es de noche cuando Donald termina la ronda de interrogatorios que le ha sido asignada. Mientras espera en el salón de los Knox, trata de sacar conclusiones de lo que ha oído. Sus notas dan a entender que ninguno de los entrevistados ha visto nada fuera de lo normal, salvo el extraño comportamiento de las ardillas observado por George Addamont aquella mañana. Donald confía en no haber pasado por alto ninguna cosa evidente que su superior pueda restregarle por las narices. Está cansado, ha tomado mucho té y algo de whisky, ha prometido volver a visitar varias casas, pero está casi seguro de no haber conocido a ningún asesino.

Está pensando en cómo preguntar por el baño cuando se abre la puerta y entra la menos bonita de las chicas Knox. Él se pone de pie apresuradamente, dejando caer varias hojas. Maria las recoge sonriendo con malicia. Donald se sonroja, pero se alegra de que haya sido Maria y no Susannah la testigo de su torpeza.

—¿Así que mi padre lo ha enredado para que haga de detective?

Donald cree que ella ha percibido sus dudas acerca de su tarea y se burla de él.

—Alguien ha de tratar de encontrar al malvado, ¿no?

—Pues claro, no he querido decir… —Deja la frase sin terminar. Parece molesta.

Sólo pretendía entablar conversación, advierte él demasiado tarde. Habría tenido que limitarse a asentir con desenfado, o hacer algún comentario ingenioso.

—¿Sabe cuándo volverá su padre?

—No. —Ella lo mira con aquella expresión calculadora—. Eso no puedo saberlo. —Ahora sonríe, pero sin amabilidad—. ¿Quiere que se lo pregunte a Susannah? Quizá ella lo sepa. Voy a buscarla.

Maria se va y Donald se pregunta qué ha hecho él para merecer tanta acritud. Le parece ver a las dos hermanas reírse de su zafiedad y siente una oleada de afecto por sus libros de contabilidad, llenos de números pulcros que él siempre encuentra la manera de cuadrar. Donald se enorgullece de su habilidad para contabilizar conceptos tan indefinidos como los trabajos de limpieza realizados por las nativas y la comida que traen los cazadores, de manera que equilibren la «hospitalidad» que la Compañía dispensa a las familias de los voyageurs. Lástima que las personas no sean tan fáciles de manejar.

Un cortés carraspeo le advierte de la llegada de Susannah antes de que se abra la puerta.

—¿Señor Moody? Oh, lo hemos dejado abandonado. ¿Quiere que le haga traer té?

Ella le sonríe con simpatía, es muy distinta de su hermana; aun así, tiene el efecto de hacerle ponerse en pie de un brinco, pero esta vez él no suelta los papeles.

—No, muchas gracias, me han… Es decir, sí, bueno, quizá. Sería muy… Gracias. —Trata de no pensar en los litros de té que ha bebido.

Cuando le sirven el té, Susannah se sienta a hacerle compañía.

—Es un asunto terrible, señorita Knox. Me gustaría que hubiéramos vuelto a vernos en circunstancias más agradables.

—Lo sé. Es espantoso. Pero la otra vez también fue horrible. Lo habían… atacado. ¿Se ha recuperado? Parecía una herida muy grave.

—Estoy bien del todo, gracias. —Donald sonríe, deseoso de complacerla con la buena noticia, a pesar de que la cicatriz aún está tierna y a veces duele.

—¿Aquel hombre ha sido castigado?

A Donald ni siquiera se le había ocurrido que hubiera que castigar a Jacob.

—No; estaba muy arrepentido y ha jurado ser mi protector. Me parece que es la manera en que los indios compensan un daño. Eso es más útil que un castigo, ¿no cree?

Susannah agranda los ojos con sorpresa, y Donald observa que tienen un atractivo color avellana con puntitos dorados.

—¿Usted se fía?

Donald ríe.

—Sí; creo que es totalmente sincero. Ahora está aquí.

—¡Cielos! Tenía un aspecto que daba miedo.

—Yo diría que el verdadero culpable fue la bebida, y ha jurado dejarla para siempre. En realidad es muy buena persona, tiene dos niñas pequeñas a las que adora. Estoy ayudándole a aprender a leer, y dice que leer y escribir le parecen tan fascinantes como cazar ciervos.

—¿En serio? —Ella ríe a su vez y se quedan en silencio—. ¿Cree que encontrarán al que mató a ese pobre hombre? —pregunta al cabo.

Donald lanza una mirada a sus notas, que obviamente no van a servir de gran ayuda. Pero Susannah lo mira con tanto afecto y confianza que a él le gustaría resolver no sólo este asesinato, sino todos los crímenes del mundo.

