A Francis la despierta una mañana de sol por primera vez en semanas. Percibe un silencio inquietante. Echa de menos los sonidos habituales del corredor y el patio. Se viste y va hasta la puerta. Está abierta. La vigilancia se ha relajado desde que Moody se fue. Se pregunta qué ocurriría si saliera solo. Quizá alguien se asuste al verlo y le dispare. No es probable, ya que los Elegidos del Señor son gente de paz y no suelen portar armas. De todos modos, tampoco podría ir a ningún sitio sin dejar en la nieve la delatora impronta de su cojera. Apoyándose en la muleta, sale al corredor. Nadie viene corriendo. Realmente, apenas hay señales de vida. Francis piensa con rapidez. ¿Es domingo? No; lo fue anteayer o el otro (aquí es difícil llevar la cuenta de los días). Fantasea: quizá se han ido todos. Avanza por el corredor. Ignora qué hay detrás de las puertas, ya que es la primera vez que sale de su habitación. Ni rastro de Jacob, su carcelero. Al fin encuentra una puerta que da al exterior y sale.

El aire libre es gélido y delicioso a la vez. El sol deslumbra; el frío le corta la cara y le lacera los pulmones, pero él aspira hondo y se regocija. ¿Cómo ha podido permanecer tanto tiempo encerrado en ese cuarto? Se enfurece consigo mismo. Practica con la muleta yendo de un lado al otro por delante de la puerta, cada vez más aprisa. Oye un grito y, guiándose por el sonido, dobla la esquina de los establos. Ve un grupo de gente a unos cincuenta metros. Su primer impulso es retroceder y esconderse; pero, en vista de que nadie parece muy interesado en su persona, se acerca. Jacob está con ellos. Al ver a Francis, se dirige hacia él.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Francis—. ¿Qué hacen todos ahí fuera?

Jacob mira por encima del hombro.

—¿Recuerdas que te dije que Line y el carpintero se habían ido? Él ha vuelto.

Francis se acerca al grupo de noruegos. Algunas mujeres lloran y Per entona algo que suena a oración. En medio de todos está el hombre al que debe de referirse Jacob: un tipo de ojos hundidos con la nariz y las mejillas moradas de frío y el bigote y la barba blancos de escarcha. Así que éste es el carpintero que Line se llevó. Alguien está interrogándolo, pero él parece aturdido. Francis tarda en reaccionar y se lo reprocha a sí mismo, pero entonces va hacia el hombre y lo increpa:

—¿Qué has hecho con ella? —grita, sin saber siquiera si el hombre entiende el inglés—. ¿Dónde está Line? ¿La has abandonado? ¿Y los niños?

El carpintero lo mira estupefacto. Su asombro es comprensible, ya que nunca lo ha visto.

—¿Dónde está ella? —vuelve a preguntar Francis, furioso y asustado.

—Ella… No sé —balbucea el hombre—. Una noche… llegamos a un pueblo, y yo no pude resistir más. Comprendí que hacía mal. Quería regresar. Y la dejé… en el pueblo.

Una mujer de facciones angulosas está a su lado, abrazada a él, llorando. Francis supone que es la esposa abandonada.

—¿Qué pueblo? ¿A qué distancia está?

El hombre parpadea.

—No sé el nombre. Estaba junto a un río… un río pequeño.

—¿A cuántos días de viaje?

—Hmmm… Tres días.

—Mientes. No hay ningún pueblo a tres días hacia el sur.

El hombre palidece aún más.

—Perdimos la brújula…

—¿Dónde la dejaste?

El carpintero rompe en sollozos. Finalmente, medio en noruego y medio en inglés, explica:

—Fue espantoso… Estábamos perdidos. Oí un disparo y pensé que si encontraba al cazador, él podría indicarnos el camino. Pero no lo encontré… Había lobos. Cuando volví, vi sangre y ellos… no estaban.

El hombre solloza lastimosamente. La mujer de cara aguileña se aparta de él con visible repugnancia. Los otros miran a Francis boquiabiertos y curiosos: la mitad no lo han visto desde que lo trajeron medio muerto. Francis siente un nudo en la garganta.

Per alza la mano reclamando atención.

—Creo que debemos entrar. Espen necesita cuidados y alimento. Luego averiguaremos qué ha sucedido y enviaremos a buscarlos.

Ha hablado en su lengua y, poco a poco, todos se encaminan hacia las casas.

Jacob ajusta su paso al de Francis. No habla hasta que casi están dentro.

—Mira, no sé, pero… Es raro que los lobos ataquen y maten a tres personas. Quizá no ocurrió así.

Francis lo mira. Se limpia la nariz con la manga.

Cuando llegan a la puerta de su habitación, Per les grita:

—¡Jacob, Francis, no tenéis que volver ahí dentro! Venid con nosotros al comedor.

Francis, sorprendido y emocionado, sigue a Jacob al refectorio.

Comen pan y queso y beben café. Se oye un murmullo sordo porque la gente, impresionada por lo ocurrido, habla en susurros. Francis piensa en las atenciones de Line y en sus deseos de marcharse. Pero ella es fuerte. Quizá no haya ocurrido lo peor. Ahora no quiere pensar en ello, todavía no.

