El doctor Watson, el director del manicomio, tenía aspiraciones. Aspiraba a labrarse un nombre, escribir monografías y ser invitado a pronunciar conferencias en las que estaría rodeado de jóvenes admiradoras. Por el momento, las únicas jóvenes que tenía alrededor estaban en mayor o menor medida perturbadas y, entre todas ellas, me eligió a mí para matar el tiempo hasta que se hiciera famoso y pudiera marcharse.

Cuando él llegó, yo llevaba varios meses internada. Durante todo aquel período, habían circulado por la casa rumores acerca del nuevo director. En general, la vida en un manicomio es terriblemente aburrida y cualquier novedad es motivo de apasionado debate, ya sea el cambio del cereal del desayuno o el retraso de la hora de costura de las tres a las cuatro de la tarde. Un director nuevo era un acontecimiento trascendental que ofrecía material para semanas de comentarios y especulaciones. El personaje no decepcionó. Era joven y apuesto, tenía una cara afable y una bonita voz de barítono. Todas las mujeres de la casa se enamoraron de él nada más verlo. No diré que a mí me fuera indiferente, pero me divertía ver cómo algunas se engalanaban con cintas y flores para atraer su atención. Watson, simpático y seductor, les tomaba las manos y les decía galanterías que las hacían ruborizarse entre risitas. Aquel verano, por las noches, el dormitorio de las mujeres se llenaba de suspiros.

Como yo no formaba parte de su corte de admiradoras, me sorprendió que él me llamara a su despacho, y temí haber hecho algo malo. Lo encontré paseándose alrededor de un armatoste que ocupaba el centro de la habitación. Al verlo, me pregunté si aquello sería un artefacto análogo a la ducha, ideado para producir alguna alarmante sensación en los dementes, aunque no adiviné su exacta naturaleza. Empecé a ponerme nerviosa.

—Ah, buenos días, señorita Hay. —Watson levantó la mirada y me sonrió. Parecía muy satisfecho de sí mismo.

A mí lo que más me sorprendía era el cambio operado en el despacho, el cual, en tiempos de su anterior ocupante, era lúgubre y deprimente y olía un poco a rancio. En realidad, la habitación era hermosa (todo el edificio, de estilo neoclásico, era impresionante), con techo alto y un amplio mirador al jardín. Watson había eliminado las gruesas cortinas para dejar paso a la luz de mediodía. Las paredes habían sido pintadas de amarillo pálido, había flores en la mesa y un original ornamento, a base de piedras y helechos, decoraba una pared.

—Buenos días —dije, sin poder dejar de sonreír.

—¿Le gusta mi despacho?

—Sí, mucho.

—¡Bien! Tenemos los mismos gustos. Yo creo que es importante rodearse de un ambiente agradable. ¿Cómo se puede ser feliz en medio de la fealdad?

Me pareció que no hablaba del todo en serio y murmuré una respuesta vaga, pensando que dichoso él que podía cambiar su entorno a su gusto.

—Aunque, desde luego, la habitación gana atractivo estando usted en ella.

A pesar de conocer sus maneras, sentí un ligero rubor que traté de disimular mirando por la ventana a varios internos que se paseaban, o eran paseados, por los jardines.

Conversamos un rato, y yo supuse que él trataba de calibrar mi deficiencia mental y mi propensión a los arrebatos violentos. Pareció sacar buena impresión de nuestra charla, porque se puso a hablarme de aquel aparato. En síntesis, era una caja de hacer retratos, y él dijo que pensaba utilizarla para realizar estudios de los internos. Añadió que ello podía ser útil para entender y tratar la locura, aunque yo no comprendí cómo. Al parecer, él deseaba hacer retratos de mi persona concretamente.

—Tiene usted un rostro ideal para la cámara, franco y expresivo, justo lo que se necesita.

Me halagó la idea de que me hubiera elegido para su proyecto, que supuse una agradable ruptura de la rutina diaria. Como ya he dicho, la vida en el manicomio, aparte de alguna que otra convulsión o intento de suicidio, no podía ser más aburrida.

—Verá —empezó, y bajó la mirada a la mesa—, he pensado en hacer una serie de estudios de… bien, de usted, en poses típicas de determinadas condiciones mentales. Umm… por ejemplo, existe el denominado complejo de Ofelia, así llamado porque afligía a un personaje de una célebre tragedia… —Al llegar a este punto me miró, atento a mi reacción.