—Imagino que en un lugar como éste alguien habrá reparado en un forastero. Parece que aquí todo el mundo sabe lo que hace cada cual.

—Es verdad —dice ella haciendo una mueca.

—Ha sido algo tan abominable… No descansaremos hasta llevar al culpable ante la justicia. No tendrán ustedes que vivir con miedo.

—Oh, yo no tengo miedo. —Susannah ladea la cabeza con gesto de desafío, se inclina un poco hacia él y baja la voz—. Nosotros también hemos vivido una tragedia.

Es una afirmación extraordinaria, y Donald la mira con el asombro que ella esperaba.

—Oh, no sabía… Lo siento mucho.

Susannah parece satisfecha. Como es la más joven de la familia, pocas veces tiene ocasión de relatar el Suceso: en Caulfield lo conoce todo el mundo y no es frecuente que ella tenga un forastero a su disposición. Respira hondo, saboreando el momento.

—Ocurrió hace mucho tiempo, nosotras éramos muy pequeñas, por lo que no lo recuerdo. Era la hermana de mamá y…

La puerta se abre tan bruscamente que Donald juraría que Maria estaba escuchando al otro lado.

—¡Susannah, no puedes contarle eso! —Tiene el semblante pálido y tenso de emoción, aunque, por el énfasis de sus palabras, es difícil adivinar si lo que más le disgusta es que sea Susannah quien lo cuente o Donald quien lo oiga. Y añade, mirando a éste—: Venga conmigo: mi padre ha vuelto.

Knox y Mackinley están en el comedor. Hay montones de papeles con anotaciones encima de la mesa. Donald observa con ansiedad que, al parecer, ellos han escrito mucho más que él. Busca a Jacob con la mirada.

—¿Dónde está Jacob? ¿Cenará con nosotros?

—Jacob está bien. Ha estado ocupándose del… umm, cadáver.

—¿Qué opina de la mutilación?

Mackinley lo mira con ligero reproche.

—Estoy seguro de que su opinión es la misma que la nuestra.

Knox se aclara la garganta para reconducirlos a lo que importa, pero Donald observa que parece haberse replegado ante Mackinley, que lleva la voz cantante. Él es ahora el que manda. La Compañía se ha hecho cargo del caso.

Cada uno de ellos hace un resumen de sus averiguaciones, que se reducen a la conclusión de que nadie ha visto gran cosa. Un tratante llamado Gros André pasó por el lugar días atrás. Y un vendedor ambulante llamado Daniel Swan, conocido de todos, estuvo en Caulfield el día antes y siguió viaje hacia Saint Pierre. Knox ha enviado un mensaje al magistrado de allí. Mackinley ha hablado con un muchacho que vio a Francis Ross ir a la cabaña de Jammet una noche —no recuerda cuándo—, y ahora Francis está ausente.

—Dice su madre que no sabe cuándo regresará. He hablado de él con vecinos, y parece un chico raro. Encerrado en sí mismo.

—Lo que no significa necesariamente que lo hiciera él —interviene Knox.

—Tenemos que examinar todas las posibilidades. No sabemos si alguno de los otros dos visitó a Jammet.

—El tratante, sin duda. Por el nombre parece francés. Usted ha dicho que la causa pudo ser una disputa de negocios.

Mackinley se vuelve hacia Donald.

—Habrá que seguirlo y averiguarlo.

—Bien. ¿Sigo yo al tal Swan?

Knox niega con la cabeza.

—No es necesario. He enviado un mensajero y lo detendrán en Saint Pierre. Como tengo que ir allí, lo interrogaré yo mismo. Íbamos a proponer que usted espere aquí con Jacob e interrogue al chico Ross cuando regrese.

Donald siente una fugaz decepción, pero enseguida, al darse cuenta de la oportunidad que se le brinda, no puede creer en su suerte.

Mackinley arruga la frente.

—Quizá sea preferible que vayan en su busca. Si ha huido, no conviene dejar que se enfríe el rastro.

—¿Y dónde podrían buscarlo? Quizá ni siquiera haya ido al lago Swallow. Únicamente tenemos la palabra de la madre. Y es sólo un muchacho. Que se sepa, no tenía motivo. Al contrario, por lo que hemos averiguado eran amigos.

—Hemos de mantener un criterio abierto —dice Mackinley, y mantiene el ceño.

—Por supuesto —admite Knox—. Pero opino que sería perder el tiempo que el señor Moody echara a correr hacia el lago. —Mira a Donald—. Vale más que espere un día o dos antes de salir en su busca. Un día más o menos no supondrá diferencia alguna para Jacob; ese chico no es un indio. Será fácil seguirle la pista.

