No es que en Himmelvanger sean frecuentes las visitas, pero tampoco son tan raras; generalmente, de indios que vienen a hacer intercambio de mercancías y noticias. Todas son bien recibidas. Per dice que hemos de llevarnos bien con el prójimo, aunque éste viva en la inmundicia y la ignorancia, como los cerdos. Todos son criaturas de Dios. A veces, los indios vienen porque un familiar ha enfermado y sus medicinas no lo curan. Acuden compungidos y desesperadamente esperanzados, y observan cómo los noruegos administran minúsculas dosis de láudano, ipecacuana o alcanfor, o aplican sus remedios tradicionales, que a veces también fallan. Per confía en que ésta no sea una de esas veces.

El hombre blanco extiende una mano helada. Las gafas que lleva tienen la montura metálica cubierta de escarcha, lo que le da un aspecto extraño, de mochuelo.

—Perdone la intrusión. Somos de la Hudson Bay Company y venimos en misión oficial.

Per, más sorprendido si cabe, se pregunta qué puede querer de él la Compañía.

—Pasen, pasen. Deben de estar helados. Esa mano está…

La mano que estrecha Per está morada de frío e inerte como una chuleta de cerdo.

Per se aparta de la puerta andando hacia atrás, para dejarlos entrar en el cálido ambiente de la casa.

—¿Traen animales?

—No. Venimos a pie.

Per alza las cejas y los conduce a un cuartito contiguo a la cocina, desde donde llama a Sigi y Hilde y les hace traer potaje caliente, pan y café. Sigi mira a los viajeros con ojos redondos de curiosidad.

—¡Santo cielo, Per, sí que nos envía huéspedes el Señor este invierno!

Per le contesta con cierta aspereza: no le gustan los comentarios ociosos que dan pábulo a chismes y rumores. Afortunadamente, parece que estos hombres no entienden el noruego. Los recién llegados sonríen con la inane beatitud de los hambrientos y fatigados, se frotan las manos y atacan la comida con fervorosas exclamaciones de gratitud.

Cuando las manos empiezan a entrar en calor, Donald siente alfilerazos en los dedos y, al mirarlos al resplandor de las llamas, los ve amoratados e hinchados. Una mujer trae nieve en un bol e insiste en frotarle las manos con ella. El remedio es doloroso, pero les devuelve la vida. La mujer le sonríe mientras le atiende, pero no habla. Per explica que son noruegos y que no todos hablan inglés.

—¿Y qué hacen aquí dos hombres de la Compañía, en el mes de noviembre?

—En realidad no se trata de un asunto de la Compañía exactamente. —Donald tiene que hacer un esfuerzo para dejar de sonreír: aún no puede creer que hayan tenido la suerte de encontrar un lugar no sólo habitado sino también tan civilizado, y a un interlocutor tan educado como Per Olsen.

—¿Van a algún sitio en particular?

El tono de la pregunta denota incredulidad. Donald trata de no hablar con la boca llena de pastel de almendras. (¡Almendras, qué bendición!).

—Estamos siguiendo el rastro de una persona. Venimos desde Dove River, en la bahía, siguiendo el río que cruza la meseta. Las huellas nos han traído hasta aquí. —Mira a Jacob, para que corrobore sus palabras, pero el indio, tímido en presencia de extraños, se limita a inclinar la cabeza.

Per escucha con gesto grave y luego sale de la habitación. Donald supone que ha ido a consultar, porque vuelve acompañado de otro hombre al que presenta como Jens Andreassen.

—Jens tiene algo que decir.

Jens, un hombre de movimientos lentos, con una lengua que parece muy grande para su boca, explica que encontró al muchacho en la margen del río, medio muerto, y lo trajo a Himmelvanger, donde lo han cuidado. Lo dice en noruego y Per traduce despacio, buscando las palabras.

Donald percibe la actitud protectora de Per: Francis es la oveja extraviada que Dios ha traído a su redil para que la cuide.

—¿Por qué sospechan de él? ¿Qué ha ocurrido?

Donald decide no revelar todos los hechos. Si Per desea proteger al muchacho, no es cosa de enemistarse con él.

—Verá, hubo una agresión grave.

Per levanta la mirada, abriendo mucho sus pálidos ojos. Cuando traduce, Jens lo mira a su vez con horror.

—No es seguro que Francis sea culpable, desde luego, pero teníamos que encontrarlo. Además, su madre está angustiada.

Per frunce el entrecejo.

—¿Quién es Francis?

—El muchacho. Se llama Francis Ross.

Per reflexiona un momento.

—El chico dice que se llama Laurent.

Donald y Jacob se miran. Donald siente el escalofrío de la certidumbre.

