Ann Pretty se sorprende de verme tan pronto después del préstamo del café, y me mira con prevención, pero no he venido a reclamar su devolución. Ida está sentada al lado de la estufa, haciendo el dobladillo a una sábana. Parece abatida. Al entrar yo, levanta una cara pálida y angustiada. Tiene quince años y yo la miro de un modo especial, quizá porque es la edad que tendría Olivia. Ida, flaca, morena, reservada y con fama de inteligente, encaja en la familia Pretty como un cuervo en un gallinero. Se nota que ha llorado hace poco.

—¡Señora Ross! —grita Ann, a un metro de distancia—. ¿Sabe algo de su hijo?

—Angus ha ido a buscarlo.

Ahora que estoy aquí, no sé si podré mantener mi aire de despreocupación. Pero si Angus no me habla, ¿a quién puedo acudir?

—Ay, los hijos son una cruz. —Ann lanza una mirada torva a la silenciosa Ida, que se mantiene inclinada sobre la sábana dándole puntadas pequeñas y prietas.

—Mi hijo estaba de tan mal humor cuando se marchó que no le pregunté adónde iba. Cuando vuelva se va a llevar un buen disgusto por lo de Jammet. De él podrán decirse muchas cosas, pero era una persona muy amable. Era muy bueno con Francis.

—Qué tiempos. Sabe Dios adónde iremos a parar.

Ida lanza un leve suspiro. Mantiene la cabeza baja y no puedo verle la cara, pero está sollozando otra vez. También Ann suspira, pero con fuerza.

—No sé por qué lloras, hija. Tampoco lo conocías tanto.

Ida inspira y no dice nada. Ann me mira y menea la cabeza.

—Yo lo siento por su madre. Dicen que no tiene a nadie más. ¿Sabe que él estuvo en Chicago hace sólo dos meses? Ya me gustaría saber qué iba a hacer en Chicago un hombre como él.

—Ya podrían irse todos a Chicago en lugar de preocuparse por Francis —respondo—. Es absurdo que se empeñen en andar tras él.

—Eso digo yo.

Ida vuelve a suspirar y ahora le tiemblan los hombros.

—Ida, ¿quieres tranquilizarte? Anda arriba si no puedes estar ahí sin lloriquear. Oh, Señor…

Ida se levanta y sale sin mirarnos.

—Esta chica me vuelve loca. Debería usted alegrarse de no tener hijas… —Nada más decirlo, se acuerda de Olivia y me parece que por un segundo piensa excusarse, pero enseguida descarta una idea tan tonta—. De todos modos, también ha tenido que pasar lo suyo con éste.

Yo admito que es cierto.

—Es lo que llevan en la sangre, y ahora sale. No pueden evitarlo. Ustedes no conocían a los padres, ¿verdad? A saber si no serían bandidos o gitanos. Es la sangre irlandesa. No son de fiar. Cuando estuve en Kitchener, andaba por allí un hatajo de irlandeses capaces de robarte hasta la camisa sin que te dieras cuenta. No lo digo por su Francis, ojo, pero lo llevan dentro. Lo llevan dentro y hay que vigilar.

A pesar de sus impertinencias, comprendo que trata de ser amable; es sólo que no tiene otro modo de demostrarlo.

—¿Y qué le pasa a Ida? No sea muy severa con ella, recuerde lo que es tener esa edad.

Ann lanza un bufido.

—Yo nunca he tenido esa edad. Desde los diez años llevo una casa y no he tenido tiempo de sentarme a suspirar y pensar en las musarañas. —Me lanza una de esas miradas maliciosas que suelen anunciar un chiste a costa mía—. ¿Sabe lo que pienso? Pienso que le gusta su Francis. Ella no lo reconoce, pero a mí no me engaña.

Por poco no me echo a reír de la sorpresa.

—¿Ida? —Cuesta trabajo ver en ella más que a una niña feúcha. Y nunca pensé que alguno de los Pretty sintiera simpatía por Francis. Hace años, fue de acampada con George y Emlyn Pretty. Angus y Jimmy se habían empeñado en ello. Regresaron al cabo de dos días, y Francis nunca dijo ni palabra de la excursión, pero no quiso volver a jugar con ellos.