Jacob es cristiano, pero la idea de tener que tocar un cuerpo muerto le producía viva desazón, y un cuerpo acuchillado de ese modo le sugería una particular impureza. Él y dos voluntarios a sueldo, uno de ellos una comadrona con práctica en mortajas, fueron enviados a recoger el cadáver y trasladarlo a Caulfield, y ella fue la única que no se arredró por el hedor. La mujer se limitó a chasquear la lengua tristemente en señal de despedida y se puso a limpiar la sangre seca. El cuerpo ya había perdido el rigor mortis, de modo que lo enderezaron, le cerraron los ojos y le pusieron una moneda en la boca. La comadrona le ató un pañuelo alrededor de la cara, para encajar la mandíbula y cubrir las heridas, y entre todos lo envolvieron en sábanas, hasta que sólo quedó fuera el olor. El camino era malo y, durante el regreso a Caulfield, Jacob tuvo que sujetar el cadáver para que no se cayera del carro.

Ahora estaba encima de una mesa, detrás de unas cortinas improvisadas, en la tienda de Scott, rodeado de cajas de clavos y piezas de tela. Ellos tres y el dependiente de Scott se quedaron un momento alrededor de la mesa, en espontáneo tributo silencioso. Al salir hablaban del tiempo y decían que menos mal que hacía frío.

Donald sigue el olor a tabaco hasta el establo, donde Jacob está fumando su pipa en una especie de nido de paja, y se sienta a su lado en silencio. Jacob hurga en el tabaco de la cazoleta. Hablar del muerto traerá mala suerte, está seguro. Pero sabe que Donald ha venido a eso.

—Dime qué piensas.

Jacob ya se está acostumbrando a las preguntas de Donald. Siempre está preguntándole qué piensa de esto y lo otro. Sí, es normal que te pregunten qué piensas del tiempo, o si habrá buena caza, o cuánto se tarda en llegar a tal o cual sitio, pero Donald le habla de cosas vagas y sin importancia, como un libro que acaba de leer, o un comentario que alguien hizo dos días antes. Jacob trata de descubrir qué quiere saber Donald.

—Le arrancaron la cabellera. Corte limpio, rápido. Le cortaron el cuello, echado en la cama, quizá mientras dormía.

—¿Pudo hacer eso un blanco?

Jacob sonríe enseñando los dientes, que relucen a la luz de la lámpara.

—Cualquiera puede hacer eso, si es eso lo que quiere hacer.

—¿Tienes idea de quién pudo hacerlo o por qué? Tú has estado allí.

—¿Quién lo hizo? No lo sé. Alguien que no sentía nada por él. ¿Por qué lo mató? Quizá él había hecho algo, hace mucho tiempo. Quizá hizo daño a alguien… —Jacob calla y sigue con la mirada el humo hasta que llega a las vigas.

Donald asiente, animándolo a seguir.

—Quizá lo mataron por algo que iba a hacer, para detenerlo. No sé. Pero me parece que quien lo hizo ya lo había hecho otras veces.

Donald le explica que tienen que esperar al chico Ross, o quizá seguirlo. Mackinley irá tras el tratante, el principal sospechoso sin duda alguna, reservando para sí el mérito de capturar al probable asesino.

—Quizá no debería ir solo, si ese hombre es tan cruel —sonríe Jacob—. Quizá lo mate también a él.

Se pasa el índice por el cuello. Donald procura no sonreír. Desde que se ha hecho amigo de Jacob, puede percibir la universal impopularidad de Mackinley.

—¿No te parece extraño que nadie haya visto a ningún… umm, ningún indio desde hace días? Si lo mató un indio, quiero decir.

—Si un indio no quiere ser visto, no es visto. Por lo menos, un indio de nuestro pueblo. Otros pueblos… —Jacob sorbe por la nariz con desdén—. Chippewas, no sé, quizá no son buenos rastreadores. —Sonríe, para que Donald sepa que bromea.

A veces, Donald se siente como un niño al lado de este hombre que es apenas mayor que él. Cuando se recuperó de la herida, empezó a ayudar a Jacob a aprender a leer y escribir, pero su relación no es la de maestro y discípulo. Donald tiene la impresión de que los conocimientos sacados de los libros que transmite a Jacob no son realmente suyos; él sólo sabe casualmente dónde hay que buscarlos, mientras que cuando Jacob le explica algo, parece hacerlo partícipe de una ciencia que es suya propia, que nace de él. Pero quizá a Jacob le ocurra otro tanto; después de todo, el mundo que lo rodea no es sino una serie de señales que él sabe interpretar, del mismo modo que Donald comprende el significado de las palabras escritas en el papel sin tener que pensar. A Donald le gustaría averiguar qué piensa Jacob de esto, pero no sabe ni cómo empezar a preguntárselo.

La ternura de los lobos
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