La mañana en que los otros van a emprender la marcha, Jacob entra en la habitación y se queda de pie al lado de la cama. Habla a Francis, pero mira la pared.

—No creo que vayas a moverte de aquí, pero si te vas te seguiré y te romperé la otra pierna. ¿Entiendes?

Francis asiente con la cabeza, pensando en la cicatriz de la cuchillada que le enseñó Donald.

—Así pues, no hace falta que esté aquí sentado todo el día.

Francis niega con la cabeza.

Después de oír esta advertencia, se sorprende al ver entrar a Jacob con un trozo de madera que ha encontrado en el almacén; es un tronco de abedul joven, resistente y de la longitud justa. Lo descorteza y alisa la bifurcación del extremo en forma de Y. Francis observa sus manos, fascinado a su pesar. Con una rapidez asombrosa, el tronco adquiere las propiedades de una muleta. Jacob envuelve la parte superior con tiras de manta vieja.

—Las tiras tendrían que ser de cuero, para que no se mojaran.

—Quieres decir cuando me escape, ¿no?

Al principio, cada vez que Francis hablaba sin pensar o decía una tontería, sin que le importara lo que el otro pensara de él, Jacob no parecía saber si bromeaba o no y lo miraba con cara impasible. Pero hoy ha sonreído, y Francis piensa: «No es mucho mayor que yo».

* * *

Será un alivio para ambos verse libres de Moody, siempre nervioso y preocupado, piensa Francis. Y un alivio para él verse libre de su madre, aunque le avergüenza reconocerlo. Cuando ella está en la habitación es tal el peso de las palabras no pronunciadas que los oprime, que él apenas puede respirar. Se tardaría años en decirlas todas, aunque no fuera más que para desembarazarse de ellas.

Antes de partir, su madre entra en la habitación y mira a Jacob, que se levanta y sale en silencio. Ella se sienta junto a la cama, con las manos juntas.

—Nos vamos. Seguiremos el rastro que seguías tú. El señor Parker sabe adónde va. Es una lástima que no puedas venir, por si encontramos al hombre, pero… por lo menos, podemos buscarlo.

Francis asiente. Su madre tiene una expresión grave y decidida, pero parece cansada y las arrugas de los ojos se le marcan más que nunca. Siente de pronto una viva gratitud hacia ella, que está haciendo lo que pensaba hacer él, a pesar del miedo que le inspiran esas tierras inhóspitas.

—Gracias. Eres muy valiente.

Ella agita los hombros como disgustada. Pero no está disgustada, sino complacida. Le acaricia la cara, deslizando la yema de los dedos por la mandíbula. Otra persona le hacía algo muy parecido de vez en cuando. Francis trata de no pensar en eso.

—No seas tonto. Voy con Parker y Moody; no se necesita mucho valor yendo con ellos.

Intercambian sonrisas tímidas y frías. Francis lucha con un impulso casi irresistible de decirle la verdad. Sería un alivio decírsela a alguien, quitarse el peso de encima. Pero en el mismo instante en que se permite imaginar ese lujo, comprende que no dirá nada.

Entonces ella lo sorprende diciendo:

—Sabes que te quiero mucho, ¿verdad?

Francis se siente incómodo. Asiente, incapaz de mirarla a los ojos, sin saber por qué.

—También tu padre te quiere.

«No; él no me quiere —piensa—. No imaginas lo mucho que me odia». Pero guarda silencio.

—¿No tienes nada que decirme?

Francis suspira. Son tantas las cosas que ella no sabe…

—El señor Moody piensa que la tablilla puede ser importante. Si tiene valor, podría ser un móvil. ¿Dejas que me la lleve?

Francis no quiere separarse de la tablilla, pero no se le ocurre una razón para negarse, y entrega a su madre la bolsa de cuero que la contiene. Ella la saca y la observa. Ha leído bastante y sabe muchas cosas, pero contempla los pequeños signos frunciendo el entrecejo, desconcertada.

—Ten mucho cuidado —murmura Francis.

Su madre lo mira fijamente: ella siempre tiene cuidado de las cosas.

El verano anterior, antes de que acabara la escuela, que terminaba pronto para que los chicos pudieran ayudar a sus padres, necesitados de brazos en esa época del año, le había ocurrido algo sin precedentes. Francis, que nunca había pensado mucho en estas cosas, se había enamorado de Susannah Knox, al igual que todos los chicos en veinte kilómetros a la redonda.

Ella iba un curso por delante de él y era sin duda la chica más bonita de la clase: esbelta, bien formada, alegre y con una cara dulce y exquisita. Él soñaba con Susannah de noche y de día imaginándola a su lado en escenarios indefinidos pero románticos, paseando en barca por la bahía o mostrándole sus escondites secretos del bosque. Cuando la veía pasar por su lado en la clase o reír con las amigas en el patio se estremecía, le cosquilleaba la piel, respiraba con dificultad y le latían las sienes. Él miraba para otro lado, fingiendo indiferencia y, como no tenía amigos íntimos, su secreto estaba seguro. Francis comprendía que no era el único que sentía esta pasión y que Susannah podía elegir entre pretendientes mayores y más populares, aunque no mostraba predilección por ninguno. Tampoco habría importado que la tuviera, ya que él nada esperaba. Le bastaba con que habitara en sus sueños.

