Empiezo a ver claro que tengo que hacer algo. Cuando Mackinley se va, me paseo por la cocina hasta que llega Angus, y no hace falta que le diga que Francis no ha vuelto. Le digo que todas las cañas de pescar están en casa y que he escondido una. Ahora también él parece intranquilo.
—Tienes que ir a buscarlo.
—Aún no hace tres días. Ya no es un niño.
—Puede haber tenido un accidente. Hace frío y no lleva mantas.
Angus piensa un momento y dice que mañana irá al lago Swallow. Tan aliviada me siento que lo abrazo, pero sólo encuentro rigidez y frialdad. Se limita a esperar a que lo suelte y entonces da media vuelta, como si nada.
Nuestro matrimonio parecía marchar bien mientras yo no pensaba en eso. Ahora, ya no sé, tengo la impresión de que cuanto más me preocupo por los demás menos acierto. Cuando sólo pensaba en mí misma, no tenía más que chasquear los dedos para que los hombres me complacieran en todo. Ahora que trato de ser mejor persona, ya ves: mi marido me da la espalda y no me mira a la cara. Pero quizá sea sólo cosa de la edad: cuando una mujer se hace mayor pierde encanto y poder de persuasión, y eso no tiene remedio.
—Yo podría ir contigo.
—No digas tonterías.
—No puedo soportar esta espera. ¿Y si le ha ocurrido algo?
Angus suspira con los hombros caídos, como un viejo.
—Rhu… —susurra. Es el diminutivo cariñoso de antaño, y me estremezco—. Estoy seguro de que está bien. Pronto volverá.
Asiento, conmovida por el apelativo. En realidad, me agarro a él como a un salvavidas, aunque luego pienso que si aún soy su «rhu», su cariño, ¿por qué no me mira cuando lo dice?
Al atardecer, con los bolsillos abultados, salgo a dar un paseo. Por lo menos eso digo a Angus; si me cree o no, cualquiera sabe. A esta hora, todos los habitantes de Dove River se sientan a cenar, tan seguro como si de un rebaño se tratara, de modo que nadie andará por ahí fuera o por donde no deba estar. Nadie más que yo.
Llevo casi todo el día pensándolo, y he decidido que ésta sería la mejor hora. Habría podido esperar al amanecer, pero no quiero retrasarlo más. El río baja muy crecido —ha llovido al norte—, pero la roca desde la que saltó Doc Wade está seca; solo la cubren las riadas de primavera.
En la roca hay una huella, una marca húmeda y oscura. Se ve incluso a esta media luz. Quizá Knox haya puesto a un guardia que, aburrido, se haya ido a pasear en canoa. No lo creo ni un instante, de modo que, sin hacer ruido, me acerco a la cabaña por un lado, para no ser vista desde la puerta. No se oye nada. Tal vez todo han sido figuraciones mías, aunque desde aquí no veo la roca. En el bolsillo traía un cuchillo que ahora empuño con más fuerza de la necesaria. En realidad, no es que piense que el asesino vaya a volver —¿para qué?—, pero avanzo con sigilo hasta la ventana, palpando con la mano la pared, y aguzo el oído. Tanto rato permanezco en la misma postura que se me duerme una pierna. No he oído ni una mosca. Voy a la puerta, que está atada con alambre. Saco los alicates y deshago la ligadura. Dentro está oscuro, pero aun así cierro la puerta, por si acaso.
La cabaña está exactamente tal como la recordaba, sólo que ahora la cama está vacía. Aún se nota hedor, del colchón y de las mantas amontonadas junto a la pared. Me pregunto quién las lavará o si las quemarán. No creo que su madre, muy vieja ya, las quiera.
Subo las escaleras. No parece que Jammet viniera mucho por aquí. Hay cajas apiladas junto a las paredes y todo está cubierto por una capa de polvo, en la que los hombres que vinieron ayer dejaron las huellas de sus pisadas, que indican dónde se pararon a examinar algo. Dejo la lámpara en el suelo y empiezo a registrar la primera caja, que contiene su traje bueno, chaqueta y pantalón anticuados, que debían de quedarle estrechos, me parece. ¿Son de cuando era joven o pertenecían a su padre? Miro en las otras cajas: más ropa, papeles de la Hudson Bay Company, la mayoría relacionados con su retiro tras «un accidente sufrido en el desempeño de su trabajo».
Hay objetos que hablan de las otras vidas de Jammet, antes de que viniera a Dove River. Trato de no fijarme mucho en algunos de ellos, por ejemplo, una flor prensada de una seda descolorida; ¿se la dio una mujer en prenda de amor, o pensaba dársela él a ella y desistió? Me pregunto por las mujeres de su vida. Y aquí hay algo sorprendente: una fotografía en la que aparece, de joven, con aquella contagiosa sonrisa suya. Está con varios hombres, voyageurs, supongo, todos con pañuelo al cuello y capote, reunidos alrededor de un montón de cajas y canoas. Todos guiñan más o menos los ojos al sol. Él es el único que consigue mantener la sonrisa. ¿Qué acontecimiento pudo merecer esta fotografía? Quizá habían culminado un viaje especialmente arduo. Los voyageurs se enorgullecen de estas cosas.
Después de registrar las cajas, las separo de la pared. No sé qué espero encontrar detrás, pero no hay más que polvo, excrementos de ratón y avispas disecadas.
Bajo desolada. Ni siquiera sé qué busco, aparte de algo que me confirme que Francis no ha tenido nada que ver con esto, aunque ya lo sé, por supuesto. No logro imaginar qué podría ser.
Respiro por la boca y con fatiga mientras rebusco entre la comida. El olor impregna toda la casa y es peor que cuando él aún estaba aquí. Para no descuidar nada que pueda atormentarme por la noche y obligarme a volver, meto la mano en los botes de grano y de harina, y entonces lo encuentro. En el de la harina algo me roza los dedos y doy un respingo y un grito, esparciendo harina por todas partes. Es un pedazo de papel arrancado de una hoja mayor, con números y letras: «61HBKW». Nada más. Imposible imaginar cosa más inútil. ¿Por qué esconder un pedazo de papel en un bote de harina, si sólo tiene escrito algo sin sentido, sobre todo si no sabes leer, como era el caso de Jammet? Lo guardo en un bolsillo y entonces se me ocurre que quizá fuera a parar al bote de la harina por casualidad. Es más, pudo haber ocurrido en cualquier sitio: en el almacén de Scott, por ejemplo. Aun en caso de que lo hubiera escondido el propio Jammet, no es probable que pueda revelarme la identidad del asesino.
Hasta ahora he evitado acercarme a la cama y desde luego no me apetece tocarla. Debí traer guantes, pero no se me ocurrió. Mientras lo pienso, miro en la caja de la yesca, vacía. Entonces sucede algo que hace que casi me desmaye del susto: llaman a la puerta.
Me quedo petrificada un momento, pero es absurdo fingir que no estoy, habiendo luz en las ventanas. Durante varios segundos trato de hallar un motivo que justifique mi presencia, y aún no he dado con él cuando la puerta se abre y me encuentro delante de un desconocido.