Cinco voluntarios componen la expedición de búsqueda: Mackinley; un guía nativo llamado Sammy; un muchacho del pueblo que responde al nombre de Matthew Fox y que ansia demostrar sus dotes de conocedor del bosque; Ross, el hombre que sufre la ausencia del hijo y la esposa, y Thomas Sturrock, exbuscador de desaparecidos. Sturrock comprende que, de todos, él es el único cuya compañía no es bienvenida; a esta gente debe de parecerles un anciano, además de un forastero del que nadie sabe qué está haciendo en Caulfield. Ha entrado en el grupo gracias a su innegable simpatía y a una larga velada que pasó dando coba al zorro de Mackinley y describiéndole viejas hazañas. Incluso le habló de sus dotes de rastreador, pero por fortuna Sammy no ha necesitado su ayuda, porque Sturrock, deslumbrado por el prístino esplendor de la nieve nueva, no tiene idea de qué rastros están siguiendo. Pero aquí está, y cada paso que da lo acerca a Francis Ross y al objeto de su viaje.
Desde que Maria Knox, a su regreso del Sault, le hizo el asombroso relato de su conversación con Kahon’wes, se siente animado de una pasión que creía perdida para siempre. Ha pensado mucho en aquello. ¿Podía saber Kahon’wes que él estaba relacionado con el asunto? ¿Podía haber dicho aquellos nombres por pura coincidencia? Imposible. Él ha decidido que la tablilla está escrita en una lengua iroquesa y da testimonio de la Confederación de las Cinco Naciones. Quién sabe si no fue grabada en aquel tiempo. Lo fuera o no, él comprende la trascendencia del asunto: la repercusión que semejante descubrimiento tendría en la política para con los indios; la incomodidad que causaría a los gobiernos de uno y otro lado de la frontera; la fuerza que imprimiría en las demandas de autonomía de los nativos. ¿Cuál es el hombre que no ansía hacer el bien si, al mismo tiempo, se beneficia con ello?
Éstos eran los pensamientos de Sturrock durante las primeras horas de viaje. Luego empezó a preguntarse —porque ante todo él es realista— si no tendría razón Maria y el objeto era una hábil superchería. En el fondo, Sturrock piensa que eso sería lo de menos. Él convencerá a Kahon’wes para que lo apoye; no ha de serle difícil. Si presenta el caso con habilidad (que no le faltará) y convicción suficientes, el primer impacto lo hará famoso y la controversia que pueda generar después no será sino buena publicidad. Por el momento, no permite que le preocupe la circunstancia de que ahora mismo ignora el paradero de la tablilla. Confía en que Francis Ross se la haya llevado, y ya se las ingeniará él, cuando lo encuentren, para convencerlo de que se la entregue. Ha ensayado lo que le dirá, muchas veces…
Una raqueta se encalla en un saliente de la costra de hielo, y Sturrock, que va el último, cae de rodillas. Apoya la manopla en la nieve mientras recobra el aliento, que se le ha cortado con la sacudida. El frío hace que le duelan todas las articulaciones. Hacía años que no viajaba en estas condiciones, y había olvidado este cansancio. Confía en que ésta sea la última vez. Ross, que va delante de él, se da cuenta de que ha caído, vuelve la cabeza y se para a esperarlo. Menos mal que no retrocede para ayudarlo a levantarse; sería demasiada humillación.
Maria le dijo que había visto a Ross en Sault en compañía de una mujer, y comentó si la desaparición de su esposa sería tan fortuita como se suponía. Esta conjetura divirtió a Sturrock, ya que una idea tan escabrosa le parecía impropia de Maria, a lo que ella repuso que no era mucho más escabrosa que la hipótesis «oficial»: que la señora Ross se había marchado con el prisionero fugado (¡sin que su marido se inmutara lo más mínimo!). A Sturrock le intriga este hombre. Su cara no expresa nada; si le preocupa la suerte de su mujer y su hijo, no lo demuestra. Esto no le hace acreedor a la simpatía de los otros hombres de la expedición. Hasta ahora, Ross se ha resistido a los intentos de Sturrock de entablar conversación, pero éste no ceja, y aprieta el paso para alcanzarlo.
—Parece sentirse a sus anchas en estos parajes, señor Ross —dice, tratando de dominar el jadeo—. Apostaría a que ha viajado lo suyo.
—No mucho —gruñe Ross pero luego se ablanda, quizá al percibir la fatigosa respiración del viejo, y añade—: Sólo salidas de caza. No como usted.
