Donald abre los ojos a la luz que entra por la ventana. Durante unos segundos no sabe dónde está, y entonces recuerda: el final del rastro. Un respiro del viaje infernal. Le duele todo el cuerpo, como si hubiera recibido una paliza.
Cielos… ¿realmente anoche se quedó inconsciente, igual que se apaga una vela? Aquella mujer que le curaba los pies —asoma uno y ve que tiene vendas limpias—, ¿era, pues, real y no un sueño? ¿También lo desnudó? No recuerda nada, pero el cosquilleo de la vergüenza le recorre el cuerpo. No cabe duda de que está desnudo. Hasta le han puesto ungüento en la herida y se la han vendado. Palpa en torno a la cama hasta encontrar las gafas. Se las pone y se siente más tranquilo, más dueño de la situación. Dentro, una habitación pequeña, con pocos muebles, como las destinadas a los visitantes en Fort Edgar. Fuera, un día gris aún sin nieve, pero no tardará. Y en algún lugar de este complejo de edificios: la señora Ross y Parker haciendo preguntas por su cuenta y riesgo. Sabe Dios lo que contarán al señor Stewart a espaldas suyas. Penosamente, se levanta de la cama y recoge la ropa del respaldo de una silla. Se viste moviéndose como un anciano. Es curioso (y una suerte, pese a todo) que cuando por fin ha podido descansar se encuentre mucho peor.
Arrastrando los pies, sale al corredor que circunda el patio interior y recorre dos tramos sin encontrar a nadie. Este puesto de la Compañía es de lo más extraño; ni asomo del ajetreo que hay en Fort Edgar. Se pregunta dónde está Stewart y qué clase de disciplina impone. Se le ha parado el reloj y no sabe si es temprano o tarde. Por fin, en un extremo del corredor se abre una puerta y sale Nesbit, que cierra de golpe. Está ojeroso y sin afeitar, pero vestido.
—Ah, señor Moody. Espero que haya descansado. ¿Cómo están sus pies?
—Mucho mejor. La… Elizabeth me los curó muy amablemente. Me temo que estaba tan cansado que no le di las gracias.
—Venga a desayunar. Supongo que a estas horas ya habrán encendido el fuego y preparado algo. Dios sabe lo difícil que es conseguir que esa gente haga algo en invierno. ¿También tienen este problema en su puesto?
—¿En Fort Edgar?
—Sí. ¿Dónde queda, por cierto?
A Donald le sorprende que no lo sepa.
—En Georgian Bay.
—Qué civilizado. Yo sueño con que me destinen a algún sitio cerca de… en fin, de donde viva gente. Esto le parecerá muy pobre en comparación.
Nesbit conduce a Donald a la habitación grande adonde los llevaron la víspera, pero ahora hay fuego en la chimenea y han puesto una mesa y sillas: Donald ve las marcas de las patas en el polvo del suelo. Está visto que aquí no dan prioridad a la limpieza. Se pregunta a qué se la darán.
—¿La señora Ross y el señor Parker se han levantado?
Cuando Nesbit va hacia la puerta, entra la señora Ross. Ha conseguido adecentar su ropa dejándola bastante presentable y se ha peinado pulcramente. La ligera afabilidad que Donald detectó en ella después de la ventisca parece haberse evaporado.
—Señor Moody.
—¡Estupendo! Conque aquí está usted… ¿Y el señor Parker?
—No lo sé —responde ella, mirando al suelo. Nesbit sale al pasillo llamando a la india, y entonces la señora Ross se acerca a Donald rápidamente, con la cara tensa—. Tenemos que hablar antes de que vuelva Nesbit. Anoche le dije que venimos buscando a mi hijo que se ha escapado de casa, no persiguiendo a un asesino. No hay que ponerlos en guardia.
Donald la mira boquiabierto.
—Señora, tendría que haberme consultado antes de inventar una mentira.
—No había tiempo. No le diga otra cosa o él sospechará, y eso sería peor, ¿no cree? —Aprieta los dientes y sus ojos son como dos piedras.
