Durante los dos días siguientes nieva sin parar, y cada día hace más frío que el anterior. Jacob y Parker salen una mañana y regresan con tres pájaros y una liebre. Sabe Dios cómo habrán podido distinguirlos con este tiempo. No es mucho, pero no deja de ser un detalle, puesto que los noruegos tienen muchas bocas de más que alimentar.
Yo estoy casi siempre con Francis, aunque él duerme mucho, o finge dormir. Me preocupa él y me preocupa su rodilla, que está hinchada y debe de dolerle. Per, que dice saber de medicina, cree que no hay rotura sino un fuerte esguince que sólo necesita tiempo para curarse. Preguntando con paciencia —Francis no dice nada espontáneamente— consigo sonsacarle detalles de su viaje, y estoy asombrada y conmovida de que haya podido llegar tan lejos. Me pregunto si Angus no se sentiría orgulloso de él. Hasta mi llegada, lo cuidaba casi siempre esa tal Line, pero ahora lo atiendo yo. Esa mujer no pareció alegrarse de mi llegada, y tengo la impresión de que me esquiva, pero la he visto hablar con Parker muy animadamente en el granero de enfrente. No sé qué podían tener que decirse. Confieso que pensé mal: al fin y al cabo, aquí ella es la única que no tiene marido, aunque no es culpa suya. Y reconozco que es bastante bonita, con su pelo negro y ese aire extranjero. Cuando nos presentaron, me saludó con una mirada de hostilidad. Yo le di las gracias por haber cuidado de Francis, y ella le restó importancia en un inglés excelente pero con una hosquedad incomprensible. Luego me di cuenta de que, con mi llegada, la había desplazado y relegado a las tareas ordinarias en las que, es de suponer que a causa de su viudez, está subordinada a las casadas. Francis dice que ha sido muy amable y la aprecia mucho.
Moody o Jacob montan guardia en la puerta, como si esperasen que me ponga a gritar que Francis me ataca, para entrar a salvarme. He tenido que modificar mi opinión del señor Moody. En Dove River parecía un muchacho amable y apocado, un guardián de la ley a pesar suyo. Ahora se muestra impaciente e irritable. Se ha puesto el manto de la autoridad, pero lo lleva sin gracia. Le he pedido que hablemos en privado. Hasta ahora ha conseguido evitarlo aduciendo obligaciones urgentes. Pero, tras dos días de incesante nevada, todos sabemos que no tiene nada que hacer más que esperar, y esto es lo que leo en sus ojos, mientras busca otra excusa.
—Muy bien, señora Ross. Vamos, pues, a… mi habitación.
Lo sigo por el pasillo y nos cruzamos con esa tal Line, que lanza a Moody una mirada torva.
Su habitación es tan monástica como la mía, sólo que sus cosas están desperdigadas por los muebles y el suelo, como si acabaran de saquearla. Agarra la ropa que hay en las sillas y la arroja sobre la cama. Al sentarme, veo en el escritorio contiguo un sobre dirigido a la señorita S. Knox. Muy interesante. Me parece que él no quiere que lo vea, porque reúne todos los papeles en un montón, en el que revuelve un momento. Pienso que en otras circunstancias podría compadecerlo. No es mucho mayor que Francis, hace poco que llegó al país y está solo.
Carraspea un par de veces antes de hablar.
—Señora Ross, comprendo que esté preocupada por Francis. Es natural, siendo su madre.
—Y es natural que usted desee encontrar a un culpable de este horrible crimen —digo suavemente, según creo, pero él hace un gesto de agobio e irritación—. También Francis quiere encontrar al responsable, como ya le ha dicho él mismo.
Compone una expresión que sugiere paciencia y tolerancia en circunstancias penosas.
—Señora Ross, no puedo revelarle todas las razones que me obligan a mantener a su hijo bajo arresto, pero son imperiosas, créame.
—Yo pensaba que por lo menos a mí podría revelarme esas razones.
