Andrew Knox contempla por la ventana cómo cae la nieve, con sentimientos encontrados. Por un lado, ciertas frases de doble sentido captadas entre sus hijas le hacen sospechar que Susannah se interesa por Donald Moody y, por lo tanto, siente una especie de paternal preocupación por aquel joven de la Compañía que ahora viaja por los bosques. Por otro lado, es un alivio pensar que la nieve borrará las huellas del prisionero. Es nieve seca, la nieve del invierno, que cubrirá el suelo hasta la primavera. Por supuesto, se lamentó oportunamente de la fuga con Mackinley y los demás y ayudó a organizar las partidas que salieron en su persecución o, cuando menos, a descubrir qué dirección tomó. Cuando se fueron, Knox llamó a Adam al estudio y le soltó un largo sermón acerca de la gravedad de su falta. Adam protestó con vehemencia, diciendo que recordaba perfectamente haber puesto la cadena y el candado, y Knox reconoció que puede existir otra explicación de la fuga, razón por la cual Adam no perdería el empleo. La expresión de Adam era una mezcla de virtuosa protesta y hosca gratitud; los dos sabían que él tenía razón, pero también que no se puede discutir con el jefe más allá de cierto límite. La vida es injusta.
Como si este asunto no fuera ya bastante complicado, hace una hora llegó de Dove River la asombrosa noticia de que la señora Ross ha desaparecido, y se rumorea que la ha raptado el fugitivo. Knox está horrorizado por el cariz que están tomando los acontecimientos y se pregunta si su intervención habrá influido en los hechos. ¿Los ha provocado él al permitir a la mujer hablar con el prisionero? ¿O las dos desapariciones son simple coincidencia? Reconoce que esto no es probable. En el fondo, preferiría que la mujer hubiera sido raptada, porque si va sola no será fácil que sobreviva con este tiempo.
Al dar la noticia a su mujer y sus hijas, recalcó su certeza de que el prisionero querrá alejarse de Caulfield lo más aprisa posible. Ellas reaccionaron a la desaparición de la señora Ross con todo el espanto que era de suponer. Ésta es la peor pesadilla de las mujeres blancas en tierra salvaje. De todos modos, les recordó él, no es más que un rumor. Pero en la mente de todos, la fuga del prisionero y la desaparición de una mujer del pueblo son prueba de la culpabilidad de Parker.
Mackinley recibió la noticia con lúgubre satisfacción, aunque despotricó contra la estupidez de Adam y la falta de condiciones de Caulfield. Luego se marchó con una de las partidas, a buscar huellas en la zona de la bahía. Después de comunicar a Mackinley que el almacén estaba vacío, Knox se encerró en su estudio, se sirvió un vaso de brandy y sucumbió a un violento temblor. Afortunadamente, se le pasó enseguida, pero aún no se siente con fuerzas para salir a enfrentarse al mundo.
—¿Papi? —Maria no le llama así desde no sabe cuándo—. ¿Te encuentras bien? —Se acerca por detrás y le pone las manos en los hombros—. Es terrible.
—Podría ser peor. Siempre puede ser peor.
Maria tiene ojos de haber llorado: otro hábito de la infancia que él suponía que su hija había superado. Él sabe que no está preocupada por sí misma sino por la reputación de él.
—No soporto pensar en lo que dirá la gente.
—No hay que precipitarse a sacar conclusiones. Todos creemos saber lo ocurrido, pero no son más que suposiciones. Si quieres saber lo que pienso… —Se interrumpe—. La mayoría de los fugitivos no llegan lejos. Probablemente, dentro de un par de días volverá a estar entre rejas.
—No soporto pensar en esa pobre mujer.
—Nadie ha hablado todavía con el marido. Iré a hacerle una visita. Quizá no sea nada.
—Mackinley se ha puesto tan furioso que creí que pegaría a Adam.
—Está decepcionado. Piensa que una condena le valdrá un ascenso.