—¿Y si…? —Se interrumpe porque entra Nesbit seguido de Norah, que porta una bandeja. Ambos sonríen, y Donald comprende que han advertido que él y la señora Ross estaban cuchicheando. Con un poco de suerte, Nesbit quizá imagine que lo que se traen entre manos tiene carácter romántico… y se ruboriza al pensarlo. Es posible que tenga un poco de fiebre. Al sentarse a la mesa, haciendo un esfuerzo de voluntad evoca a Susannah. Es extraño, hacía tiempo que no pensaba en ella.
Llega Parker y, mientras comen la carne asada y el pan de maíz —Donald como si no hubiera probado bocado en varios días—, Nesbit les explica que Stewart ha salido de cacería con uno de los hombres, y pide disculpas por la deficiente hospitalidad. No obstante, de algo se siente orgulloso, y reprende ásperamente a Norah por el café que les ha traído. En silencio, ella se lo lleva y poco después reaparece con una cafetera de algo totalmente distinto. La ha precedido el aroma, aroma de auténtico café, como el que ninguno de ellos ha olido desde hace semanas. Y Donald, al primer sorbo, piensa que quizá nunca ha probado cosa igual. Nesbit yergue el tronco y sonríe ampliamente.
—Café de América del Sur. Lo compré en Nueva York al venir. Sólo lo muelo en ocasiones especiales.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí, señor Nesbit? —pregunta la señora Ross.
—Cuatro años y cinco meses. Usted es de Edimburgo, ¿verdad?
—Originariamente —replica ella, y consigue que esa sola palabra suene como una reprimenda.
—Y usted, si no me equivoco, es de Perth —sonríe Donald para desagraviarlo. Luego mira severamente a la señora Ross: si no quiere despertar sospechas, debería mostrarse más amable.
—Kincardine.
Se hace el silencio. La señora Ross sostiene la mirada de Donald con frialdad.
—Siento no poder darles noticias del hijo de la señora Ross. Deben de estar muy preocupados.
—Ah, sí. —Donald asiente, violento: fingir nunca ha sido su fuerte. Y está molesto con ella por haberle quitado la iniciativa en un asunto relacionado con la Compañía. Ahora no sabe cómo actuar—. Así que piensan que… —empieza, pero entonces suenan pasos precipitados en el corredor y un grito en el patio.
Nesbit se pone alerta repentinamente, como un animal, aguzando el oído. Se levanta de un brinco y los mira con una media sonrisa que más parece una mueca.
—Creo, amigos… que el señor Stewart ha regresado.
Y sale presuroso de la habitación. Donald y los otros se miran. Donald se siente desairado: ¿por qué Nesbit no los ha invitado a acompañarlo? Por lo menos a él. Tiene una sensación de enojosa incoherencia que lo aturde y desconcierta. Tras un momento de silencio, murmura una excusa y, titubeando, sigue a Nesbit al patio.
Cuatro o cinco hombres y mujeres rodean a un hombre, un trineo y un revoltijo de perros. De distintas direcciones aparecen otras figuras que se quedan junto a los edificios o se acercan al recién llegado. Donald se pregunta de dónde sale tanta gente. A la mayoría no los ha visto, pero reconoce a la mujer alta que anoche le curó los pies. El viajero, envuelto en una gruesa pelliza y con la cara oculta por la capucha de piel, habla al grupo. Cuando termina, se hace el silencio. Sólo Donald sigue andando hacia ellos, y un par de rostros se vuelven para mirarlo como si fuera una aparición. Él se para, confuso, y entonces la mujer alta, que estaba en el grupo desde el principio, lanza un alarido largo y se deja caer de rodillas en la nieve con un lamento agudo, interminable, que no es grito ni sollozo, ni parece de este mundo. El plañido sigue y sigue. Nadie trata de consolarla.