Todos los años, al final del curso, la escuela iba de excursión a una pequeña playa de la bahía. Ante la indolente mirada de dos aburridos profesores, los chicos merendaban bocadillos y cerveza de jengibre y se bañaban, chillando y chapoteando hasta el anochecer. Francis, que aborrecía esta clase de diversiones forzosas, había pensado quedarse en casa, pero al fin se sumó a la excursión porque sabía que Susannah iría y, como ella ya dejaba la escuela, no quería perder ocasión de captar aquellas dulces imágenes que alimentaban su pasión.

Francis encontró un buen sitio, no lejos de donde estaban Susannah y varias chicas mayores, pero al cabo de un minuto Ida Pretty se sentó a su lado. Ida, dos años menor que Francis, era su vecina y le caía bien —a diferencia del resto de su numerosa familia—: era deslenguada y divertida, pero también un poco pesada a veces. A ella le gustaba Francis y no lo dejaba en paz, observándolo con la misma constancia con que él observaba a Susannah, aunque sin tanto disimulo.

Así que estaba sentada a su lado con la cesta de la merienda y miraba el cielo haciéndose pantalla con la mano.

—Me parece que va a llover. Mira esa nube. Podían haber elegido otro día para la excursión, ¿no?

Parecía que le gustaba la perspectiva de la lluvia. También Ida era huraña y solitaria y aborrecía tanto como él las actividades comunitarias de supuesto esparcimiento.

—Quizá. No sé.

Francis confiaba en que, si le decía sólo lo indispensable, Ida comprendería que él no quería charla y se iría. No sabía si era peor que lo vieran solo y aburrido o al lado de una pesada de un curso inferior, aunque, a juzgar por la animada conversación que Susannah mantenía en voz baja con sus amigas, no era probable que se fijara en lo que hacía él. Además había chicos mayores alrededor, que gritaban, bromeaban y lanzaban piedras al agua, aparentemente absortos en sus diversiones pero manteniéndose bien a la vista de las chicas.

El sol calentaba y el nivel de actividad descendía; se comían bocadillos, se espantaban moscas y se desechaban prendas de vestir. El grupo de Susannah se había dividido en dúos y tríos y la propia Susannah se había ido de paseo con Marion Mackay. Francis se tumbó en la arena, con la cabeza apoyada en una roca plana y la gorra sobre los ojos. El sol que se filtraba por la tela lo deslumbraba de un modo agradable. Ida observaba ahora un silencio hosco y fingía leer una novelita.

Moviendo apenas la cabeza de derecha a izquierda, él hacía que la intensidad de la luz fluctuara cuando oyó decir a Ida:

—¿Qué te parece Susannah Knox?

—¿Eh? —En ella estaba pensando, desde luego. Sintiéndose descubierto, trató de alejarla de su mente.

—Susannah Knox. ¿Qué te parece?

—Está bien, supongo.

—En la escuela todos piensan que es la chica más bonita que han visto en su vida.

—¿Eso piensan?

—Pues sí.

Francis no podía saber si Ida lo miraba o no. El corazón le latía con fuerza, pero su voz sonaba con la deseada indiferencia.

—Es bonita, sí.

—¿Tú crees?

—Supongo.

Aquello empezaba a hacerse irritante. Él se quitó la gorra de la cara y la miró guiñando los ojos. Ella se abrazaba las rodillas y encogía el cuello. Su cara pequeña estaba fruncida en una mueca al sol. Parecía enfurruñada.

—¿Por qué?

—¿Importa?

—¿Que si importa qué? ¿Si es bonita?

—Sí.

—No sé. Depende, imagino.

—¿De qué?

—De con quién estés hablando. Supongo que a ella le importa. Caramba, Ida.

Él volvió a taparse la cara con la gorra y al cabo de un momento Ida se levantó y se fue, enfadada. Debió de haberse dormido, porque cuando ella volvió, se despertó sobresaltado, sin saber dónde estaba y por qué tenía tanto calor. La gorra le había resbalado de la cara y ahora estaba deslumbrado. Le estallaban cohetes delante de los ojos. Sentía la piel de la cara tirante y sensible. Se le pondría roja.

—¿Te importa si me siento aquí un momento?

No era la voz de Ida. Francis se incorporó y vio a una sonriente Susannah Knox. La impresión fue como si un chorro de agua helada le cayera por la espalda.

—No. No, por supuesto que no.

Él miró alrededor. La playa estaba más solitaria. No se veía a las chicas que antes estaban con ella.

—Me parece que me he dormido.

