Me acuerdo del día que emprendí un largo viaje. Supongo que lo tengo muy presente porque marcó el final de una etapa de mi vida y el comienzo de otra. Estoy segura de que a mucha gente del Nuevo Mundo le ocurre lo mismo, pero ahora no me refiero a la travesía del Atlántico, a pesar de que fue inenarrable. Mi viaje discurrió entre la puerta del manicomio de Edimburgo y un caserón ruinoso de las Highlands Occidentales. Me acompañaba el que luego sería mi marido, aunque entonces yo no podía adivinarlo. También ignoraba la trascendencia del viaje, que cambiaría mi vida para siempre. Yo no sospechaba que nunca regresaría a Edimburgo, pero, en el momento en que el carruaje se puso en marcha por la larga avenida en forma de arco del manicomio, se rompieron los hilos que me unían a mi pasado, a mis padres, a mi niñez relativamente plácida, incluso a mi clase social, y quedarían rotos para siempre.

Después, al pensar en aquel viaje, me complacía en imaginar cómo la mano del destino iba cortando los hilos a mi espalda, mientras yo, aturdida e ignorante, me bamboleaba en aquel carricoche, preguntándome si estaría loca (es un decir) por abandonar el manicomio y sus relativas comodidades. ¿Cuántas veces advertimos la acción de fuerzas implacables en el momento que están actuando? Yo no me daba cuenta. Y por el contrario, ¿cuántos hechos que imaginamos trascendentales se evaporan como la bruma matinal sin dejar rastro?

Cualesquiera que sean ahora mis presentimientos, al fin hemos llegado. Ya estamos en el punto de destino de este importante viaje. Pero quizá sea sólo mi temor a la violencia lo que hace que parezca importante.

El paisaje es aquí menos monótono; tiene pequeñas ondulaciones, como una alfombra arrugada. Frente a nosotros, entre relumbres que hieren la vista, distingo un pequeño lago. Es largo y curvado como un dedo que te invita a aproximarte, arqueándose en torno a una masa rocosa de más de treinta metros de alto por la mitad de ancho. En la orilla opuesta hay árboles, apenas un bosquecillo. Casi todo el lago está helado, blanco como una pista de curling, menos en un extremo, donde un río se precipita en él desde unas rocas bajas y un vapor se eleva de un agua oscura que la turbulencia del salto mantiene libre de hielo. Cruzamos el lago. El sol luce frío en el oeste. El cielo es azul cobalto. Los árboles son dibujos al carbón sobre la nieve. Trato de imaginar que estamos aquí por otro motivo, un buen motivo, pero lo cierto es que no existe otro motivo por el que yo pudiera estar aquí con Parker. Él y yo no tenemos nada en común, salvo una muerte que nos ata, y cierto afán de alguna especie de justicia. Y cuando se haya hecho justicia —o lo que sea—, no nos atará nada en absoluto. No quiero ni pensarlo.

Por eso deseo mirar, aunque me duelan los ojos. Tengo que ver. Tengo que recordar esto.

La capa de nieve es más delgada debajo de los árboles. La vieja cabaña está tan deteriorada que se confunde con el paisaje y no la ves hasta que la tienes delante. La puerta está entreabierta, colgando de unas bisagras corroídas, y la nieve ha entrado formando barrera hasta media altura. Parker escala la barrera y yo lo sigo quitándome el chal de la cabeza. La única ventana tiene el postigo cerrado y en el interior hay una grata oscuridad. No se ve nada que haga pensar que aquí ha vivido alguien: solo un montón de fardos blanqueados por la nieve.

—¿Qué es esto?

—Una cabaña de tramperos. Puede que tenga cien años.

Y los aparenta, en efecto, con sus maderas maltratadas por las inclemencias climáticas. La idea me fascina: la edificación más antigua de Dove River lleva en este mundo trece años exactamente.

Tropiezo con algo en el suelo.

—¿Son las pieles? —pregunto señalando los fardos.

Parker asiente, se acerca a uno de ellos y corta las ligaduras con la navaja. Extrae una piel grisácea oscura.

—¿Ha visto algo como esto?

Me la da y mis manos palpan un pelo fino, fresco e increíblemente suave. Había visto una de estas pieles, en Toronto me parece que fue, alrededor del ajado cuello de una vieja rica. Un zorro plateado. La gente comentaba que habría costado por lo menos cien guineas. Reluce como la plata y tiene tacto de seda, sí, pero ¿tanto valen estas cualidades?