Maria gruñe con desdén.
—Me parece que ya nunca podremos volver a la normalidad después de esto.
—Oh… dentro de unos meses ni nos acordaremos.
Knox mira por la ventana preguntándose si la habrá convencido. Una vez más, experimenta un vértigo de desastre inminente. Cuando se vuelve (¿segundos después, un minuto?; no está seguro), Maria se ha ido. Él ha quedado hipnotizado por la blancura del exterior. Los copos se posan como plumas, atrapando una capa de aire en el suelo, rozándose sólo por las puntas de los cristales.
La nieve perfecta para cubrir rastros.
Susannah combate las tensiones del día probándose vestidos en su habitación y desechando los pasados de moda. El ritual tiene lugar cada varios meses, siempre que se siente agobiada por el peso del yugo de la vida rural. Maria, desde la puerta, la ve tirar furiosamente de las cintas de un vestido de moaré verde y siente una oleada de ternura hacia su hermana, que en momentos de crisis se preocupa por cosas tales como la anchura de unas mangas o la altura del talle.
—Ese vestido tiene fácil arreglo, Susannah. No lo rompas.
Susannah levanta la cabeza.
—Es que con estas cintas no puedo llevarlo. Son ridículas. —Suspira y deja caer el vestido, dándose por vencida. Las ofensivas cintas las ha cosido la propia Maria con puntadas pequeñas y firmes.
Ésta levanta el vestido.
—Podríamos ponerle otras mangas, quizá de encaje, quitar éstas, cambiar la forma del escote… así. Quedaría muy moderno.
—Quizá sí. ¿Y con éste qué hacemos? —Levanta un vestido de percal floreado que hace pensar en Maria Antonieta jugando a las pastoras.
—Umm… trapos.
Susannah suelta su risa de andar por casa, que es una sonora carcajada, distinta de su comedida risita pública que, según su madre, es más propia de una señorita.
—Es horrendo, ¿verdad?
—No sé en qué estaría pensando.
—En Matthew Fox, si mal no recuerdo.
Susannah arroja el vestido a su hermana.
—Mayor motivo para hacer trapos.
Maria se sienta en la cama, en medio de las prendas desechadas.
—¿Ya has escrito a Donald Moody?
Susannah rehuye su mirada.
—¿Cómo voy a escribirle? ¿Adónde quieres que envíe la carta?
—Creí que se lo habías prometido.
—También él lo prometió, y aún no he recibido nada… y él sí sabe dónde estoy.
—Pronto habrá noticias. Supongo que, de un modo u otro, se enterarán de lo del prisionero y comprenderán que no tiene objeto continuar la persecución. —Se tumba en la cama, entre los flácidos vestidos—. Creí que te gustaba.
—No está mal. —Susannah se ruboriza y eso la mortifica. Maria le sonríe ampliamente—. ¡No te rías! ¿Y qué quieres que haga?
—Oh, podrías haber escrito cartas largas y apasionadas y llevarlas cerca del corazón, atadas con cinta rosa.
Maria observa complacida el sonrojo de su hermana. Ha visto a muchos jóvenes concebir una viva pasión por Susannah y creerse dichosos por haber encendido en ella una chispa de afecto que, al cabo de una semana, se apaga, cuando ella descubre a la vuelta de la esquina una novedad más atractiva. Los cajones de su tocador rebosan de prendas de amores no correspondidos. Los cajones del tocador de Maria están libres de esta carga de recuerdos, pero ella no envidia a su hermana, ni mucho menos. Se da cuenta de que, en realidad, todas esas atenciones irritan a Susannah porque la obligan a comportarse como una damita refinada. A los hombres que se sienten fascinados por su cara y su figura se les escapa el rasgo esencial del carácter de Susannah: ella es una muchacha vital y dinámica, más amiga de nadar y pescar que de los tés elegantes. La charla abstracta la aburre y las floreadas confesiones sentimentales la violentan. Porque lo sabe, Maria no envidia las atenciones que recibe Susannah. Y Maria sabe también que, cuando a ella le gustaba aquel joven que el año anterior daba clases en la escuela, Susannah deseaba sinceramente que él la hiciera feliz. Susannah no tuvo la culpa si, al conocerla, Robert se sintió confuso sobre sus sentimientos y acabó declarándole su amor con frases entrecortadas, para luego regresar a Sarnia en el primer vapor, abochornado por la horrorizada reacción de ella. Susannah no dijo nada a Maria, pero el rumor llegó a sus oídos, como suele ocurrir en Caulfield antes o después. Maria, tras un período de callado sufrimiento, hizo un modelo de Robert Fisher en cera y lo asó lentamente en la chimenea de su habitación. Por extraño que parezca, esto la alivió.