—La conozco —dije.

—Ah, excelente. Bien… pues, para ilustrar ese estado, necesitaríamos una pose de… umm, amor lánguido, flores en el pelo, etcétera. ¿Comprende?

—Creo que sí.

—Me será de gran ayuda para una monografía que estoy escribiendo. Las fotografías ilustrarán mi tesis y resultarán especialmente útiles a las personas que nunca han estado en un sanatorio mental y les cuesta imaginarlo.

Yo asentí cortésmente y, como él no daba más explicaciones, pregunté:

—¿Cuál es su tesis?

Pareció un poco sorprendido.

—Oh. Mi tesis es… bien, que existen diferentes tipos de locura. Que ciertas actitudes y movimientos físicos comunes a distintos pacientes son indicativos de su estado mental. Que si bien es cierto que cada paciente tiene su historial propio, todos pueden clasificarse en grupos, por rasgos y actitudes comunes. Y también… —se interrumpió, aparentemente pensativo— también que, con el estudio sistemático y minucioso de estas actitudes, podemos avanzar en el descubrimiento de formas de curar a esos desdichados…

—¡Ah! —dije animadamente, preguntándome qué actitudes tendía a adoptar yo, que era una de las desdichadas. Se me ocurrieron varias imágenes muy poco aptas para un retrato.

—Y quizá —prosiguió— querría usted almorzar conmigo los días en que tuviera la bondad de dedicarme algún tiempo.

Se me hizo la boca agua. La comida del manicomio era sana pero insípida, pesada y monótona. Creo que existía una teoría (quizá incluso una tesis) según la cual ciertos sabores podían ser peligrosamente estimulantes. Por ejemplo, demasiada carne o un plato muy suculento o picante podían inflamar sensibilidades susceptibles y provocar trastornos. Por si me atraía ya la idea de hacer de modelo, habría bastado para convencerme la perspectiva de una comida sabrosa e interesante.

—Bien… —dijo sonriendo, y entonces me di cuenta de que estaba azorado—. ¿Le gusta la idea?

Me intrigaba su nerviosismo. ¿Se debía a mi presencia? ¿A la posibilidad de que le dijera que no? Asentí. Ni que me mataran habría podido comprender cómo mirar fotografías de mujeres cubiertas de flores podía contribuir a encontrar el remedio para la locura, pero ¿quién era yo para discutir?

Además, él era un hombre relativamente joven, atractivo y amable; y yo, una huérfana internada en un manicomio, sin amparo y con escasas probabilidades de salir de allí. Por extraños que fueran los acontecimientos que se me presentaran, no era fácil que empeorasen mi situación.

Así empezó aquello. Al principio yo iba a su despacho una o dos veces al mes. Watson había reunido trajes y accesorios para crear el ambiente. Al parecer, la primera imagen se titularía «Melancolía», estado de ánimo que yo me sentía más que cualificada para ilustrar. Él había puesto un sillón al lado de una ventana, en el que yo debía sentarme con un vestido de color oscuro y un libro en las manos, mirando fuera con anhelo, como si soñara con mi amor perdido, me explicó. Yo habría podido decirle que en la vida hay desgracias peores que un desengaño amoroso, pero me contuve y me puse a mirar por la ventana pensando en filetes de venado a la parrilla con salsa al oporto, pollo al curry y bizcocho borracho, con crema y fruta.

El almuerzo fue tan bueno como había imaginado. Me temo que comí con los modales de un labriego, y él me miraba sonriendo mientras yo repetía ración de tarta de pera a la canela. Comía con ansia no porque estuviera desnutrida sino porque tenía hambre de sabores, de picante, de sutileza. Saborear especias y queso de Roquefort y vino por primera vez en cuatro o cinco años (con la única excepción de Navidad) era una delicia. Creo que así se lo dije, y él se echó a reír muy satisfecho. Cuando me acompañaba a la puerta de su despacho, me sostuvo la mano entre las suyas y me dio las gracias mirándome a los ojos.

