Line está en la cama, vestida, mirando hacia la ventana. Torbin y Anna duermen a su lado. No les ha dicho nada, porque no está segura de que guarden el secreto. Dentro de poco, los despertará y vestirá, haciendo que todo parezca una aventura emocionante. Ellos nada saben de sus planes. No se los revelará hasta que estén lejos de Himmelvanger. Habría preferido salir más temprano: hace más de una hora que todos duermen. Una hora de viaje perdida. Tiene calor, porque lleva varias enaguas, dos faldas y todas sus camisas, de modo que sus brazos parecen dos embutidos. Lo mismo hará Espen. Menos mal que es invierno. Vuelve a mirar el reloj y mueve las manecillas para que señalen la hora que le interesa; ya no puede esperar más. Se incorpora y despierta a los niños.

—Escuchad, nos vamos de viaje. Pero es muy importante no hacer ruido. ¿Entendido?

Anna parpadea, enfurruñada.

—Yo quiero dormir.

—Luego dormirás. Ahora levanta, esto es una aventura. Anda, vístete, deprisa.

—¿Adónde vamos? —Torbin parece más animado—. Aún está oscuro.

—Pronto amanecerá, ya son las cinco, mira. Hace horas y horas que dormís. Tenemos que salir temprano si queremos llegar hoy.

Enfunda un vestido a Anna.

—Yo quiero quedarme.

—Vamos, Anna. —Apenas cinco años y ya tan testaruda—. Ponte este vestido encima del otro. Hará frío, y así no habrá que llevar tanto equipaje.

—¿Adónde vamos?

—Al sur, donde no hace tanto frío.

—¿Vendrá Elk?

Elk, hija de Britta, es la mejor amiga de Torbin.

—Más adelante. Y quizá vengan también otros.

—Tengo hambre. —Anna no está contenta y quiere que todos lo sepan. Line le da una galleta, y otra a Torbin. Las ha birlado para comprar su silencio.

A menos diez, les hace jurar silencio, se asoma al corredor y se queda escuchando durante un minuto antes de hacerlos salir. Entonces cierra la puerta de la habitación que ha sido su hogar durante los tres últimos años. Todo está en silencio. Line se carga a la espalda la pesada bolsa que contiene la comida y los pocos objetos personales que no quiere dejar. Cruzan el patio en dirección al establo. La noche es oscura, sin luna. Line tropieza y murmura un juramento. Torbin se sobresalta al oírlo, pero su madre no puede preocuparse ahora por eso. Siente mil ojos en la espalda, el miedo le hace cogerles las manos con fuerza, y Anna lloriquea, quejosa.

—Lo siento, tesoro. Mira, ya estamos. —Abre la puerta del establo. Dentro está más oscuro todavía, pero no hace tanto frío. Se oye piafar a los caballos en el heno. Ella se para a escuchar.

—¿Espen?

Se han adelantado unos minutos y él aún no ha llegado. Ojalá no tarde. Ya hace una hora que podrían estar de viaje, alejándose de Himmelvanger. Sienta a los niños en una cuadra vacía.

Sólo unos minutos y Espen estará aquí.

No tiene reloj de bolsillo, pero es consciente del paso del tiempo por cómo se le están entumeciendo los dedos de las manos y los pies. Ya casi no los siente. Los niños han estado un rato revolviéndose, pero ahora Anna duerme hecha un ovillo y Torbin, apoyado en ella, parece aletargado. Debe de hacer por lo menos una hora que esperan, y al establo no ha venido nadie. Al principio se decía: «Siempre se retrasa; no puede evitarlo». Luego pensó: «Quizá entendió que habíamos quedado a las dos». Y ahora imagina que tal vez Merete no puede dormir porque se encuentra mal, o porque el pequeño llora, y Espen ha tenido que quedarse en la cama, angustiado y maldiciendo su suerte.

O es posible que no tuviera intención de venir.

Ella contempla esta horrible posibilidad. No. Él no podría defraudarla. No sería capaz. No será capaz.

Le dará otra oportunidad. Pero si le falla, lo avergonzará delante de todos. Despierta a los niños sacudiéndolos con más fuerza de la necesaria.

—Escuchad, hay que esperar. No podemos irnos esta noche, hay que esperar hasta mañana por la noche. Lo siento —corta sus previsibles protestas—. Lo siento, pero así están las cosas.

Recuerda haber usado esta frase cuando les dijo que su padre no regresaría y que tenían que ir a vivir a las quimbambas: «De nada sirve quejarse. Así están las cosas».

Les hace jurar que guardarán el secreto: si lo dicen a alguien, no podrán hacer este viaje de vacaciones, y les pinta un cuadro del cálido Sur que los entusiasma. Quizá un día puedan ir realmente.

Cuando se pone de pie y empieza a conducirlos de vuelta al dormitorio —menos mal que aún está oscuro—, nota movimiento cerca de la puerta. Se queda en suspenso, y también los niños, contagiados de su repentino temor. Suena una voz.

—¿Hay alguien ahí?

Por un instante —la mínima fracción de un segundo—, ella imagina que es Espen y el corazón le da un vuelco. Pero enseguida comprende que no es su voz. Los han descubierto.

El hombre viene hacia ellos. Line está paralizada. ¿Qué puede decir? Un segundo después, se da cuenta de que el hombre ha hablado en inglés, no en noruego. Es Jacob, el mestizo. No está perdida, aún no. Él enciende una lámpara y la sostiene en alto, frente a ellos.

—Oh, señora… —Ahora recuerda que no sabe, o no puede pronunciar, el apellido—. Hola, Torbin; hola, Anna.

