Donald y Jacob llegan a Caulfield a última hora de la mañana y aquél busca un carro para recoger las pertenencias de Jammet. Avergonzado de su anterior sospecha, envía a Jacob a buscarlas, solo, lo cual le hace sentirse mejor y, por otro lado, tiene la ventaja de permitirle almorzar con la señora Knox y sus hijas. Pero, apenas han tomado el primer bocado de cerdo, Donald ya ha metido la pata.
—He pensado que quizá al volver encontraría aquí al señor Sturrock —empieza en tono familiar—. Tengo entendido que es un antiguo conocido de su esposo.
La señora Knox lo mira con sobresalto.
—¿El señor Sturrock…? ¿Thomas Sturrock?
Las hermanas intercambian una mirada rápida y elocuente.
—El nombre de pila lo ignoro, pero… me han dicho que su marido… Disculpe si he dicho algo…
La señora Knox se ha puesto francamente pálida, pero aprieta los labios con decisión.
—No ocurre nada, señor Moody. Ha sido la sorpresa, nada más. Hacía mucho tiempo que no oía ese nombre.
Donald clava los ojos en el plato, azorado y confuso. Susannah mira a su hermana con gesto acusador. Maria se aclara la garganta.
—Se lo explicaré, señor Moody. Nosotras teníamos dos primas, Amy y Eve, que se fueron de excursión al bosque y no volvieron. El tío Charles hizo venir a varias personas para que las buscaran y el señor Sturrock era una de ellas. Tenía fama de buen rescatador… ya sabe, esas personas que se dedican a buscar a niños raptados por los indios. Estuvo mucho tiempo buscándolas, pero no las encontró.
—Gastó todo el dinero del tío Charles, que murió con el corazón destrozado —dice Susannah rápidamente.
—Tuvo un ataque —dice Maria a Donald.
Él está estupefacto. De la expresión de Susannah deduce que esto es lo que ella había empezado a contarle la víspera, despojado de adornos. Y que está enfadada porque le han robado la iniciativa.
—Cuánto lo siento —recuerda decir finalmente—. Es terrible.
—Sí que lo fue —tercia la señora Knox—. Ni mi hermana ni su marido lo superaron. Tiene razón Maria al decir que sufrió un ataque, pero no tenía más que cincuenta y dos años. Aquello acabó con él.
Susannah lanza a su hermana una mirada triunfal.
En el silencio que sigue, sólo se oye el roce del tenedor de Donald en el plato. De pronto se siente como un bruto por seguir comiendo, y la mano que sostiene el tenedor vacila en el aire. Hasta el acto de masticar parece horriblemente ruidoso, pero poco puede hacer para evitarlo, si tiene la boca llena.
—Confío en que le guste el cerdo —dice la anfitriona con una firme sonrisa. Ella no olvida fácilmente su papel.
—Está exquisito —musita Donald, que percibe con claridad que, a su izquierda, Susannah ha dejado el tenedor.
—De aquello hace mucho tiempo —dice Maria—. Diecisiete o dieciocho años. Pero no nos ha dicho usted si Francis Ross ha vuelto. ¿O van a salir mañana en su busca?
Donald siente una oleada de gratitud.
—Aún no ha vuelto. Iremos a buscarlo. Sus padres están preocupados.
—Temen que haya desaparecido como… —Susannah deja la frase sin terminar.
—Francis Ross siempre anda por los bosques. Es como un indio. Debe de conocerlos como la palma de su mano.
—Sea como fuere, cuando lo encontremos todo se aclarará. Jacob es un rastreador excelente. Unos días de demora no le suponen dificultad alguna.
* * *
Ahora, después del almuerzo, Donald repasa en el estudio las notas de la víspera y agrega los sucesos de la mañana. Acaba de decidir ir en busca del tal Sturrock cuando Susannah entra sin llamar. Él se levanta de un brinco y, aunque cueste creerlo, con la precipitación consigue derribar la silla.
—¡Maldita sea! Perdón, yo…
—Oh, vaya…
Susannah se adelanta y lo ayuda a enderezarla. Se quedan muy cerca uno de otro, riendo, con las caras a menos de un palmo de distancia. Donald da un paso atrás, aterrado por la idea de que ella note cómo el corazón le retumba en el pecho.
—Venía a pedirle disculpas —dice ella—. Hemos sido para usted una compañía muy poco agradable. Y yo que esperaba que cuando volviéramos a vernos las cosas fueran distintas…
Está muy seria, pero hay un poco de rubor en su cara. De pronto, Donald tiene el convencimiento de que esta hermosa muchacha se siente atraída por él, y este asombroso descubrimiento le produce el mismo efecto que una copa de un brandy potente. Confía en no estar sonriendo como un idiota.
—No tiene por qué disculparse, señorita Knox.
—Llámeme Susannah, por favor.
—Susannah.
Es la primera vez que pronuncia su nombre delante de ella y esto le hace sonreír. Sentir su nombre en los labios mientras ve cómo ella lo mira hace que se le inflame el corazón.
—Han sido ustedes una compañía encantadora, una compensación por todo este… asunto. Celebro haber venido… quiero decir, celebro que Mackinley me eligiera.