—Oh… —Sturrock se permite una modesta sensación de halago—. Debe de estar usted preocupado por su familia.
Ross da unos pasos en silencio, mirando el suelo.
—No lo bastante preocupado, piensan algunos.
—Uno no tiene por qué hacer alarde de sus sentimientos.
—Ya. —Suena sarcástico, pero Sturrock, atento a poner las raquetas en las huellas del muchacho que va delante, no puede verle la cara. Al cabo de un momento, Ross prosigue—. El otro día estuve en Sault. Fui a ver a una amiga de mi esposa, por si sabía algo de ella. Allí vi a la mayor de las Knox. Ella tuvo un sobresalto al verme… imagino que la noticia de que tengo una amiguita habrá corrido por todo el pueblo.
Sturrock sonríe, contrito pero aliviado. Se alegra de que la señora Ross tenga a alguien que la quiere. Ross lo mira torvamente.
—Lo que me figuraba.
Al segundo día de salir de Dove River, Sammy se para y levanta una mano pidiendo silencio. Todos se detienen. El guía, que va en cabeza, habla con Mackinley y éste se vuelve hacia los demás. Va a decir algo cuando de los árboles que tienen a su izquierda surge un grito y crujidos de ramas. Los hombres miran asustados. Mackinley y Sammy empuñan rifles, por si es un oso. Sturrock oye un alarido agudo y comprende que es humano… de mujer.
Él y Angus Ross, los que están más cerca, se adelantan hundiéndose en los ventisqueros y sorteando matorrales y obstáculos ocultos. Es tan difícil el avance que tardan en distinguir quién los llama; sólo perciben imágenes fugaces entre los árboles. Sturrock cree que hay más de una figura, pero… ¿una mujer? ¿Mujeres aquí, en pleno invierno?
Entonces la ve claramente: una mujer delgada de cabello oscuro viene hacia él arrastrando un chal, con la boca abierta en un grito de extrema fatiga, de alegría y también de temor de que ellos sólo sean un espejismo. La mujer corre entre los matorrales hacia Sturrock y cae de bruces a pocos pasos de distancia, en el momento en que Ross toma en brazos a una niña. Otra figura sale corriendo de los árboles detrás de ellos. Sturrock llega junto a la mujer e hinca una rodilla en el suelo, en gesto versallesco que las raquetas entorpecen y convierten en parodia. Ella está demacrada de fatiga y lo mira con ojos desorbitados, como si tuviera miedo de él.
—Tranquilícese, ya pasó todo. Están a salvo. Calma…
No está seguro de que ella le entienda. El niño se acerca y apoya una mano en el hombro de la mujer en ademán protector, mientras mira a Sturrock con ojos oscuros y recelosos. Sturrock nunca ha sabido hablar a los niños, y éste no parece amigable.
—Hola. ¿De dónde venís?
El niño musita unas palabras ininteligibles, y la mujer le contesta en la misma extraña lengua, que no es francés ni alemán.
—¿Habla usted inglés? ¿Me entiende?
Los otros hombres los rodean, mirando la escena con ojos de asombro. Son una mujer, un niño de unos siete u ocho años y una niña aún más pequeña. Todos muestran síntomas de congelación y agotamiento. Ninguno dice ni una palabra que se entienda.
Deciden acampar, a pesar de que no son ni las dos de la tarde. Sammy y Matthew construyen un refugio detrás de un árbol caído y recogen leña para encender un buen fuego. Angus Ross prepara té y comida. Mackinley se mete en el bosque por donde señala la mujer y reaparece trayendo de las riendas a una yegua desnutrida a la que envuelven en mantas y dan harina de avena. La mujer y los niños se sientan junto al fuego. Después de conversar con sus hijos en voz baja un momento, la mujer se levanta y se acerca a Sturrock. Con un gesto, le indica que desea hablar en privado, y ambos se alejan unos pasos del campamento.
—¿Dónde estamos? —pregunta ella sin preámbulos.
Sturrock observa que habla casi sin acento.
—A día y medio al norte de Dove River. ¿De dónde vienen ustedes?
Ella lo mira fijamente un momento y vuelve los ojos hacia los otros.
—¿Ustedes quiénes son?
—Me llamo Thomas Sturrock, de Toronto. Ellos son de Dove River, excepto el del pelo corto y castaño, que es empleado de la Hudson Bay Company, y el guía.
—¿Qué hacen aquí? ¿Adónde van? —Si este interrogatorio denota ingratitud, ella no parece advertirlo.