—En la escuela eran inseparables.

—¿Me deja que suba a hablar con ella? Recuerdo lo que hacía yo a su edad. Su hija me hace pensar en mí misma cuando era joven. —Le sonrío, disfrutando con el pensamiento de que, probablemente, la idea de que su hija se parezca a mí puede ser su peor pesadilla.

Siguiendo el sonido del hipo, encuentro a Ida en su minúscula habitación, mirando por la ventana. Por lo menos, tengo la impresión de que estaba mirando por la ventana, a pesar de que cuando entro está inclinada sobre las sábanas.

—Tu madre dice que últimamente te gusta mucho la escuela.

Ida levanta una cara de ojos enrojecidos y boca rebelde.

—¿Que me gusta? No mucho.

—Francis habla mucho de lo lista que eres.

—¿En serio? —Sus facciones se suavizan un momento. Quizá Ann tenga razón.

—Dice que eres brillante. Quizá puedas ir a estudiar a Coppermine. ¿Nunca lo has pensado?

—Mm. No sé si papá y mamá me dejarían.

—Ya tienen bastantes chicos para que les ayuden en la granja, ¿no?

—Supongo.

Le sonrío y ella casi me corresponde. Tiene una carita afilada, chupada y con ojeras. Nadie le envidiará su belleza.

—¿Usted ha estudiado, señora Ross?

—Sí. Merece la pena.

Es casi verdad. Podría haber estudiado, de no estar en un manicomio por aquel entonces. Ahora Ida me mira con una especie de tímida admiración, y me gustaría ser como ella me ve. Quizá podría convertirme en algo así como su consejera. Nunca se me había ocurrido, pero la idea me gusta. Podría ser una de las compensaciones de la vejez.

—Francis sí que debería seguir estudiando. Él es realmente inteligente. —El esfuerzo de manifestar una opinión personal, nuevo para ella, hace que se ruborice.

—Bien, quizá. De momento no me habla. Cuando seas madre descubrirás que los hijos no te hacen caso.

—Yo no pienso casarme. Nunca.

Ha vuelto a mudar de expresión, otra vez se ha enfurruñado.

—Recuerdo que eso decía también yo. Pero las cosas no siempre resultan como una se imagina.

No sé por qué, pero la estoy perdiendo. Se le saltan las lágrimas.

—Ida… ¿Francis no te dijo algo antes de marcharse esta vez? Adónde pensaba ir, por ejemplo.

Ella sacude la cabeza. Cuando vuelve a levantar la cara, me asombra la pena que veo en sus ojos. Una pena muy honda y algo más… ¿rabia? Algo que tiene que ver con Francis.

—No; no me dijo nada.

Vuelvo a casa más angustiada que cuando salí. No confío en que Angus vuelva con Francis, y no me sorprende verlo llegar solo. Ya es de noche, está desencajado del cansancio y habla sin mirarme.

—He ido hasta el lago Swallow. Él no estaba. He visto huellas, tan claras como la luz del día, de más de una persona, pero juraría que nadie ha estado pescando allí. Pasaron sin detenerse. Si era Francis iba corriendo.

«Y tú no lo has seguido —pienso—. Has dado media vuelta y has regresado a casa». Me levanto. Ya lo he decidido; no tengo que pensar más.

—Entonces iré yo a buscarlo.

En su honor he de decir que él no se ríe, como harían la mayoría de los maridos. No sé si en el fondo quiero que me lo impida o que, por lo menos, discuta, que me pida que no vaya, que no haga algo tan disparatado, valeroso y arriesgado. Pero él calla. Pienso en los hombres de la Compañía que ahora están en Caulfield y que mañana a primera hora vendrán a la granja a preguntar si Francis ha vuelto. Y nos mirarán a la cara con suspicacia, para ver en qué medida estamos asustados. Ya no tengo fuerzas para seguir fingiendo. Los miraré a los ojos sin disimular el miedo.

Porque estoy muerta de miedo.

La ternura de los lobos
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