Hombres y mujeres de rostros ansiosos y asombrados me ponen de pie y me sostienen. No comprendo por qué parecen tan contentos de vernos. De pronto me vence el cansancio, un extraño temblor me agita el cuerpo y me zumban los oídos. Mientras la gente que nos rodea asiente, sonríe y parlotea en respuesta a algo que ha dicho Parker, yo sólo percibo un ruido sordo y la sensación de que los ojos me arden, a pesar de estar secos. Quizá estoy deshidratada, o enferma. Me es indiferente; Francis vive y lo hemos encontrado, esto es lo único que importa. Hasta descubro que, sin darme cuenta, estoy dando gracias a Dios; ojalá sigan abiertas las vías de comunicación, que deben de estar muy deterioradas por falta de uso.

Al verlo, creo que he conseguido evitar que se desbordaran mis sentimientos. Hace dos semanas que se fue de casa; está pálido, su pelo parece ahora más negro, y ha adelgazado; el cuerpo que se adivina debajo de la ropa de la cama parece el de un niño. Siento una opresión en el pecho que me ahoga, como si el corazón se me hinchara y fuera a reventar. No puedo hablar, pero me inclino para abrazarlo y palpo sus huesos bajo la piel. Sus brazos me ciñen los hombros, noto su olor, casi no resisto la emoción. Luego lo suelto porque necesito verlo. Le acaricio el pelo y la cara. Le oprimo las manos. No puedo dejar de tocarlo.

Él me mira, ya sabía que había venido, o eso me han dicho, pero aun así parece sorprendido, y le tiembla en la cara la sombra de una sonrisa.

—Mamá. Has venido. ¿Cómo es posible?

—Francis, estábamos tan preocupados… —Le acaricio los hombros y los brazos, tratando de contener las lágrimas. No quiero violentarlo. Pero ya no tengo que llorar. Nunca más.

—Tú detestas viajar.

Los dos reímos nerviosamente. Por un momento me permito imaginar que, cuando volvamos a casa, empezaremos otra vez desde cero: no más puertas cerradas, no más silencios hoscos. Después de esto seremos felices.

—¿Ha venido papá?

—Oh… él no podía dejar la granja. Decidimos que sería mejor que viniera sólo uno de los dos.

Francis baja la mirada a las sábanas. La excusa es muy floja. Ojalá hubiera pensado en una más convincente, pero la ausencia de su padre es más elocuente que cualquier explicación que pueda darle. Francis no retira las manos de las mías, pero las noto más flácidas. Está decepcionado.

—Se alegrará mucho de volver a verte.

—Se enfadará mucho.

—No; qué tontería.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Me ha traído un guía, el señor Parker, que amablemente se ofreció y…

Por supuesto, él nada sabe de lo que ha ocurrido en Dove River desde su partida. Ni quién es, o podría ser, Parker.

—Piensan que yo maté a Laurent Jammet. Ya lo sabes, ¿verdad? —Su voz suena átona.

—Cariño, es un error. Yo lo vi… sé que tú no hiciste aquello. El señor Parker conocía a monsieur Jammet y tiene una idea…

—¿Tú lo viste?

Me mira con los ojos muy abiertos, no sé si de horror o de compasión. Claro que está asombrado. Suelo pensar mil veces al día en el momento que me quedé paralizada en la puerta de la cabaña de Jammet. Ahora el recuerdo de aquella horrible visión se ha desvaído y ya no me horroriza.

—Yo lo encontré.

Francis entorna los ojos, como presa de una súbita emoción. Tengo la fugaz impresión de que se ha enfadado, aunque no hay motivo.

—¡Lo encontré yo! —replica. El énfasis es leve pero perceptible. Como si tuviera que insistir en ello—. Yo lo encontré y seguí al que lo hizo, pero al final lo perdí. El señor Moody no me cree.

—Te creerá, Francis. Hemos visto las huellas que tú seguías. Debes contarle todo lo que viste y entonces comprenderá.

Francis suspira hondo… es el suspiro de desdén que suele lanzar en casa cuando yo delato mi inmensa estupidez.

—Ya se lo he contado todo.

—Si lo encontraste, ¿por qué no nos avisaste? ¿Por qué seguiste al hombre tú solo? ¿Y si te hubiera atacado?

Francis se encoge de hombros.

—Pensé que si me entretenía lo perdería.

No le digo —porque él debe de estar pensando lo mismo— que de todos modos lo ha perdido.

—¿Papá cree que lo hice yo?

—Francis… claro que no. ¿Cómo se te ocurre?

Vuelve a esbozar una sonrisa torcida y triste. Es muy joven para sonreír así, y comprendo que la culpa es mía, que no supe darle una niñez feliz, y ahora que es mayor no puedo protegerlo de los sufrimientos y dificultades del mundo.

Le apoyo una mano en la mejilla.

—Perdona.

Ni siquiera me pregunta por qué pido perdón.

Me obligo a seguir hablando, le digo que iré en busca del señor Moody y trataré de hacerle comprender que está equivocado. Le hablo del futuro y de que no hay que preocuparse. Pero sus ojos se desvían hacia el techo y, aunque conservo sus manos entre las mías, comprendo que lo he perdido. Sonrío, procurando adoptar un aire alegre, mientras parloteo de esto y lo otro, porque ¿qué otra cosa podemos hacer él o yo?

La ternura de los lobos
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