—Siento haberlo molestado —dice Line secamente. ¿Qué hace él aquí? ¿Acaso duerme en el establo?

—No, no me han molestado.

—Bien, buenas noches. —Ella sonríe, pasa frente a él y, cuando los niños ya han empezado a cruzar el patio, retrocede—. Por favor, no mencione esto a nadie. A nadie. Se lo suplico… o mi vida no merecerá la pena. Insisto, es muy importante. ¿Puedo confiar en usted?

Jacob ha apagado la lámpara, como dando a entender que ha comprendido la importancia de la discreción.

—Sí —responde sencillamente. Ni siquiera parece sentir curiosidad—. Puede confiar en mí.

Line ayuda a los niños a quitarse la ropa y los vigila hasta que se duermen. Ella está muy nerviosa para dormir. Esconde la bolsa detrás de una silla. No soporta la idea de vaciarla; eso sería reconocer el fracaso. Por la mañana tendrá que esparcir ropa por la habitación, para disimular en caso de que a alguien se le ocurra asomarse. Oh, si ella tuviera su propia casa, con puertas que pudiera cerrar con llave… Cómo aborrece esta falta de independencia; la atenaza como una brida.

Durante el desayuno, por precaución, Line muestra un semblante plácido y alegre. No mira a Espen hasta la mitad de la comida, pero en ese momento él está cabizbajo. Ni siquiera vuelve la cara hacia ella. Trata de descubrir si él o Merete parecen cansados, pero es difícil apreciarlo. El crío llora, quizá tiene cólico. Tendrá que esperar.

La ocasión se presenta por la tarde. Él se le acerca cuando está echando comida a las gallinas. No lo ve llegar. Espera a que hable él.

—Line, perdona. Lo siento. No sé qué decirte… Merete tardó horas en dormirse y yo no sabía qué hacer. —Gesticula nerviosamente y mira en todas las direcciones menos hacia ella. Line suspira.

—Está bien. Me inventé una historia para los niños. Nos iremos esta noche. A la una.

Él no dice nada.

—¿Has cambiado de idea?

Él suspira. Line siente un temblor.

—Si es eso, no pienso irme sin ti. Me quedaré y diré que el hijo que voy a tener es tuyo. Te avergonzaré delante de todos. Delante de tu mujer y tus hijos. Si Per me echa no me importa. Moriremos de frío. Tu hijo morirá y yo moriré. Y tú serás el responsable. ¿Estás preparado para eso?

Espen ha palidecido.

—¡No digas esas cosas, Line! Qué horror… No iba a decir que no iría. Pero es muy duro. Piensa en todo lo que tengo que dejar… tú no dejas nada.

—¿La amas?

—¿A Merete? Ya sabes que no. Te amo a ti.

—Pues esta noche, a la una. Si Merete no duerme, te inventas una excusa.

Él pone cara de resignación. Todo saldrá bien. Es sólo que Espen es un hombre que necesita que lo empujen, como hay tantos.

Todo aquel día es un suplicio para Line. Al verla revolverse, nerviosa, mientras hacen colchas, Britta le pregunta:

—¿Qué te pasa, chica? ¿Tienes hormigas en las calzas?

Lo único que puede hacer Line es sonreír.

Por fin llega la una y los tres van al establo. Nada más cerrar la puerta, ella nota que Espen ya está allí y oye su voz en la oscuridad, pronunciando su nombre.

—Aquí estamos —responde ella.

Él enciende una lámpara y sonríe a los niños, que lo miran entre tímidos y desconfiados.

—¿Estáis contentos de ir de viaje?

—¿Por qué tenemos que irnos de noche? ¿Es que nos escapamos? —pregunta el avispado Torbin.

—Nada de eso. Hay que salir temprano para poder llegar lejos antes de que se haga de noche. Así es como se viaja en invierno.

—Basta de charla, hay que darse prisa. Cuando lleguemos lo entenderás. —Line está nerviosa y tiene la voz áspera.

Espen cuelga las bolsas de las sillas; ya había preparado los caballos. Line mira con cariño a los robustos animales, que dócilmente hacen lo que se exige de ellos, incluso a la una de la madrugada. Los sacan al patio, donde sus cascos no hacen ruido en el barro. En todo Himmelvanger no hay una sola luz, pero llevan de las riendas a los caballos hasta un bosquecillo de abedules jóvenes, a resguardo de la vista de las ventanas. Espen ayuda a los niños y Line a montar y él se encarama a la silla, detrás de Torbin. Line lleva una brújula robada.

—Primero iremos hacia el sudeste. —Ella levanta la cabeza—. Mira las estrellas. Nos ayudarán a orientarnos. Iremos hacia aquélla.

—¿No vas a pedir a Dios que bendiga el viaje? —Torbin se vuelve hacia su madre. A veces es un poco pedante, siempre deseoso de hacer lo correcto, y ha vivido tres años en Himmelvanger, donde casi no puedes dar un paso sin rezar una oración.

—Claro que sí. Ahora iba a hacerlo.

Espen tira de las riendas e inclina la cabeza. Musita rápidamente la plegaria, como si los piadosos oídos de Per pudieran captar los rezos en kilómetros a la redonda.

—Que el Señor Nuestro Dios, Rey de los Cielos y la Tierra, que a todos nos ve y protege, bendiga nuestro viaje, nos libre de mal y nos guíe por el buen camino. Amén.

Line hinca los talones en los flancos del caballo. La oscura masa de Himmelvanger va empequeñeciéndose a su espalda. Con el cielo despejado, hace más frío que ayer. Se han ido justo a tiempo.

La ternura de los lobos
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