Un hombre parece protestar ante Stewart y éste se encoge de hombros, le da la espalda y se encamina hacia los edificios. Nesbit habla secamente al hombre y sigue a su superior. Al ver a Donald, le lanza una mirada hosca, se domina y le indica que entre. Tiene la cara del color de la nieve sucia.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Donald en voz baja cuando los demás no pueden oírlos.
Nesbit tiene los labios prietos.
—Una desgracia. Nepapanees ha tenido un accidente. Mortal. Ésa era su esposa. —Parece más enfadado que otra cosa. Como si pensara: ¿y ahora qué?
—¿La que ha caído al suelo… Elizabeth? ¿Su marido ha muerto?
Nesbit asiente.
—A veces pienso que estamos malditos —masculla como hablando consigo mismo. Bruscamente, da media vuelta en el corredor, cerrando el paso a Donald. No obstante, trata de sonreír—. Esto es una horrible desgracia, pero… ¿por qué no vuelve con sus compañeros? Disfrute de su desayuno… Dadas las circunstancias, ahora tengo que hablar con el señor Stewart. Después nos reuniremos con ustedes.
Donald comprende que no tiene opción y sigue con la mirada a Nesbit, que desaparece tras la esquina del corredor. Se queda inmóvil, confuso e inquieto. Había algo casi obsceno en la manera en que Nesbit, y el propio Stewart, se distanciaban del dolor de los demás, desentendiéndose.
En lugar de volver a la mesa del desayuno, Donald sale otra vez al patio, donde ha empezado a nevar, en silencio y concentradamente, como proclamando: esto ya es el invierno, ahora va en serio. Los copos, menudos y rápidos, parecen venir de todas las direcciones, limitando la visibilidad a unos pocos pasos. Fuera sólo está la viuda, sentada sobre los talones, balanceando el cuerpo. Los otros han desaparecido. Donald se irrita con ellos por dejarla sola. Esta mujer ni siquiera lleva ropa de abrigo, por Dios; sólo un vestido con mangas hasta el codo. Se acerca a ella.
La mujer calla, tiene los ojos muy abiertos pero la mirada extraviada, y se mesa el cabello. No mira a Donald. Él se estremece al verle los tobillos amoratados que asoman por encima de los mocasines.
—Disculpe… señora Bird. —Se siente ridículo, pero ahora no se le ocurre otra forma de dirigirse a ella—. Se va a helar aquí fuera. Entre, por favor.
Ella no parece oírlo.
—Elizabeth, anoche fue muy amable conmigo… Por favor, entre. Sé que está muy afligida. Deje que la ayude.
Extiende una mano, esperando que ella la coja, pero la mujer no se mueve. Los copos se le posan en las pestañas y el pelo y se funden en sus brazos. Ella no los aparta. Donald repara en su cara, que es alargada, de facciones finas, casi inglesas. Son muchas las mestizas que más parecen blancas que indias.
—Por favor… —Le pone una mano en el brazo y, de pronto, ella vuelve a emitir aquel lamento agudo. Él retrocede, alarmado por ese sonido extraño, espectral, casi animal. Se siente acobardado. Después de todo, ¿qué sabe de ella ni del marido? ¿Qué puede decirle que mitigue su dolor?
Donald mira en derredor, buscando ayuda o testigos. No ve moverse nada en medio de los torbellinos de nieve, pero en una ventana distingue una figura borrosa que parece estar observándolos.
Se pone de pie —estaba en cuclillas—, decidido a ir en busca de alguien. Quizá una amiga pueda convencerla para que entre; él no se considera autorizado a obligarla ni a tomarla en brazos. Está seguro de que Jacob sabría qué hacer, pero Jacob no está. Se sacude la nieve de los pantalones y se aleja de la viuda, aunque no puede menos que volverse a mirarla. La ve como una silueta oscura difuminada por la nieve, una figura inquietante en una estampa japonesa. Tiene una idea: le traerá una taza de aquel café; es lo menos que Nesbit puede hacer. Está seguro de que ella no lo beberá, pero quizá se alegre de que él se lo ofrezca.