—Quizá no sea el mismo —añade Per.

Donald alza la voz, de repente alterado.

—El rastro conduce aquí. No hay duda. Es un muchacho inglés de pelo negro. No parece inglés sino más bien… francés o español. —Así se lo describió Maria.

Per frunce sus granates labios de niña.

—Parece que es él.

—¿Qué más ha dicho?

—Sólo eso… y que iba camino de un trabajo nuevo, pero su guía lo abandonó. Dice que se dirigía al noroeste con un guía indio. —Los ojos de Per se desvían un momento hacia Jacob. Luego traduce para Jens, quien habla respondiendo a una pregunta—. Dice Jens que le pareció extraño encontrarlo solo. Este muchacho no puede… no pudo llegar hasta aquí solo, con este tiempo.

—¿Por qué no?

—Estaba exhausto… extenuado. No habría podido llegar tan lejos, a no ser que alguien lo ayudara… o lo obligara.

«El remordimiento es buen acicate», piensa Donald.

—Pensé que era extraño —prosigue Per—. Dijo que necesitaba el trabajo por el dinero, pero él llevaba dinero, más de cuarenta dólares. También llevaba esto, y parecía muy interesado en tenerlo consigo.

Per recoge algo en lo que Donald no había reparado hasta este momento: es un skipertogan, la bolsa de cuero que los indios llevan colgada del cuello, con tabaco y yesca. La abre y hace caer un fajo de billetes y una tableta delgada del tamaño de la palma de una mano, de asta o marfil, con figuras grabadas y pequeñas marcas oscuras. Está muy sucia. Donald la mira fijamente y siente un nudo en la garganta. Extiende la mano.

—Esto pertenecía a Laurent Jammet.

—¿Laurent Jammet?

—La víctima de la agresión.

—¿Ha dicho «pertenecía»? —Per lo mira fijamente—. Comprendo.

Al entrar en la habitación del convaleciente, Donald recuerda la descripción que le hizo Maria. Una mujer morena, joven y bonita se levanta cuando se abre la puerta, los mira con suspicacia y sale de la habitación, haciendo que su falda roce con descaro el pantalón de Donald. El muchacho los mira en silencio mientras ellos se sientan y Per hace las presentaciones. Junto a las blancas sábanas, su tez parece cetrina, como la de un meridional. Tiene el cabello negro y bastante largo, y los ojos de un azul intenso y extraño. Maria también dijo que era un muchacho guapo. Donald no tiene ni idea de si podría considerárselo guapo, pero la hostilidad que irradia no es propia de un muchacho. Estos ojos azules que lo miran sin pestañear hacen que se sienta incómodo y torpe. Saca la libreta, acerca la silla y la libreta resbala al suelo. Donald jura mentalmente y la recoge, procurando no darse por enterado del sofoco que le sube al cuello y la cara. Se recuerda quién es y a qué ha venido. Vuelve a mirar aquellos ojos que ahora evitan los suyos, y carraspea.

—Éste es el señor Moody, de la Hudson Bay Company —dice Per—. Viene de Dove River. Dice que tus padres están muy preocupados por ti —termina en tono tranquilizador.

—Hola, Francis.

El chico asiente ligeramente, como si Donald apenas mereciera su atención.

—¿Sabes por qué estoy aquí?

Francis lo mira con rabia.

—¿Te llamas Francis Ross?

El muchacho baja la mirada, gesto que Donald toma por asentimiento. Mira a Per, que observa apenado al muchacho.

—Ummm… En Dove River, ¿conocías a un hombre llamado Laurent Jammet?

El muchacho traga saliva y parece tensar la mandíbula, observa Donald, y entonces, para su sorpresa, asiente.

—¿Cuándo lo viste por última vez?

Se produce una larga pausa y Donald empieza a temer que el chico no responda a nada más.

—Lo vi cuando estaba muerto. Vi al que lo mató y lo seguí durante cuatro días, pero al final lo perdí.

Su voz suena átona y serena. Donald lo mira tan excitado como incrédulo. Recuerda que debe proceder con prudencia, paso a paso, asentar bien un pie antes de avanzar el otro, como si caminara por aquel pantano infernal. Se afianza la libreta en el regazo.

—¿Qué…? Bien, dime qué viste exactamente… y cuándo.

Francis suspira.

—La noche en que me fui. Hace… muchos días, no recuerdo.

—Hace cinco días que estás aquí —apunta Per suavemente.

Donald lo mira con ceño. Per sostiene su mirada con aire inocente.

—Entonces, quizá haga cinco días más. Yo iba a la cabaña de Laurent. Era tarde y creí que no estaba. Entonces vi salir a un hombre que se alejó. Así que entré y lo vi.