Parker me ha decepcionado. No sé lo que yo esperaba, pero, a fin de cuentas, mal que me pese reconocerlo, él ha venido hasta aquí buscando lo mismo que Stewart.

Nos acomodamos en la cabaña. Parker trabaja en silencio, pero un silencio distinto de aquella total concentración suya en lo que estuviera haciendo. Lo noto preocupado por otra cosa.

—¿Cuánto cree que tardará?

—No mucho.

No decimos a qué nos referimos, pero los dos sabemos que no es al trabajo en curso. De vez en cuando atisbo por la puerta, que da al sur, y no se ve la ruta por la que hemos venido. La luz es cegadora. Cada mirada es como una cuchillada en el cerebro. A pesar de todo, salgo, no puedo permanecer en la cabaña; necesito estar sola.

Manteniéndome bajo los árboles que bordean la orilla oeste, voy hacia la parte oscura y sin hielo del lago, atraída por la cascada que cae en un extraño silencio. Recojo las ramas secas que encuentro al paso, para el fuego. ¿Encenderemos fuego, si esperamos a Stewart? Tengo en la boca un sabor agrio, metálico, que conozco bien. El sabor de mi cobardía.

Son sólo unos cien metros hasta el extremo del lago, de modo que parece imposible perderse. Pero eso es lo que me ocurre. Me he mantenido cerca de la orilla y, a pesar de haber desandado el camino, no veo la cabaña. En principio no me asusto. Vuelvo sobre mis pasos hasta la cascada y el agua negra y humeante, ribeteada de un hielo que blanquea gradualmente. Me mueve un impulso —como el que camina sobre un acantilado se siente atraído hacia el borde— de ir pisando el hielo, pasando de lo blanco a lo gris, para probar su resistencia. Llegar tan lejos como sea prudente, y un poco más.

Ahora retrocedo, manteniendo a mi derecha el sol poniente con sus fieros fulgores, y me meto otra vez entre los árboles. Los troncos cortan la luz del sol en franjas que se ondulan y desflecan ante mis ojos, mareándome. Aprieto los párpados, pero al abrirlos no veo nada —una blancura abrasadora lo cubre todo, y el dolor me hace gritar—. Tengo miedo de que mis ojos no vuelvan a ver. Es excepcional que la ceguera de la nieve sea permanente, pero se han dado casos. Y entonces pienso: ¿tan malo sería? La última cara que habría visto sería la de Parker.

Estoy de rodillas, he tropezado en lo que parece un montón de nieve pisada. Palpo el suelo con las manos. ¿Una madriguera, quizá? La tierra está oscura y removida debajo de la nieve. Me da un vuelco el corazón: debe de ser un animal muy grande, para haber excavado tanto. Y no hace mucho, porque la tierra aún está suelta. Al levantarme, mi mano tropieza con algo cubierto por una fina capa de tierra, y salto hacia atrás gritando. Es algo blando y frío con el tacto inconfundible de la tela o de… de…

—¿Señora Ross?

No lo he oído acercarse, pero está a mi lado. La blancura se diluye un poco y distingo su silueta oscura, los ojos me hacen chiribitas; manchas rojas y violetas emborronan las ramas y las placas blancas de la nieve. Él me coge del brazo.

—Ssh, aquí no hay nadie.

—Ahí delante… en el suelo… algo. Lo he tocado.

La náusea viene y va. Ya no veo el montón de tierra, pero Parker reconoce el terreno y lo encuentra. Yo me he quedado en el mismo sitio, enjugándome las lágrimas que no paran de brotar (sin motivo, porque no estoy llorando). Si no las seco enseguida se me hielan en las mejillas formando perlas.

—Es uno de los noruegos, ¿verdad? —Aún siento el contacto en la mano que, inexplicablemente, no tiene puesto el guante.

Parker ahora está en cuclillas escarbando.

—No es uno de los noruegos.

Suspiro aliviada. Un animal entonces. Me froto las manos con un puñado de nieve para quitarme aquella terrible sensación.

—Es Nepapanees.

Doy unos pasos hacia él, inseguros, porque no puedo fiarme de mis ojos. La figura de Parker oscila como si estuviera envuelta en llamas.