—Es cuestión de justicia, señora Ross. Tengo buenos motivos para mis actos. El asesinato es un delito muy grave.
—Las huellas —digo—. El otro rastro. ¿Qué me dice de eso?
Él suspira.
—Coincidencia. Un rastro que el… que su hijo siguió para encontrar un lugar seguro.
—O el rastro del asesino.
—Comprendo que desee creer que su hijo es inocente. Es natural y justo. Pero él huyó de Dove River después del asesinato llevándose el dinero de la víctima, y después mintió. Los hechos apuntan a una sola conclusión. Sería negligente por mi parte no actuar en consecuencia.
Me quedo un momento confundida, tratando de disimular la sorpresa. Francis no me ha hablado de dinero.
—No sería menor la negligencia dejar de investigar otras posibilidades. El rastro puede ser del asesino… o no. ¿Cómo lo sabrá si no lo sigue?
Moody suspira y se frota la nariz, donde las gafas le han marcado dos muescas rojas. No piensa hacer nada respecto al otro rastro.
—En las actuales circunstancias, mi deber es llevar al sospechoso a lugar seguro. Para otras investigaciones tendremos que esperar a que el tiempo lo permita.
Parece satisfecho de su explicación, con la que hace recaer la responsabilidad en el deber y no en sí mismo. Hasta se permite una leve sonrisa, como si lamentara que la decisión no esté en su mano. También yo sonrío, ya que al parecer se impone sonreír, pero ya no me siento inclinada a compadecerlo, por muy joven que sea y muy sólo que esté.
—Eso no es excusa, señor Moody. Hay que seguir el rastro, porque cuando el tiempo lo permita, como usted dice, no habrá nada que seguir, y su deber es descubrir la verdad, y nada más. Puede dejar a Francis al cuidado de esta gente o, si no se fía de ellos, haga que se quede a vigilarlo su compañero. Parker seguirá el rastro y usted y yo veremos adónde conduce.
Moody pone cara de asombro y enojo.
—Señora Ross, a usted no le corresponde decirme cómo he de cumplir con mi deber.
—Cualquiera tiene derecho a denunciar negligencia en el cumplimiento del deber, en un caso tan grave.
Abre los ojos como platos, sorprendido por mis palabras. Sin duda he tocado un punto sensible; quizá también él ha pensado en ese rastro y lo inquieta. Tengo la impresión de que es un hombre meticuloso, y esas pisadas que se pierden en la tundra suponen un cabo suelto mortificante.
—Al fin y al cabo, si está usted en lo cierto… —No puedo decirlo explícitamente—. Si está en lo cierto, sabrá que ha eliminado todas las posibilidades y tendrá la conciencia tranquila. Además, si el caso va a juicio, la existencia de ese rastro y la posibilidad que implica… en fin, sus conclusiones podrían ser cuestionadas, ¿no cree?
Me mira fijamente y luego se vuelve hacia la ventana. Pero tampoco allí parece encontrar respuesta.
Cuando pregunto a Francis por el dinero, él sencillamente calla. Suspira con fuerza, dando a entender que la explicación es evidente. Si no la veo, debo de ser tonta. Vuelvo a sentir el hormigueo de mi antigua irritación.
—Trato de ayudarte, pero no podré si no me dices qué pasó. Moody está convencido de que lo robaste tú.
Francis mira al techo, a las paredes, a cualquier sitio menos a mí.
—Claro que lo robé.
—¿Qué? ¿Y por qué?
—Porque me iba de viaje y pensé que me haría falta. Podía necesitar ayuda para encontrar al asesino. Y tener que pagarla.
—En tu casa habrías encontrado ayuda. Y dinero. ¿Por qué no buscaste allí?
—Ya te he dicho por qué no podía volver a casa.
—Pero… un rastro no se borra tan pronto.
—¿Así que también tú piensas que lo maté yo?
Esboza su vieja sonrisa amarga.
—No… nada de eso. Pero… me gustaría que me dijeras por qué estabas allí a medianoche.