Tal como esperaba, el doctor Watson me llamaba a su despacho con frecuencia creciente y, a medida que nos familiarizábamos el uno con el otro, las poses se hacían menos formales. Es decir, yo llevaba cada vez menos ropa, hasta que acabé recostada en la urna de los helechos, con una diáfana muselina enredada en el cuerpo. Creo que él abandonó pronto toda pretensión de contribuir al progreso de la ciencia médica. Watson, o Paul, como ahora lo llamaba, llevaba a cabo los estudios e investigaciones que le satisfacían, a veces parpadeando con gesto contrito y evitando mirarme a la cara, como si le avergonzara pedirme que hiciera esas cosas.

Amable y considerado, Paul se interesaba en mis opiniones, a diferencia de muchos de los hombres que he tratado fuera del manicomio. Yo lo apreciaba, y un día tuvo un gesto que me hizo feliz: después del almuerzo, temblando, me cogió una mano. Era tierno y se sentía horrorizado por obrar mal; siempre estaba pidiéndome perdón por aprovecharse de mí y ceder a sus bajos instintos. A mí esto me tenía sin cuidado. Era un secreto emocionante, una dulce pasión, a pesar de que él se ponía nervioso y agitado cada vez que la consumábamos en el despacho, a puerta cerrada, después de otra comida suculenta.

Paul olía a invernadero, a hojas de tomatera y tierra húmeda, un aroma penetrante y grato. Aún hoy, al evocar aquel olor, también me vienen a la memoria tartas de frutas con nata y filetes al brandy. La otra noche, años después, en una helada tienda plantada en medio del bosque, el olor de Parker me trajo el recuerdo de un pastel de chocolate amargo y se me hizo la boca agua.

Supongo que nunca llegaré a saber lo que pasó. Lo cierto es que Watson fue destituido. No por mi causa, que yo sepa, aunque no se dieron explicaciones. Una mañana, el subdirector anunció que el doctor Watson tenía que abandonarnos repentinamente y que al cabo de unos días otro director ocuparía su puesto. Desapareció de la noche a la mañana. Debió de llevarse el aparato y las fotografías que hicimos juntos. Algunas eran hermosas; imágenes plateadas sobre vidrio oscuro, que fulguraban a la luz. Me pregunto si existirán todavía. Cuando estoy triste, lo que ahora ocurre con frecuencia, me consuela recordar que aquel hombre temblaba al tocarme, que hubo un tiempo en que fui la musa de alguien.

Tres días llevamos caminando por esta llanura, todavía sin señal alguna de final o cambio. La lluvia que trajo el deshielo persistió durante dos días, dificultando mucho el avance. Nos hundíamos en el lodo hasta los tobillos, algo que, si bien no parece tan malo, tampoco tiene nada de bueno. Cada pie arrastraba su buen kilo de barro, a los que yo tenía que sumar el peso de la falda empapada. Parker y Moody, sin el lastre de la falda, iban delante con el trineo.

Al atardecer del segundo día cesó la lluvia, y yo estaba dando gracias a los dioses de que se hubieran dignado escucharme cuando se levantó este viento que no ha dejado de soplar. Ahora se anda mejor, porque el viento ha secado el suelo, pero sopla del nordeste y es tan frío que me ha hecho experimentar un fenómeno del que hasta ahora sólo había oído hablar: las lágrimas se me hielan en el borde de los párpados. Al cabo de una hora tengo los ojos enrojecidos.

Parker y los perros se han parado a esperarnos. Están en una pequeña elevación del terreno y cuando, por fin, tambaleándonos, llegamos hasta ellos, veo el motivo de la parada: a varios cientos de metros se divisa un complejo de edificios, la primera obra humana que vemos desde que salimos de Himmelvanger.

—Estamos en el buen camino —dice Parker, aunque «camino» no es la palabra que yo habría elegido.

—¿Qué es? —Moody entorna los ojos detrás de sus gafas. No ve bien, y la turbia luz gris que tamizan las nubes no ayuda mucho.

—Era una factoría.

No parece muy acogedora, por lo que se ve desde aquí; tiene el aire siniestro de un lugar de pesadilla.

—Habrá que ver si él ha estado ahí.

Al acercarnos, vemos lo que ha pasado. El puesto se ha quemado y sólo queda el esqueleto, pilares recortados contra el cielo, vigas rotas que trazan ángulos absurdos e inquietantes, restos de muro ennegrecidos. Pero lo más extraño es que, como hasta hace poco esto estaba cubierto de nieve que se fundía de día y volvía a congelarse por la noche, la osamenta de los edificios ha adquirido extrañas protuberancias vidriosas y ha quedado envuelta en un hielo negro, bulboso y reluciente, como si hubiera sido engullida por una criatura amorfa. Una visión alucinante que me produce cierto horror, y creo que también a Moody.