—Pero mañana se irá y no volveremos a verlo.
—Bien… supongo que la Compañía querrá mantenerse al corriente de los acontecimientos… Quién sabe, quizá vuelva antes de lo que imagina.
—Ah, comprendo.
Parece tan contrariada que él se aventura a proponer:
—¿Sabe lo que sería fantástico? Que usted me escribiera y… me contara cómo van las cosas.
—¿Quiere decir que le haga un informe?
—Bien… sí. Aunque también me gustaría recibir noticias de usted. Y escribirle, si no tiene inconveniente.
—¿Le gustaría escribirme? —Ella parece deliciosamente sorprendida.
—Sí, mucho.
Los dos se quedan en suspenso un momento, conscientes del alcance de lo que están diciendo, y entonces Susannah sonríe:
—A mí también me gustaría.
Donald está loco de alegría, se siente pletórico de una fuerza y una energía cuya existencia había olvidado. Da gracias al cielo fervorosamente y en silencio mientras, sin apenas saber lo que hace, sale de la casa precipitadamente, consciente de que, por paradójico que resulte, necesita estar solo para celebrar esta reciente felicidad. Se dirige a la tienda de Scott, ya que supone que John Scott ha de estar al corriente de todo lo que ocurre en Caulfield. Irrumpe en el establecimiento tratando de borrar de sus labios la sonrisa de embeleso; al fin y al cabo, ha muerto un hombre. Detrás del mostrador está una mujer delgada y de cara redonda que, al oír la puerta, levanta la cabeza. Su primer gesto es de temor, que trata de disimular con una máscara de indiferencia.
John Scott no está, pero la señora Scott resulta casi tan útil como su marido. Donald observa su aire angustiado y trata de concentrarse en lo que ella dice. El señor Sturrock se aloja en su casa, en efecto, y quizá ahora mismo esté en su habitación, aunque no podría jurarlo.
—Suba usted si quiere. Estará la criada… —La señora se interrumpe, como si acabara de recordar algo—. No; le mandaré recado, será mejor.
La mujer desaparece por una puerta del fondo, mientras Donald mira por la ventana un cielo que parece requesón y piensa en los suaves labios de Susannah.
* * *
Thomas Sturrock tiene un aspecto que agrada a Donald: cuando le dijeron que este hombre era rescatador, se imaginó a un viejo explorador de modales toscos y aquel humor basto que ha de soportar en el fuerte, y es una grata sorpresa encontrarse con un refinado caballero.
—No sé si puedo permitirme preguntar qué le ha llevado a dedicarse a este trabajo.
Están sentados al lado de la estufa de la tienda, en las sillas que les ha acercado la señora Scott, tomando el amargo café de la casa. Sturrock contempla su taza antes de responder.
—He hecho bastantes cosas en mis tiempos, entre otras, escribir sobre la vida de los indios. Siempre me he llevado bien con ellos, y alguien que lo sabía me pidió ayuda para recuperar a un niño raptado. El caso terminó bien y después vinieron otros. Yo no tenía el propósito de dedicarme a esto, las circunstancias me llevaron a ello. Pero ahora ya soy muy viejo para esta clase de vida.
—Hablando del objeto que ha venido a buscar, ¿tiene alguna prueba por escrito de que Jammet quisiera que pasara a poder de usted?
—No. La última vez que hablé con él no tenía el plan de dejarse matar.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—No. Era duro de pelar en los negocios, pero eso no es motivo para que te maten.
—Por supuesto.
—Cuando me enseñó ese trozo de hueso, le pregunté si me dejaba copiar las marcas y, al verme tan interesado, dijo que no pero que me lo vendía.
—¿Y usted no lo compró?
—No. Verá, en aquel momento no disponía de fondos. Pero él accedió a guardármelo hasta que yo pudiera pagarlo. Ahora tengo el dinero, pero… —Abrió las manos en ademán de impotencia—. No sé dónde está la pieza.
—Se lo diré al señor Knox. No hemos encontrado testamento. Si Knox lo autoriza, creo que podría usted comprarlo. Suponiendo que lo encontremos.
De pronto, Donald se pregunta si Sturrock no habrá buscado ya la pieza por su cuenta. Recuerda las huellas de pisadas que vio junto a la cabaña. Tres pares. La noche anterior habían estado tres personas en la cabaña.
—Es muy amable, señor Moody. Se lo agradezco.
—¿Qué clase de objeto es? ¿Romano, egipcio?
—No estoy seguro de lo que es. No parece una de esas cosas, pero me gustaría encontrarlo para llevarlo a algún museo y enseñarlo a un entendido.
Donald asiente, sin acabar de comprender el porqué del interés de Sturrock. Pero si de algo está seguro es de que, si una persona demuestra vivo interés por algo, hay que actuar con precaución. ¿Y si Sturrock hubiera llegado antes de lo que se creía, Jammet se hubiera negado a venderle el hueso y Sturrock lo hubiera matado? ¿Y si Jammet ya lo había vendido a otra persona? En cualquier caso, Sturrock no le parece un homicida. Pero no es menos cierto que no se ha encontrado ese objeto que, evidentemente, tiene valor. ¿En manos de quién puede estar ahora?