Francis deja de sonreír y guarda un largo silencio, tanto que pienso que voy a tener que levantarme y salir de la habitación.
—Laurent Jammet… —vacila— era la única persona con la que podía hablar. Ahora no queda nadie. No me importaría no volver a casa.
Al cabo de unos instantes me doy cuenta de que estoy conteniendo la respiración. Me digo que lo ha dicho sin pensar, o quizá quiere hacerme daño. Francis siempre ha podido hacerme más daño que nadie.
—Siento que hayas perdido a un amigo. Y de esa manera. Daría cualquier cosa para que no lo hubieras visto.
Su cólera se me viene encima de golpe, una cólera infantil que roza el llanto.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? ¿Que sientes que lo haya visto? ¿Qué importa eso? ¿Por qué nadie piensa en Laurent? A él lo han matado. ¿Por qué no deseas que no lo hubieran matado?
Se deja caer sobre las almohadas, con los ojos secos, y la cólera desaparece tan bruscamente como llegó.
—Lo siento, cariño. Lo siento. Claro que deseo eso. Nadie debería morir de ese modo. Era un hombre muy agradable. Parecía… amar la vida.
Reconozco que apenas lo conocía, pero éste parece un comentario bastante seguro. Mas si pensaba que con eso iba a consolar a Francis o que decía lo que él deseaba oír, me he equivocado, como siempre. Su voz es un murmullo sordo:
—No era agradable. Era cruel. Descubría tus debilidades y las utilizaba para burlarse. Cualquier cosa con tal de hacer reír a la gente, no importaba lo que fuera. Le tenía sin cuidado.
Este brusco giro me desorienta. De pronto, siento un miedo horrible de que Francis vaya a hacerme una confesión. Le acaricio la frente, siseando con suavidad, como cuando era niño, pero no sé qué pensar. Y entonces me da por decir tonterías, cualquier cosa, con el objeto de impedir que él abra la boca y diga algo que yo haya de lamentar.
Parker está en un granero con Jacob y uno de los noruegos. Parecen haberse desentendido del drama que tiene lugar al otro lado del patio y creo que hablan sobre tiña. Me violenta llevarme aparte a Parker, ahora que hemos vuelto a una especie de civilización. Sorprendo una mirada del noruego, que sin duda hace cábalas acerca de mi matrimonio y del curioso compañero de viaje que he elegido. El oscuro granero me recuerda el frío y lóbrego almacén de Scott. Parece que haga mucho tiempo de aquello.
—El señor Moody no tiene intención de seguir el otro rastro. Quizá debamos ir solos.
—Será duro. Vale más que usted se quede aquí, con su hijo.
—Pero tiene que haber… testigos.
Creo haberme expresado con tacto; no quiero decir claramente que no me fío de él. En cualquier caso, no parece molestarse.
—No está segura de que yo volviera —dice.
—Hay que hacer ver a Moody lo que encontremos. Si pudiéramos llevar a Francis…
Parker se encoge de hombros.
—Si lo mató su hijo, querrá culpar a otro. Moody no le creería.
Comprendo que tiene razón. Por primera vez desespero, siento que me vence la fatiga. He tratado de escalar una pendiente empinada y resbaladiza, y lo he conseguido; pero ahora el suelo empieza a escurrirse bajo mis pies y no sé qué hacer. Quizá sea mucho pedir que Parker me ayude. No sé por qué habría de hacerlo. No veo en sus ojos ni asomo de compasión ni de nada que pueda reconocer. A pesar de todo, si tengo que suplicar, suplicaré. Haría eso y más.
—Tiene que llevarme con usted. Debo encontrar la prueba de que mi hijo es inocente. A nadie más le importa a quién se arreste, mientras tengan a alguien a quien acusar. Se lo ruego.
—¿Y si no hay nada que encontrar? ¿Lo ha pensado?
Lo he pensado, y no tengo respuesta. Miro su cara impasible, y esos ojos tenebrosos en los que no se distingue el iris de la pupila, y siento un escalofrío.