Su padre parece otro desde que volvió a casa después de su detención. Pasa horas en su estudio, solo, sin leer, sin escribir cartas ni ocuparse en otros menesteres, mirando por la ventana, abstraído. Ha dado orden de que no se lo moleste, pero Maria ha estado observándolo por el ojo de la cerradura. No es propio de él aislarse de este modo, y está intranquila.

También Susannah está preocupada, pero por otros motivos. Desde luego, la inquieta el extraño comportamiento de su padre, pero él sigue sentándose a la mesa con la familia y parece contento. La preocupación de su hermana es infundada. ¿Qué espera Maria que haga él si en estos momentos no puede ocuparse de sus tareas de magistrado? No; Susannah ha decidido preocuparse apasionadamente por Donald. Hace tres semanas que él y Jacob se fueron; no es mucho tiempo, pero no pensaban tardar tanto en regresar. Ambas hermanas han hecho conjeturas acerca de las causas del retraso. Lo más seguro es que no hayan encontrado a Francis Ross. Si el chico hubiera muerto ya habrían vuelto. Y también si lo hubieran encontrado cerca.

—Pero ¿y si han encontrado a Francis y él los ha matado para escapar de la justicia? —pregunta Susannah con ojos muy abiertos, al borde del sollozo.

Maria responde despectivamente:

—¿Crees que Francis Ross podría matar al señor Moody y a Jacob, yendo armados los dos? Además, no tendría fuerza. No es más alto que tú. Es lo más absurdo que he oído en mi vida.

—Maria… —la amonesta la madre desde la silla mientras cose.

Susannah se encoge de hombros con impaciencia.

—Ya podrían haber enviado un mensaje, me parece.

—No se pueden enviar mensajes si no hay mensajero.

—Tampoco es como si estuvieran en medio de… de Mongolia.

—Pues Mongolia tiene una densidad de población mayor que la de Canadá —no puede menos que observar Maria.

—Si lo dices para tranquilizarme, has fracasado. —Susannah se levanta y se va de la sala dando un portazo.

—Podrías ser más amable —dice la señora Knox suavemente—. Tu hermana está intranquila.

Maria tiene que hacer un esfuerzo para no responder que también ella puede estar intranquila, pero, como de costumbre, todo el mundo se preocupa más por Susannah que por ella. Al final dice:

—La verdad es que esto intranquiliza a cualquiera. Ya deberíamos haber recibido algún mensaje. Me sorprende que la Compañía no haya enviado a alguien a buscarlos.

—Según mi experiencia… —la señora Knox corta un hilo con los dientes— las malas noticias siempre viajan deprisa.

El ambiente que se respira en la casa es agobiante, con el padre sentado en el estudio como una esfinge, Susannah afligida y la madre haciendo gala de un extraño estoicismo. Maria siente que necesita alejarse de todos ellos. La verdad es que la perturba la reacción que provocan en ella las conversaciones acerca de Moody. También Maria se ha preguntado qué puede haberles ocurrido y confía en que él esté bien, pero eso es sólo lo que sentiría cualquier persona por un amigo del que no ha tenido noticias en algún tiempo. No significa nada. Sin embargo, últimamente tiene muy presente su cara, y la sorprende que pueda recordarla con tanto detalle: las pecas en lo alto de los pómulos, las gafas que le resbalan por la nariz y aquella sonrisa humorística que le aflora a los labios cuando alguien le pregunta algo, como si dudara de su capacidad para responder pero estuviera dispuesto a intentarlo.

* * *

Maria llega a la tienda con unos centímetros de barro helado pegados a las botas y la falda. Detrás del mostrador está la señora Scott, que sólo levanta la cabeza un momento cuando ella entra. Al saludar, Maria observa que una tumefacción amarillenta en el pómulo izquierdo rompe la perfecta simetría de su cara. La señora Scott —Rachel Spence se llamaba entonces— interpretaba el papel de Virgen Maria en la función navideña de la escuela. Los viejos aún se lo recuerdan, pero ya hace mucho tiempo que han dejado de preguntarle por los accidentes que ella parece sufrir con frecuencia.

El señor Sturrock está en su habitación. Maria espera abajo, al lado de la estufa, sin saber si querrá verla, pero él baja al cabo de un minuto.

—Señorita Knox. ¿A qué debo el placer?

—Señor Sturrock. Me temo que al aburrimiento.

Él se encoge de hombros con elegancia, entrando en el juego.

—Bravo por el aburrimiento, si la ha traído aquí.

Hay algo en la expresión de este hombre que la cohíbe un poco. Si él fuera más joven, sospecharía que trata de cortejarla. Y quizá lo haga. Maria piensa que sería típico que sólo pudiera despertar interés en un hombre mayor que su padre.

Sturrock pide café y dice:

—¿Le parecería inapropiado que la invitara a subir a mi habitación? Es que allí tengo algo que me gustaría enseñarle.

—No, no me parecería inapropiado. —Y lo curioso es que, a pesar de sus sospechas, no se lo parece.

La habitación huele a humedad pero está limpia. Él recoge los papeles de la mesa que hay frente a la ventana y acerca dos sillas. Maria se sienta, halagada por sus atenciones. Debía de ser muy guapo de joven, y todavía lo es, con su cabellera blanca y sus ojos azules. Se sonríe interiormente de su propia tontería.

Por la ventana se ve la calle. Es un excelente observatorio. Todos los vecinos de Caulfield pasan por la tienda, antes o después. Hasta se ve parte de su casa a lo lejos y más allá, en sentido oblicuo, una extensión de agua gris, hosca bajo las nubes bajas.

—No es una habitación precisamente palaciega, pero sirve.

—¿Usted trabaja aquí?