—No se acerque.

De todos modos, mucho no puedo ver, y mis pies siguen adelante por mera inercia. Pero Parker se ha levantado y me sujeta por los brazos cortándome el paso hacia lo que hay en el suelo.

—¿Qué le ha pasado?

—Le han disparado.

—Déjeme ver.

Al cabo de un momento se hace a un lado, pero sigue sosteniéndome del brazo mientras me arrodillo al lado de la somera tumba. Entornando los ojos, distingo lo que hay en el suelo. Parker ha escarbado lo suficiente para dejar al descubierto la cabeza y el torso de un hombre. El cuerpo está boca abajo, tiene tierra en las trenzas, pero el hilo amarillo y rojo que las ata aún no ha perdido el color.

No hace falta darle la vuelta. No se ahogó al partirse el hielo. Tiene en la espalda una herida del tamaño de mi puño.

Cuando llegamos a la cabaña, descubro mi última imbecilidad: he perdido las manoplas, seguramente en el bosque. Tengo los dedos blancos e insensibles. Dos pecados capitales en otros tantos días. Merezco que me fusilen.

—Lo siento, he sido una estúpida… —Otra vez pidiendo perdón. Una estúpida, una carga, una inútil.

—No es grave.

El sol se ha puesto y el cielo está de un delicado turquesa pálido. En la cabaña arde un buen fuego y Parker ha hecho una cama con una fortuna en pieles.

Es sólo la segunda vez que me ocurre esto: la otra fue durante mi primer invierno, y aprendí la lección. Pero me parece que durante las últimas semanas he olvidado muchas cosas. Por ejemplo, a protegerme.

Parker me frota las manos con nieve. Vuelvo a sentir los dedos, que empiezan a arderme.

—Si Stewart ha estado aquí, ha encontrado las pieles.

Parker asiente.

—Me preocupa no estar en condiciones de usar el rifle.

—Quizá no haga falta —gruñe Parker.

—Será preferible que tenga usted los dos. Yo podría… —Yo iba a ser otro par de ojos. Vigilar. Protegerlo. Ahora ni eso puedo hacer.

—Me alegra que esté aquí.

No puedo verle la expresión. Cuando miro de frente, unas llamaradas ocupan el centro de mi visión. Sólo puedo verlo de soslayo y fugazmente.

Le alegra que esté aquí.

—Ha encontrado a Nepapanees —añade.

Yo retiro las manos.

—Gracias. Yo puedo sola.

—No; espere. —Parker se desabrocha la camisa azul. Toma mi mano izquierda y la guía hasta su axila derecha y la aprisiona con su carne cálida.

Yo introduzco la mano derecha en la otra axila y así nos quedamos, cara a cara, a la distancia del brazo. Apoyo la cabeza en su pecho, porque no quiero que me vea la cara, con estos ojos rojos y llorosos. Y estas mejillas que arden. Y esta sonrisa.

Con el oído pegado a su piel desnuda, oigo latir su corazón. ¿Late deprisa? No sé si es su ritmo normal. Mi corazón está acelerado, eso sí lo sé. Mis manos se abrasan, volviendo a la vida al calor de una piel que nunca he visto. Parker hace un ovillo con el zorro plateado y me lo pone debajo de la cabeza: una almohada de cien guineas, suave y fresca. Siento en la espalda el peso de su brazo. Cuando, al cabo de un rato, me muevo un poco, veo que tiene en la mano un bucle de mi pelo que se ha soltado del moño y lo acaricia distraídamente, como haría con uno de sus perros. Quizá. O quizá no. No hablamos. No hay nada que decir. No hay otro sonido que nuestra respiración y el siseo del fuego. Y el latir incierto de su corazón.

Sinceramente, si fueran a concederme un deseo, pediría que esta noche no terminara. Soy una egoísta, lo sé. No lo niego. Y probablemente una mala mujer. Al parecer, poco me importa que unos hombres hayan perdido la vida, con tal de que ahora yo pueda estar así, rozando con los labios un triángulo de piel cálida para que él sienta mi aliento.

No merezco que se me concedan mis deseos, pero lo cierto es que poco importa si lo merezco o no.

Por ahí fuera anda Stewart, que viene de camino.

La ternura de los lobos
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