A raíz de aquel desengaño, Maria hizo prácticamente voto de castidad, porque no concibe que pueda llegar a conocer a alguien que responda a su concepto del hombre ideal: su padre. De todos modos, no está segura de que el matrimonio y la felicidad doméstica sean todo lo que supone deben ser. En Caulfield y Dove River las mujeres se matan a trabajar y envejecen a una velocidad pavorosa, de manera que, cuando los hombres aún están en lo que se llama la plenitud de la edad, un poco curtidos pero vigorosos, parecen estar casados con su madre. Ella no lo ve como un futuro apetecible.
Pero Donald parece honrado e inteligente. Desde hace tiempo, Maria tiene la costumbre de mostrarse agresiva y ácida cuando conoce a una persona, a fin de descartar a los estúpidos que no saben ver a través de la fachada. Ella comprende que es un sistema de autodefensa, reforzado después de su triste experiencia. Pero Donald no se arredró y se ganó su respeto, aunque ella comprendía que si perseveraba era por Susannah. Y cuando se encontraron en la calle, después de que él hablara con Sturrock, se sintió impresionada por lo que él dijo y hasta empezó a dudar de que fuera verdad todo lo que le habían contado de aquel hombre.
—¿Y éste? —Susannah muestra un vestido de lana azul celeste que había sido uno de sus favoritos—. Me gustaría volver a ponérmelo, si podemos hacerle algo en las mangas.
Parece haber dejado de pensar en Donald. En cierto modo, en cuanto él se marchó de Caulfield, dejó de tener un significado concreto para convertirse en una abstracción, algo que había quedado en suspenso, algo que volvería a tener vigencia al regreso, pero antes no. Maria piensa que probablemente Susannah no sea la primera en escribir, si es que llega a hacerlo. Se pregunta si, de no ser por la fascinación que Donald siente por su hermana, obvia desde el primer momento, ella se habría animado a sentir algo por él. Es un disparate hasta pensar en ello, desde luego.
Knox saca el calesín y va a Dove River, a visitar a Angus Ross. No ha podido localizar la fuente del rumor y se hace reproches por haberle dado crédito con tanta facilidad. Desde que empezó a hablarse del asunto ha oído historias a cual más descabellada: que los Maclaren han sido asesinados mientras dormían, que ha desaparecido un niño, incluso que el prisionero había atado al propio Knox para escapar. Por todo ello, aún mantiene la esperanza de encontrar a la señora Ross en su hogar.
Ve a Ross en el campo detrás de la casa. Está reparando la cerca y sigue trabajando mientras Knox se acerca. No se vuelve a mirarlo hasta que está a pocos pasos. A este hombre se le conoce por su aire taciturno, como a su esposa por su irreverencia hacia los convencionalismos. De todos modos, saluda al visitante con relativa cordialidad.
—Angus.
—Andrew, ¿cómo está?
—Bastante bien. —Ross es una de las pocas personas de Dove River que no tienen dificultad en llamar a Knox por su nombre de pila—. Sé por qué ha venido.
