Me despierta el suave contacto de una mano en el hombro. Parker está agachado a mi lado, con el rifle en la mano. Al momento, comprendo que no estamos solos. Me da su cuchillo de caza.

—Tenga. Yo me llevo los dos rifles. Quédese aquí dentro con el oído atento.

—¿Ya han llegado?

No necesita contestar.

Fuera no se oye nada. No hace viento. El tiempo continúa claro y gélido. Las estrellas y la luna menguante ponen un poco de claridad en la nieve. Ni canto de pájaros ni sonido alguno, de hombre o bestia.

Pero están ahí.

Parker se sitúa detrás de la desvencijada puerta, atisbando por las rendijas. Yo me pego a la pared adyacente, aferrando el cuchillo. No sé qué podré hacer con él.

—Pronto amanecerá. Saben que estamos aquí.

Siempre he aborrecido esperar. No tengo el don que poseen todos los cazadores, de dejar pasar el tiempo sin impacientarse. Me esfuerzo por detectar algún sonido y empiezo a pensar que Parker puede estar equivocado, cuando de pronto una luz da en la pared de la cabaña. La sangre se me paraliza e, involuntariamente, hago un movimiento brusco —juro que no he podido evitarlo— y la hoja del cuchillo golpea la pared. Quien esté fuera ha tenido que oírlo. El silencio se intensifica y luego percibo un sonido, apenas audible, de pasos que se alejan.

No quiero pedir perdón otra vez, y no digo nada. Vuelven a sonar pasos, y ahora parece que el dueño de los pies ha decidido que no vale la pena esforzarse en andar con sigilo.

—¿Ve algo? —Lo digo quedamente, mis palabras no llegan ni a susurro.

Parker menea la cabeza: nada. O que me calle. En realidad, debería darle la razón.

Al cabo de otro período interminable —¿un minuto?, ¿veinte?— se oye una voz.

—¿William? Sé que estás ahí.

La voz es de Stewart, por supuesto. Está delante de la cabaña. Tardo unos segundos en comprender que se dirige a Parker.

—Sé que quieres esas pieles, William. Pero son propiedad de la Compañía y tengo que devolverlas a sus dueños legítimos. Eso ya lo sabes.

Parker me mira brevemente.

—He traído conmigo a varios hombres. —Es la voz de un hombre sereno, confiado. Aburrido.

—¿Qué le pasó a Nepapanees? ¿Descubrió lo de Laurent?

Silencio. Habría preferido que Parker no hubiera dicho eso. Si Stewart sabe que hemos encontrado la tumba, nos matará. Ya no puede dejarnos marchar. Vuelve la voz.

—Lo mató la codicia. Quería las pieles. Iba a matarme.

—Le disparaste por la espalda.

Juro que he podido oír un suspiro, como si Stewart empezara a perder la paciencia.

—A veces ocurren accidentes. Y tú lo sabes mejor que nadie, William. No fue intencionado. Tengo que insistir en que salgas de ahí.

Ahora la pausa es larga. Veo que la mano de Parker aprieta el rifle. Aún me escuecen los ojos, pero puedo ver. Debo ver. Tiene el otro rifle colgado de un hombro cruzándole la espalda. El cielo está más claro. Amanece.

«William Parker, tú eres mi amor».

La revelación me golpea con la fuerza de un caballo desbocado. Se me llenan los ojos de lágrimas al pensar que, de un momento a otro, lo veré salir por esa puerta.

—Hagamos un trato. Toma unas pieles y vete.

—¿Por qué no entras y hablamos? —replica Parker.

—Sal tú. Ahí dentro está oscuro.

—¡No salga! No sabe a cuántos hombres ha traído —digo apretando los dientes. Estoy rezando con los últimos vestigios de fe que me quedan, para que no le pase nada—. ¡Se lo suplico!

—Está bien —susurra. Me mira.

Ya hay suficiente luz para verle la cara con nítido relieve. Y contemplo cada rasgo, cada pliegue que me había parecido horrible y cruel, cada detalle ahora tan querido.

—Pero primero sal. Quiero asegurarme de que no estás armado.

—¡No!

Esto lo he dicho yo, pero en un susurro. Fuera se oye ruido y entonces Parker abre la puerta y sale al gris crepúsculo. Cierra la puerta. Yo cierro los ojos, esperando el disparo.

No se oye. Me acerco a mirar por las rendijas de la puerta. Distingo una figura, seguramente la de Stewart, pero no veo a Parker; quizá se ha quedado junto a la cabaña.

—No quiero problemas. Sólo pretendo devolver las pieles a sus dueños.

—No debiste matar a Laurent. Él ni siquiera sabía dónde estaban. —La voz de Parker parte de un lugar situado a mi derecha.

—Aquello fue un error. Yo no quería que ocurriera.

—¿Dos errores? —Otra vez la voz de Parker, que se aleja.

Desde mi posición no puedo ver la expresión de Stewart, pero percibo la cólera de su voz, áspera y tan tensa que parece a punto de romperse.

—¿Qué quieres, William?

Después de hablar, Stewart hace un movimiento repentino y desaparece de mi campo visual. Suena un disparo y un fogonazo se enciende entre los árboles de detrás. Algo se incrusta en la pared de la cabaña, a mi derecha, cerca de la esquina. No oigo otro sonido. No sé dónde está Parker. El fogonazo de la pólvora me ha abrasado la retina como una aguja al rojo. Respiro entrecortadamente, con un jadeo que no consigo calmar. Quiero llamar a Parker. Me cuesta recobrar el aliento. No se ve a nadie. Oigo un sonido a mi izquierda y una maldición. Stewart.

¿La maldición es porque Parker ha escapado?

Pasos firmes. Aferro el mango del cuchillo con las menguadas fuerzas de mis dedos entumecidos. Estoy apostada detrás de la puerta. Preparada…

Cuando él da un puntapié a la puerta ocurre lo más natural, que sin embargo no he previsto: la puerta me da en la frente, caigo al suelo y suelto el cuchillo.

Por un momento no sucede nada, quizá porque sus ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad. Entonces me ve revolverme en el suelo, a sus pies, buscando el cuchillo. Afortunadamente he caído encima de él, lo agarro por la hoja y consigo meterlo en el bolsillo antes de que él me levante rudamente tirándome del otro brazo. Sin soltarme y manteniéndose detrás de mí, me empuja hacia fuera.

La ternura de los lobos
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