—Siento haberte despertado.

—Qué va. Es mejor. Voy a tener quemaduras del sol.

Se palpó la frente con suavidad. Susannah se inclinó a mirarlo muy de cerca, o eso le pareció a él. Podía ver cada una de sus arqueadas pestañas y la pelusa dorada de sus mejillas.

—Sí, tienes la cara roja. Pero no mucho. Es una suerte tener esa piel… bueno, un poco morena, ¿sabes qué quiero decir? A mí me salen pecas y me pongo como la remolacha.

Tenía aquella cautivadora sonrisa suya. El sol estaba algo a su espalda y ponía en su cabello castaño claro una aureola de hebras de oro y platino. A Francis empezaba a resultarle difícil respirar. Afortunadamente, si ahora se ruborizaba no se le notaría.

—¿Te diviertes? —Consiguió decir por fin, a falta de algo más original.

—¿Aquí? No está mal. Pero algunos de esos chicos son unos pesados. Emlyn Pretty ha tirado a Matthew al agua vestido y ha estado riéndose más de una hora. Una estupidez.

—¿Sí?

Francis se alegró interiormente. Había tenido problemas con Emlyn. Menos mal que no lo había tirado a él.

Pero, por más que se esforzaba, no se le ocurría qué decir. Contempló el agua buscando inspiración. A Susannah no parecía importarle el silencio; se retorcía las puntas del pelo, pensativa.

—¿Ida es tu novia?

Lo pilló tan desprevenido que se quedó sin habla por unos instantes. Luego rió. Qué extraña idea. Qué extraña pregunta.

—¡No, qué va! Es sólo una amiga. Vive al lado de mi casa, río arriba. Es dos años menor que yo —agregó para redondear.

—Oh… Vives al lado de los Pretty.

Ella tenía que saber, como todos, dónde vivía cada cual. Seguía tocándose el pelo. Él no se explicaba qué se hacía en el pelo; al parecer, era algo complicado que exigía concentración.

—¿Sabes…? —Al fin ella soltó el mechón con un movimiento enérgico y meneó la cabeza para apartarlo de la cara— el sábado vamos de picnic, sólo unos pocos, a la cascada. Puedes venir si quieres. Irán Maria, ya sabes, mi hermana; Marion; Emma; quizá Joe…

Por fin lo miraba de frente, con ojos insondables. Para Francis no era más que una silueta a contraluz. Sus facciones estaban desdibujadas y borrosas, como las de un ángel de las clases de catequesis.

—¿El sábado? Umm… —No podía creer lo que estaba ocurriendo. Al parecer, Susannah (la única e incomparable Susannah Knox) estaba invitándolo a un picnic, un picnic selecto al que sólo irían sus mejores amigas (y Joe Bell, pero todos sabían que él iba con Emma Spence). Entonces, de pronto se le ocurrió que tal vez todo fuera una broma cruel. ¿Y si aquel supuesto picnic sólo era una broma pesada? ¿Y si el sábado él se presentaba allí y no había nadie o, peor, había una horda de chicos y chicas mayores espiando y carcajeándose de él? Aunque ella no parecía estar bromeando. Se había quedado mirándolo y, de repente, soltó una risita nerviosa.

—Vaya, sí que te gusta hacer esperar a una chica.

—Perdona. Mmm… es que tendré que preguntar a mi padre si va a necesitarme. Pero muchas gracias. Parece un plan estupendo. —Estaba consternado, el corazón le latía desbocado. ¿Realmente había dicho eso?

—Está bien. Si vas a ir, dímelo, ¿eh? —Ella se levantó titubeando.

—Sí, te lo diré. Gracias.

En ese momento, con la cara seria, alisándose el pelo, estaba más bonita que nunca. Entonces sonrió un poco y dio media vuelta. A él le pareció un poco triste. Volvió a tumbarse con la gorra sobre los ojos, para poder seguirla con la mirada secretamente, mientras se alejaba por la playa y se reunía con un grupo de chicos y chicas mayores. Le pareció estar soñando. Susannah lo había invitado a un picnic. ¡Ella, que hasta entonces no le había dirigido más de una docena de palabras, acababa de invitarlo a un picnic!

Francis observó a un grupo de chicos más jóvenes que jugaban en la orilla a lanzar un trozo de madera al agua haciéndolo girar en el aire peligrosamente cerca de las piernas de los compañeros, que lo esquivaban brincando entre la espuma. Sus risotadas sonaban extrañamente lejanas. Él pensó en el sábado. Hacía tiempo que su padre había desistido de pedirle que lo ayudara los fines de semana, y desde luego ya no contaba con él. Pensó en el picnic junto al remanso del río, donde los robles y los sauces tamizan el sol sobre un agua color de té, pensó en muchachas con finos vestidos de verano, sentadas en el suelo, con las faldas extendidas como grandes rosetones de algodón.

Y comprendió que él no iría a ese picnic.

La ternura de los lobos
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