Donald sale de la tienda una vez Sturrock le ha asegurado que se quedará varios días en Caulfield. Ahora no comprende por qué no se le ha ocurrido preguntarle por las niñas Seton. ¿Será porque le parece imposible creer que este hombre de buenas maneras sea el desaprensivo embaucador descrito por los Knox? No por primera vez, Donald se pregunta si su falta de experiencia lo lleva a formarse juicios favorables con demasiada facilidad. ¿No debería ser más desconfiado, como Mackinley, que por principio sospecha de todo el mundo, dando por descontado que antes o después las personas han de defraudarlo… y generalmente el tiempo le da la razón?
Por el camino, Donald ve a Maria, que lleva un cesto. Él levanta el sombrero y ella sonríe ligeramente. Desde esta mañana parece mucho menos hostil, pero él no se habría atrevido a dirigirle la palabra de no haber hablado ella primero.
—Señor Moody, ¿cómo va la investigación?
—Eh… va despacio, gracias.
Ella se para, como esperando a que él diga algo, y Donald no puede menos que explicar:
—Vengo de hablar con el señor Sturrock.
Ella no demuestra sorpresa sino que asiente, como si ya lo esperara.
—¿Y qué le ha parecido?
—Un hombre agradable. Educado, sensible… muy distinto de lo que esperaba.
—Imagino que tendría que ser simpático para sacarle a mi tío todo su dinero, que no era poco, según creo. —Donald debe de haber fruncido el entrecejo, porque ella prosigue—: Ya sé que mi tío estaba desesperado y que habría dado cualquier cosa, pero un hombre honrado le habría dicho que era inútil seguir buscando a las niñas y no habría aceptado dinero. A la larga, eso habría sido lo más humano. Porque al fin mi tío se quedó sin sus hijas y sin dinero para vivir y… bueno, podría decirse que se dejó morir. Mi tía ya había muerto. Es espantoso, ya lo sé, pero imagino que a las niñas se las comieron los lobos. Algunas personas lo dicen y creo que tienen razón. Pero mis tíos nunca lo aceptaron.
—¿Quién aceptaría algo así?
—¿Es peor eso que lo que creían ellos?
—Yo pienso que la vida, comoquiera que sea, siempre es mejor que la muerte.
Maria lo evalúa con la mirada como el granjero que tasa a un caballo por el olor del pedo del animal. «Esta muchacha no encontrará marido si a todos los hombres los mira de ese modo», piensa él, irritado.
—Quizá los lobos las salvaran de un destino peor que la muerte —dice ella. Este lugar común, salido de sus labios, parece una sandez.
—En realidad usted no piensa eso —la contradice él, sorprendido de su osadía.
Maria se encoge de hombros.
—Hace años, dos niños del pueblo se ahogaron en la bahía. Fue un trágico accidente. Sus padres los lloraron, desde luego. Pero siguen vivos y ahora hasta parecen bastante felices, tanto como cualquiera de nosotros.
—Quizá lo peor sea la incertidumbre.
—Que permite a la gente sin escrúpulos aprovecharse de tu esperanza y chuparte la sangre hasta la última gota.
Donald no sale de su asombro por cómo habla esta muchacha. Le parece oír vagamente la voz de su padre decir en aquel didáctico tono suyo: «El deseo de escandalizar es un rasgo infantil que se pierde al madurar». No obstante, Maria podría ser cualquier cosa menos inmadura. Entonces Donald recuerda que ya no tiene por qué estar de acuerdo en todo con su padre. Ahora viven en continentes distintos.
—El señor Sturrock no parece un hombre rico —dice Donald, a modo de defensa.
Maria mira el camino por encima del hombro de Donald y luego lo mira a él sonriendo. Sus ojos, a diferencia de los de Susannah, son azules:
—El que una persona te guste no quiere decir que puedas confiar en ella. —Y, con una inclinación de la cabeza que es como una insinuación de burlona reverencia, se aleja de él.
Donald pasa el resto de la tarde examinando los efectos de Jammet, pero, al igual que quienes lo han precedido en la tarea, no encuentra indicio alguno que pueda relacionar con su muerte. Las cosas del francés están reunidas en un lugar seco del establo, y él y Jacob, que ha supervisado el vaciado de la cabaña, las han clasificado en cajas y montones. El conjunto es modesto. Donald trata de no pensar en el poco tiempo que necesitarían sus colegas para hacer inventario de sus propios bienes si él abandonara repentinamente su envoltorio mortal. No encontrarían absolutamente nada que revelara, por ejemplo, los nuevos y enormemente importantes sentimientos que Susannah ha despertado en él. Se promete escribirle en cuanto salga de Caulfield, lo cual es absurdo, ya que aún están los dos en la misma casa y, como Donald ha decidido esperar a que regresen Mackinley y Knox para emprender lo que sin duda será una expedición infructuosa, aún va a seguir aquí un día o dos.
Le pedirá un retrato, o un recuerdo. Y no es que piense dejar que lo maten, desde luego. Sólo por si acaso.