Ninguno de los presentes lo mira con recelo, o al menos no lo parece. Francis iría con ellos a buscar a Line si pudiera, pero después de tanto movimiento le late la rodilla y se siente flojo como el algodón. Ha permanecido semanas en la habitación blanca, y se le han ablandado los músculos y descolorido la piel. Hace semanas que…

Con un sobresalto, Francis advierte que hace por lo menos una hora que no piensa en Laurent, desde que ha visto al grupo de gente reunido en el campo blanco; a decir verdad, desde que ha abierto la puerta y ha respirado el delicioso aire frío. Mucho rato sin pensar en Laurent, y tiene la impresión de haberle sido infiel.

Aquella lejana noche, desde el montículo de detrás de la cabaña, Francis vio luz a través del pergamino de la ventana. Bajó la cuesta en silencio, por si Laurent tenía visita. Las tiene —tenía— a menudo, y Francis procuraba mantenerse alejado, para evitar otro rapapolvo de aquella lengua despiadada. Oyó abrirse la puerta y vio salir a un hombre de pelo largo y negro. En la mano llevaba algo que guardó cuidadosamente en su zurrón mientras miraba alrededor o, mejor dicho, tendía el oído con el gesto alerta del rastreador. Francis permaneció inmóvil y en silencio. Era medianoche y estaba muy oscuro, pero él sabía que aquel hombre no era de Dove River: los conocía a todos por su manera de andar, de moverse y hasta de respirar. Aquél era diferente. El desconocido se volvió hacia la puerta abierta y escupió en el suelo, y Francis tuvo una fugaz visión de una piel oscura y brillante, un cabello grasiento largo hasta los hombros, y una cara pétrea. No era joven. El hombre entró en la cabaña, la luz se apagó y al poco volvió a salir, mascullando entre dientes. Se alejó hacia el río, en dirección al norte. Andaba con sigilo. Francis respiró con alivio: cuando había visita, él debía mantenerse a distancia. Pero ese hombre no se había quedado a pasar la noche.

Francis bajó del montículo y rodeó la cabaña, buscando la entrada. No llegaba ningún sonido del interior. Se paró un momento en la puerta antes de abrirla.

—Laurent —susurró, avergonzado de sí mismo por susurrar—. Laurent…

Lo más seguro era que Laurent se enfadara; hacía sólo un día y medio de su última pelea. A menos que —y se estremece de pensarlo— ya se hubiera ido, ya hubiera emprendido aquel misterioso viaje definitivo, sin despedirse. Quizá había adelantado la marcha para evitar una escena. Muy propio de él.

Francis empujó la puerta. Dentro había silencio y oscuridad, pero también se notaba el calor de la estufa. A tientas, fue hacia donde solía estar la lámpara y la encontró. Abrió la trampilla y encendió un junco que arrimó a la mecha. La luz repentina le hizo parpadear. Su entrada no provocó reacción alguna. Laurent se había marchado, pero ¿para cuánto tiempo? También podía haber salido de caza. O haberse ido para volver, o no habría dejado la estufa encendida. O podía estar…

Sólo le quedaban unos segundos de su antigua vida, y Francis los desperdició tontamente ajustando la mecha de la lámpara. Cuando diera media vuelta, vería a Laurent en la cama. Enseguida distinguiría la mancha roja de su cabeza, se acercaría rápidamente y le vería la cara, el cuello, la herida fatal.

Vería que aún tenía los ojos húmedos.

Notaría que aún estaba caliente.

Francis parpadea enjugando una lágrima. Jacob está hablando: dice que se va fuera, no le gusta estar sentado mucho rato. Antes de salir, Jacob le pone una mano en el hombro. Hoy todos son muy amables con él; casi no lo soporta. ¿Francis estará bien aquí? Ya no tiene que amenazarlo para que no se escape… ¡Ja!

Francis asiente vagamente, y su expresión se interpreta como tristeza por la supuesta muerte de Line.

Después de ver el cuerpo de Laurent, después de quedarse paralizado sabe Dios cuánto tiempo, Francis decidió que debía seguir al asesino. No era capaz de imaginar qué otra cosa podía hacer. No podía volver a casa, sabiendo lo que sabía. No quería permanecer en Dove River ni un momento más sin Laurent, el único que se lo hacía soportable. Encontró la mochila de Laurent y la cargó con una manta, comida y un cuchillo de caza, más grande y afilado que el suyo. Escudriñó la cabaña con la mirada, buscando una señal, un último mensaje de Laurent. El rifle no estaba. ¿Llevaba aquel hombre un rifle? Evocó su imagen; de pronto, comprendió qué había metido en el zurrón con tanto cuidado y sintió náuseas.

Evitando mirar hacia la cama, Francis levantó la tabla suelta del suelo y buscó la bolsa del dinero. No había mucho, un pequeño fajo de billetes y aquel curioso trozo de hueso grabado que Laurent consideraba valioso. También se lo llevaría. Al fin y al cabo, Laurent había querido dárselo meses atrás, un día en que estaba de buen humor.

Finalmente se puso el abrigo de piel de lobo de Laurent, el que tenía el pelo por dentro. Lo necesitaría por la noche.

Dijo adiós con el pensamiento y se fue en la misma dirección que había tomado aquel hombre, sin saber qué haría si llegaba a darle alcance.

La ternura de los lobos
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