—En cierto modo. —Él se sienta y le acerca un papel—. ¿Qué opina de esto?

Maria lo coge. Es una página arrancada de un cuaderno, aunque no recientemente. Tiene marcas de lápiz y en el primer momento no sabe en qué sentido mirar. Son líneas que forman ángulos, diagonales y paralelas. En torno a las marcas hay varias figuras estilizadas que no componen ningún esquema perceptible. Las examina atentamente.

—Siento defraudarlo, pero no entiendo nada —se rinde—. ¿Está completo?

—Sí, que yo sepa. Es la copia completa de lo grabado en una pieza, pero puede haber otras, desde luego.

—¿Copia de una pieza de qué? No es babilónico, ¿verdad?, aunque parece escritura cuneiforme.

—Lo mismo pensé yo. Pero no es babilónico, ni un jeroglífico ni griego. Tampoco es sánscrito, hebreo, arameo ni árabe.

Maria sonríe. Él le plantea un enigma, y a ella le gustan los enigmas.

—Bien, no es chino ni japonés. No sé, no lo conozco. Estas figuras… ¿quizá alguna lengua africana?

Él niega con la cabeza.

—Me asombraría que pudiera descifrarlo. Lo he llevado a museos y universidades, lo he enseñado a muchos lingüistas, y nadie ha sabido decirme qué es.

—¿Y algo le hace pensar que es más que… que una figura abstracta? Parecen trazos infantiles.

—Me temo que eso se debe a mi torpeza al copiarlos. El original tenía una apariencia más definida. Sin duda esto es sólo un fragmento. Y sí, creo que es más que unos arañazos hechos al azar.

—¿Arañazos?

—El original está grabado en una tablilla de hueso y teñido con un pigmento negro, quizá a base de hollín. Está hecho con precisión. Las figuras forman un círculo alrededor. Pienso que esas marcas son de escritura y relatan un hecho que las figuras ilustran.

—¿Sí? ¿Todo eso ha deducido? ¿Dónde está el original?

—Ojalá lo supiera. El dueño prometió dármelo, pero… —Se encoge de hombros. Maria lo mira fijamente.

—¿El dueño?… ¿Jammet?

—¡Bravo!

Ella se estremece de satisfacción.

—Entonces estará entre sus cosas.

—Pues no está.

—¿No? ¿Quiere decir que lo han robado?

—Eso no lo sé. O lo han robado o él lo vendió o lo regaló, pero no es probable, porque dijo que me lo reservaría.

—Y usted espera a ver si el señor Moody lo trae.

—Puede que sea una esperanza vana, pero sí.

Maria vuelve a mirar el papel.

—Me recuerda algo, por lo menos las figuras. No estoy segura. No sé…

—Le agradecería que intentara recordar.

—Señor Sturrock, por favor, no me haga sufrir más. ¿Qué es?

—Lo siento, no lo sé.

—Pero tendrá una idea.

—Sí. Quizá suene fantástico, pero tengo la… supongo que esperanza es la palabra más adecuada… tengo la esperanza de que sea escritura india.

—¿India americana? ¡Pero si las lenguas indias no tienen escritura! Eso lo sabe todo el mundo.

—Quizá en otro tiempo la tuvieron.

Maria asimila esas palabras. Él parece hablar en serio.

—¿Qué antigüedad tiene el original?

—Para averiguar eso necesito tenerlo.

—¿Sabe de dónde procede?

—No, y ahora será difícil averiguarlo.

—Ya… —Ella escoge con cuidado sus palabras, no quiere ofender—. Por supuesto, usted ya habrá considerado la posibilidad de que sea una falsificación.

—Sí. Pero una falsificación sólo se hace cuando hay algo que ganar. Donde hay mercado para esas cosas. ¿Por qué iba alguien a tomarse el trabajo de hacer algo que no tiene valor?

—Pero es el motivo que lo ha traído a usted a Caulfield, lo que significa que cree que es auténtico.

—Yo no soy rico —sonríe burlonamente—. Pero siempre existe la posibilidad, por remota que sea, de que la pieza tenga valor.

Maria sonríe a su vez, sin saber qué pensar. Su escepticismo natural es una barrera para protegerse del ridículo y también su manera de erigirse en abogada del diablo. De todos modos, cree que el hombre está siguiendo una pista falsa.

—Esas figuras… me recuerdan dibujos indios que he visto en calendarios y cosas así.

—No está convencida.

—No sé. Quizá si viera el original…

—Desde luego, eso es imprescindible. Y tiene razón. Por ese motivo estoy aquí. Me interesan las costumbres y la historia de los indios. Yo escribía artículos. Tenía cierto renombre, en pequeña escala. Pero creo… —hace una pausa mirando por la ventana— creo que si los indios hubieran tenido una cultura con un lenguaje escrito, habrían recibido de nosotros otro trato.

—Quizá tenga razón.

—Yo tenía un amigo indio con el que solía hablar de esta posibilidad. Ya ve, no es algo inaudito.

Si Sturrock está decepcionado por su reacción, no lo demuestra. Ella tiene la sensación de haber sido un poco ruda, y alarga la mano hacia el papel.

—¿Puedo copiarlo? Si me permite, me lo llevaré y haré pruebas.

—¿Qué pruebas?

—La escritura siempre es un código, ¿no? Y todos los códigos pueden descifrarse. —Se encoge de hombros.

Sturrock sonríe y le acerca el papel.

—Desde luego, tiene mi total beneplácito. Yo también he hecho pruebas, pero sin éxito.

Maria duda de poder ayudar, pero este enigma por lo menos la distraerá de las frustraciones y preocupaciones que la acucian.

La ternura de los lobos
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