Deseo marcharme cuanto antes, pero Parker se mete entre las paredes, observando el suelo.

—Aquí han dejado ropa. —Señala un hato en un rincón.

No pregunto por qué iba alguien a hacer algo así. Tengo una sospecha, pero no quiero saber.

—Éste era el puesto de Elbow Ridge. ¿No ha oído hablar de él?

Niego con la cabeza, casi segura de que ésta es otra cosa que es preferible ignorar.

—Fue construido por la Compañía XY. A la Hudson Bay Company no les gustó que establecieran un puesto aquí, y la incendiaron.

—¿Y usted cómo lo sabe?

Parker se encoge de hombros.

—Todo el mundo lo sabe. Son cosas que solían ocurrir.

Por el hueco de una puerta desaparecida miro a Moody, que está a unos treinta pasos, hurgando en los restos de lo que antaño pudo ser un piano.

Me vuelvo hacia Parker para ver si hablaba con sarcasmo, pero mantiene una expresión inescrutable. Tiene en la mano el hato congelado y lo extiende. El hielo se cuartea con crujidos de protesta. Es una camisa, probablemente azul, pero está tan sucia que es difícil asegurarlo. Está manchada y han debido de dejarla aquí para que se pudra. De pronto, con retraso, comprendo.

—¿Eso es sangre?

—No lo sé. Quizá.

Sigue observando y lanza una exclamación de satisfacción. Esta vez hasta yo sé por qué: hay restos de un fuego, madera carbonizada y hollín, junto a una pared.

—¿Reciente?

—De una semana. Así que nuestro hombre estuvo aquí y se quedó a pasar la noche. Haríamos bien en imitarlo.

—¿Quedarnos aquí? Aún es temprano. ¿No deberíamos seguir?

—Mire ese cielo.

Levanto la cabeza y a través de la negra cuadrícula de las vigas veo unas nubes bajas y oscuras. Color de tormenta.

Moody tampoco está de acuerdo.

—¿Cuánto falta? ¿Otros dos días hasta Hanover House? Creo que deberíamos continuar.

Parker responde con calma.

—Se avecina una tormenta. Nos conviene tener un refugio.

Me parece oír zumbar el cerebro de Moody mientras se pregunta si merece la pena discutir y si Parker acatará su autoridad. Pero el viento arrecia y le hace claudicar. El cielo está feo y amenazador. Este puesto abandonado, por tétrico que parezca, es mejor que nada.

Así pues, acampamos entre las ruinas. Parker instala la tienda contra la pared, reforzándola con negros trozos de viga. Observo con alarma que es un refugio mucho más robusto que los que le he visto erigir hasta ahora, pero sigo sus instrucciones y descargo el trineo sin hacer preguntas. Durante los últimos días, me he vuelto más eficaz en las tareas necesarias para asegurar la supervivencia y el confort, y dispongo los víveres dentro del refugio (¿de verdad piensa Parker que vamos a quedar bloqueados durante días?), mientras Moody recoge leña —menos mal que la hay en abundancia— y desprende hielo de las paredes para disponer de agua. Nos damos prisa, acuciados por la amenaza del cielo que se oscurece y el viento que arrecia.

Cuando terminamos los preparativos, ya ha empezado a nevar y los copos nos aguijonean la cara como un enjambre de abejas. A rastras, nos metemos en la tienda. Parker enciende fuego y pone agua a calentar. Moody y yo nos sentamos de cara a la entrada, que, a pesar de estar asegurada con pesadas vigas, empieza a temblar y agitarse como si unos desesperados trataran de entrar. Durante la hora siguiente, el viento arrecia. Su aullido sobrecogedor, el restallar de la lona y el alarmante crujido de las vigas apenas nos dejan oír lo que decimos. Me pregunto si el refugio resistirá o se hundirá bajo el peso del hielo que se acumula encima. Parker parece indiferente, pero apostaría a que Moody comparte mis temores. No se ha quitado las gafas y tiene los ojos muy abiertos, y se sobresalta ante cualquier variación en los ruidos que nos rodean.