—Seguimos un rastro hacia el norte. Han desaparecido unas personas. —Es imposible explicar el caso en pocas palabras, así que ni lo intenta.
—¿Adónde conduce el rastro?
Sturrock sonríe.
—Eso no lo sabremos hasta que lleguemos al final.
La mujer suspira y parece aliviada de sospechas y temores.
—Nosotros nos dirigíamos a Dove River —dice—. Perdimos la brújula y el otro caballo. Con nosotros venía otra persona que fue a… —Muda de expresión, esperanzada—. ¿Ustedes han disparado un rifle estos últimos días?
—No.
Vuelve a estar abatida.
—Nos separamos, y ahora no sabemos dónde está. —Por fin, le tiembla el mentón—. Había lobos. Mataron al caballo. Podían habernos atacado a nosotros. Quizá… —Se echa a llorar, pero suavemente y sin lágrimas.
Sturrock le da palmadas en el hombro.
—Vamos, vamos. Ya están a salvo. Debe de haber sido terrible, pero ya pasó. No tienen nada que temer.
La mujer lo mira a los ojos y él observa que los de ella son muy bellos, límpidos, color castaño claro, en un rostro ovalado y terso.
—Gracias. No sé qué habría sido de nosotros… Nos han salvado la vida.
El propio Sturrock trata la congelación de las manos de la mujer. Mackinley convoca una reunión de urgencia y decide que Sammy y él irán en busca del desaparecido —el rastro está claro—; los demás permanecerán en el campamento. Si no lo han encontrado al anochecer del día siguiente, Ross, Matthew y Sturrock acompañarán a la mujer y sus hijos a Dove River. Sturrock no está muy conforme con el plan, pero comprende que lo más conveniente es dejar que sigan adelante los más experimentados, viajando lo más aprisa posible. Por otra parte, se siente halagado por la preferencia que le muestra la mujer, que no ha hablado en privado con nadie más y se mantiene cerca de él, incluso de vez en cuando lo mira con una dulce sonrisa. («¿Así que es usted de Toronto…?»). Él se dice que ello se debe a que, por su edad, lo considera menos peligroso, pero sabe que no es la única razón.
Aún es de día cuando Mackinley y Sammy se van, después de deducir, de las vagas explicaciones de la mujer, que su marido puede estar herido. Cuando desaparecen en la penumbra del bosque, Ross distribuye dedales de brandy. La mujer se anima sensiblemente.
—¿Quiénes son las personas que están siguiendo? —pregunta, una vez los niños se han dormido profundamente.
Ross suspira y calla. Matthew mira de Ross a Sturrock, quien se siente obligado a decir:
—Es un caso extraño y difícil de explicar. Quizá el señor Ross… ¿No? Verá, hace varias semanas se produjo un desgraciado incidente: un hombre murió, ¿comprende? Al mismo tiempo, el hijo del señor Ross desapareció de Dove River, posiblemente en persecución de alguien. Dos hombres de la Hudson Bay Company, encargados de la investigación de los hechos, salieron en su busca. Hace muchos días que se fueron y no se ha tenido noticias de ellos.
—¡Y eso no es todo! —Matthew se inclina hacia delante, aguijoneado por el interés demostrado por la mujer—. Un hombre fue arrestado por el asesinato, un mestizo de mala catadura, que luego escapó, bueno, no, alguien lo soltó, y desapareció con la madre de Francis… ¡y no se los ha vuelto a ver!
Matthew calla y se ruboriza al darse cuenta de lo que ha dicho, y mira a Ross con ojos asustados.
—No se sabe si se fueron juntos ni si alguno tomó este camino —le recuerda Sturrock, mirando con cautela a Ross, que parece indiferente—. Pero sí, éste es, en resumen, el motivo por el que estamos aquí: encontrarlos y asegurarnos de que están… sanos y salvos.
La mujer se inclina hacia el fuego, con los ojos muy abiertos y brillantes. En nada se parece a la despavorida criatura que ha salido del bosque hace un par de horas. Inspira hondo y ladea la cabeza.
—Han sido ustedes muy buenos con nosotros. Nos han salvado la vida. Por eso, señor Ross, creo que debo decirle que he visto a su hijo y su esposa, y que ambos están bien. Todos están muy bien.
Ross se vuelve hacia ella por primera vez y la mira fijamente. De no haberlo visto con sus propios ojos, Sturrock no habría creído que aquel rostro granítico pudiera humanizarse tanto.