—¿Viste a quién?

—A Jammet. —Vuelve a tragar saliva, con evidente dificultad. Donald tiene que esperar a que continúe—: Acababa… de morir. Estaba caliente, la sangre no se había secado. Por eso supe que lo había matado aquel hombre.

Donald toma notas.

—¿Conocías a ese hombre?

—No.

—¿Viste qué aspecto tenía?

—Sólo que era un nativo. Pelo largo. Le vi la cara un momento, pero estaba oscuro, apenas se distinguía nada.

Donald escribe con gesto impasible.

—Si volvieras a verlo, ¿lo reconocerías?

La respuesta tarda en llegar.

—Quizá.

—¿Y su ropa? ¿Qué vestía?

Francis sacude la cabeza.

—Estaba oscuro. Ropa oscura.

—¿Vestía como yo? ¿O como un trampero? Alguna impresión debiste de tener.

—Como un trampero.

—¿Por qué ibas a la cabaña de Jammet?

—Éramos amigos.

—¿Qué hora era?

—No sé. Las once o las doce.

Donald levanta la cabeza, tratando de observar la cara del muchacho al mismo tiempo que escribe sus respuestas.

—¿Tan tarde?

Francis se encoge de hombros.

—¿Lo visitabas a esas horas con frecuencia?

—Él no se acostaba temprano. No era granjero.

—Ya… Así pues, viste el cadáver. ¿Qué hiciste entonces?

—Seguí al hombre.

—¿Fuiste a tu casa a buscar provisiones?

—No. Me llevé cosas de Jammet.

—¿No pensaste en avisar a tus padres? ¿O en pedir ayuda a alguien más experimentado?

—No había tiempo. No quería perderlo.

—No querías perderlo. ¿Qué te llevaste?

—Lo que necesitaba. Una chaqueta… comida.

—¿Algo más?

—¿Por qué? ¿Qué importa? —Francis levanta la mirada hacia Donald—. ¿Piensa que yo lo maté?

Donald sostiene su mirada, tranquilo.

—¿Lo mataste?

—Ya se lo he dicho… vi al asesino. Jammet era mi amigo. ¿Por qué iba a matarlo?

—Sólo intento averiguar qué pasó.

Per se revuelve en la silla, a modo de advertencia. Donald duda entre seguir interrogando al muchacho o acusarlo directamente. Está tanteando en la oscuridad, como el cirujano novato que no sabe dónde buscar el órgano vital de la verdad.

—Está cansado —dice Per. El muchacho parece agotado, en efecto. Tiene el cutis tenso.

—Un momento, por favor. Así pues, dices que fuiste a casa de ese hombre… del señor Jammet, a medianoche, lo encontraste muerto y seguiste a quien creíste su asesino, pero lo perdiste.

—Sí. —El muchacho cierra los ojos.

—¿Qué es ese trozo de hueso?

Francis abre los ojos y lo mira, sorprendido.

—Sabes a lo que me refiero, ¿verdad?

—No sé lo que es.

—Tú lo traías. Debías de tener algún motivo.

—Él me lo dio.

—¿Te lo dio? Es valioso.

—¿Valioso? No lo creo.

—¿Y el dinero? ¿También te lo dio?

—No. Pero yo necesitaba ayuda para encontrar… al hombre. Quizá podría tener que pagar a alguien.

—Lo siento, no comprendo. Pagar a alguien ¿para qué? —Francis vuelve la cara hacia otro lado—. ¿Qué pensabas que tendrías que hacer?

Per carraspea y mira severamente a Donald, que de mala gana cierra la libreta con un golpe seco.

Fuera, Per toma del brazo a Donald.

—Lo siento, pero debo velar por su salud. Cuando Jens lo trajo estaba medio muerto.

—No importa. —Donald no lo cree así, pero, a fin de cuentas, aquí es un huésped—. De todos modos, comprenderá que, dadas las circunstancias, tengo que ponerlo bajo arresto. A causa del dinero y de todo lo demás.

Cuando habla, Per se inclina ligeramente hacia su interlocutor, actitud que Donald atribuye a la miopía. Así, de cerca, con esos ojos de carnero, pálidos y saltones, parece que hasta huele un poco a lana.

—La decisión le corresponde a usted, desde luego.

—Sí. Por lo tanto, debo rogarle que ponga a alguien a vigilar la puerta.

—¿Para qué? No podría marcharse de Himmelvanger ni aunque estuviera en condiciones de andar.

—Ya. Bien… —Donald ve por la ventana cómo nieva y se siente ridículo—. Aunque habrá que vigilarlo.

—Aquí no tenemos secretos —dice Per dirigiendo una tímida mirada al cielo.

La ternura de los lobos
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