—¿Los perros estarán bien ahí fuera? —pregunta.

—Sí. Se echarán juntos para darse calor.

—Ah. Buena idea. —Moody me mira y lanza una breve carcajada, pero baja la mirada al ver que no lo imito.

Termina su té y se quita las botas y los calcetines. Tiene los pies cubiertos de sangre seca. Lo he visto curárselos cada noche, pero hoy me ofrezco a hacerlo por él. Quizá porque me recuerda a Francis, pues no es tanta la diferencia de edad, quizá por la ventisca o incluso por la idea de que necesito hacer amigos. Él se echa y me ofrece primero un pie y luego el otro para que se los limpie y vende con tiras de tela de algodón, que es todo lo que hay. Yo no tengo la mano suave, pero él no se queja y cierra los ojos mientras le froto las heridas con alcohol y se las envuelvo con una venda prieta. Me parece que Parker nos observa, pero no estoy segura; entre el humo del fuego y el de su pipa es difícil distinguir algo aquí dentro. Cuando acabo con el vendaje, Moody saca una petaca de whisky y me la tiende. Es la primera vez que la veo. Acepto, agradecida. No es whisky bueno, sino áspero y fuerte, me quema la garganta y me hace lagrimear. También ofrece la petaca a Parker, que rehúsa con un gesto. Ahora caigo en que nunca lo he visto beber alcohol. Moody vuelve a ponerse los ensangrentados calcetines y las botas: hace mucho frío para estar descalzo.

—Señora Ross, debe de ser usted una mujer muy fuerte, para resistir estas caminatas sin que le salgan ampollas.

—Llevo mocasines, que no castigan tanto los pies —respondo—. Usted debería adquirir un par cuando lleguemos a Hanover House.

—Ah. Sí. —Mira a Parker—. ¿Y cuándo le parece que será eso, señor Parker? ¿Amainará la tormenta esta noche?

Parker se encoge de hombros.

—Quizá. Pero aun así tendremos que ir más despacio. Es posible que tardemos más de dos días.

—¿Ya ha estado allí?

—Hace mucho tiempo.

—Parece conocer bien el camino.

—Ya.

Hay una pausa breve y hostil. No estoy segura de dónde viene la hostilidad, pero está ahí.

—¿Conoce al factor?

—Se llama Stewart.

Observo que esto no responde exactamente a la pregunta.

—Stewart… ¿Y el nombre?

—James Stewart.

—Vaya. Me gustaría saber si es el mismo… No hace mucho, oí hablar de un James Stewart que es famoso por haber hecho una larga travesía en invierno y en condiciones terribles. Toda una hazaña, según dicen.

El rostro de Parker, como siempre, permanece inescrutable.

—No estoy seguro.

—Ah, bien… —Moody parece satisfecho. Supongo que para el que no conoce a nadie del país, haber oído hablar de una persona antes de verla equivale a tener un viejo amigo.

—¿Así que usted lo conoce? —pregunto a Parker.

Él me mira muy serio.

—Lo conocí hace años. Cuando trabajaba para la Compañía.

Algo en su tono me advierte que no debo insistir. Moody, por supuesto, no lo nota.

—Bien, bien… espléndido, ¿no? Una reunión de viejos conocidos.

Sonrío. Me enternece ver a Moody dar un patinazo tras otro. Entonces recuerdo lo que está tratando de hacer y se me borra la sonrisa.

No para de nevar, ni el viento de aullar. Por acuerdo tácito no se cuelga la lona para aislarme. Me echo entre los dos hombres, envuelta en mantas, sintiendo el calor de las brasas quemarme la cara, pero sin ánimo de moverme. Luego Moody se tumba a mi lado y, finalmente, Parker ahoga el rescoldo y hace lo propio, tan cerca que siento el roce de su cuerpo y percibo el olor a invernadero que despide. La oscuridad es total, pero me parece que con el rugido del viento y los azotes que soporta la tienda, que se hincha y tiembla como si estuviera viva, no voy a pegar ojo en toda la noche. Me aterra la idea de que la nieve nos sepulte o que las paredes se derrumben sobre nosotros. Con el corazón palpitante y los ojos muy abiertos, imagino trágicos finales. Pero al final debo de haberme dormido, porque estoy soñando, y no soñaba desde hace semanas.