Ross tiene los ojos y el pelo claros y una cara impenetrable. A Knox le hace pensar en granito erosionado por la intemperie. Él y su mujer son a cual más obstinado, aunque ella posee cierta elegancia, un aire más inglés. De todos modos, es dura como el pedernal. Granito y pedernal. La clase de personas a las que resulta imposible imaginar en una escena íntima. (Ahuyenta la imagen con un escalofrío mental y un severo reproche). Y los dos son tan distintos de Francis que a nadie se le ocurriría tomarlo por verdadero hijo suyo.
—Sí. Hemos oído rumores disparatados. Todo el mundo anda alborotado con la fuga del prisionero. Es una desgracia.
—Pues sí, es verdad. Ella se ha marchado, pero no contra su voluntad.
Knox calla, esperando más información. Pero Ross no es comunicativo.
—¿Sabe adónde?
—A buscar a Francis. Dijo que se iría. No podía soportar la preocupación.
Knox está asombrado de la calma de este hombre, aunque tampoco esperaba otra cosa.
—Confío en que encuentre a los hombres de la Compañía.
—¿Va sola?
Ross se encoge ligeramente de hombros, mirándolo a los ojos.
—Si me pregunta si el prisionero se ha ido con ella, no lo sé. No sé por qué iba a querer ayudarla. ¿Y usted?
—¿No está preocupado, hombre? ¿Su mujer por ahí… con este tiempo?
Ross agarra el hacha y el azadón y echa a andar hacia la casa.
—Venga a tomar una taza de té.
Knox comprende que no tiene elección.
Lo que Ross muestra a Knox en la cocina indica que no hay que preocuparse por el inmediato abastecimiento de la señora Ross. Al parecer, va bien provista. Hasta lee la nota que ha dejado, que es lacónica pero expresiva. La frase: «no hagas caso de lo que te digan» puede aludir a la fuga del prisionero, o no. Ross no hace comentario alguno. Knox se pregunta si Ross estará celoso, si sentirá la preocupación del marido cuya esposa puede haberse ido con otro, por extrañas que sean las circunstancias. No advierte ni la menor señal.
Mientras toma el té —flojo, contra pronóstico—, Knox se pone a especular acerca del estado del matrimonio de los Ross. Quizá, al cabo de los años, ya no se soportan. Quizá él se alegre de que su mujer se haya marchado. Y el hijo…
—Tal vez sea mejor que, por ahora, no diga nada a nadie —propone Knox—. Yo diré que he hablado con usted y que de momento no hay motivo de preocupación. No queremos más… histerismo.
Knox imagina a más y más personas emprendiendo viaje rumbo al norte, y siente un cosquilleo de risa en la garganta. Una reacción muy poco correcta, que está haciéndose muy frecuente. Quizá sea síntoma de senilidad. Traga saliva: esto es un asunto serio. Pero quizá no sean necesarias más personas, puesto que es de esperar que Donald Moody y Jacob ya hayan llegado a destino, dondequiera que esté.
Ross asiente.
—Si usted lo dice…
—¿Me equivoco al pensar que no piensa salir en su busca?
Una pausa. La mayoría de los hombres tomarían esta pregunta como un insulto.
—¿Adónde podría ir? Con este tiempo, imposible saber con certeza hacia dónde se dirige. Como le decía, es probable que encuentre a los hombres de la Compañía.
¿Trata de justificarse? Knox siente una punzada de desagrado. Tanto estoicismo empieza a ser irritante, por no decir repelente.
—Bien… —Knox se pone en pie, cediendo al deseo de marcharse—. Gracias por ser tan franco conmigo. Espero sinceramente que pronto recupere a su familia.
Ross asiente y le da las gracias por la visita, aparentemente insensible a la preocupación y los buenos deseos del visitante.
Knox siente alivio al dejar a Angus Ross. Sentimientos parecidos ha experimentado a veces en el trato con los nativos, que no expresan sus emociones con la misma efusividad que los blancos. Le resulta agotador estar en compañía de personas para las que una sonrisa espontánea es señal de infantil debilidad.