De repente despierto y veo —o eso creo— que la tienda ha desaparecido. El viento gime como mil almas en pena y la nieve satura el aire y me ciega. Grito, me parece, pero mi voz se pierde en la vorágine. Parker y Moody están de rodillas, tratando de sujetar la lona que se ha soltado. Al fin consiguen asegurarla, pero la nieve ya nos cubre la ropa y el pelo. Moody enciende la lámpara con manos temblorosas. Hasta Parker parece menos sereno que de costumbre.

—Vaya. —Moody agita la cabeza y se sacude la nieve de las piernas. Estamos completamente despiertos y helados—. No sé ustedes, pero yo necesito beber algo.

Saca la petaca, bebe y me la ofrece. Yo la paso a Parker, que vacila y acepta. Moody sonríe, tomándolo como una victoria personal. Parker enciende el fuego para el té y todos nos acurrucamos alrededor, abrasándonos los dedos. Yo tiemblo, no sé si de frío o de miedo, y no me calmo hasta haber bebido una taza de té azucarado. Miro con envidia a los hombres, que han encendido sus pipas; sería agradable tener en la mano una pipa, que también da calor y calma los nervios, y poder mordisquear una boquilla de palo de rosa para que dejaran de castañetearme los dientes.

—Hay mucho espesor de nieve ahí fuera —dice Moody cuando se acaba el whisky.

Parker asiente.

—Cuanto más gruesa sea la capa, más calientes estaremos.

—Es un consuelo —digo—. Estaremos calientes y cómodos mientras morimos sepultados.

Parker me sonríe:

—Podremos salir fácilmente excavando.

Yo le sonrío a mi vez, sorprendida de verlo tan divertido, y entonces un pequeño detalle me recuerda el sueño que tenía antes de despertar. Escondo la cara detrás de la taza. No es que recuerde con exactitud lo que soñaba, es más bien que la sensación del sueño me inunda de un calor repentino y peculiar, y me hace fingir un acceso de tos y volver la cara hacia la oscuridad, para que los hombres no vean cómo me arden las mejillas.

Avanzada la mañana, la tormenta ha amainado casi del todo. Cuando vuelvo a despertar, hay mucha luz y más nieve en los pliegues del abrigo y en los espacios entre nuestros cuerpos. Con esfuerzo, salgo de la tienda a un día aún ventoso y gris pero que, después de la terrible noche, se me antoja espléndido. La tienda está casi sepultada en un ventisquero de un metro de espesor y todo el lugar aparece completamente distinto bajo la nieve; en cierto modo, mejor, menos amenazador. Me lleva sólo unos minutos descubrir que, a pesar de las seguridades de Parker, una parte del muro se ha derrumbado, aunque sin peligro para nosotros. Trato de no pensar en lo que habría ocurrido si hubiéramos construido nuestro refugio siete metros más al este. Pero no fue así, y es lo que importa.

En un primer momento temo que los perros hayan desaparecido, sepultados para siempre. No se ve ni rastro de ellos, cuando normalmente ladran como locos pidiendo comida. Entonces reaparece Parker, que viene no sé de dónde con un largo bastón que hunde en la nieve mientras llama a los perros con aquella voz áspera y aguda que usa con ellos. De pronto, a su lado se produce una especie de explosión y Sisco surge de un ventisquero, seguido de Lucie. Los animales dan saltos hacia él meneando todo el cuerpo, y Parker los acaricia brevemente. Debe de estar contento de verlos. Normalmente ni los toca, pero ahora les sonríe y parece encantado. A mí nunca me ha sonreído así. Ni él ni nadie, desde luego.

Me acerco a Moody, que está recogiendo torpemente el material de la tienda.

—Deje que eso lo haga yo.

—Oh, ¿sería tan amable, señora Ross? Gracias. Hace que me avergüence. ¿Cómo se encuentra esta mañana?

—Aliviada, gracias por preguntar.

—Yo también. Una noche interesante, ¿verdad?

Sonríe casi con picardía. También él parece muy contento esta mañana. Quizá anoche estábamos todos más asustados de lo que aparentábamos.

Y después, cuando volvemos a caminar hacia el nordeste, a pesar de que nos hundimos en más de un palmo de nieve, nos mantenemos juntos —Parker acomoda su paso al nuestro—, como tres personas que encuentran ánimo cada una en la compañía de las otras.

La ternura de los lobos
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