13

Cath no estaba tratando de hacer nuevos amigos aquí.

En todo caso, ella estaba tratando activamente no hacer amigos, aunque por lo general no llegaba a ser grosera. (¿Retraída, tensa y algo misántropa? Sí. ¿Grosera? No).

Pero todo el mundo a su alrededor —en sus clases y en los dormitorios—, en realidad estaban tratando de hacer amigos, y a veces ella también tendría que ser ruda para no ir con eso.

La vida en el campus era tan predecible, una rutina en capas sobre otra.

Viste a las mismas personas mientras te estás cepillando los dientes y un conjunto de las mismas personas en cada clase. Las mismas personas pasan todos los días por los pasillos… muy pronto les asentirías. Y entonces les dirías «hola». Y finalmente iniciarías una conversación y solo te sentarías junto con ellas.

¿Se suponía que Cath dijera: «dejen de hablarme»? No es como si fuera Reagan.

Así es como terminó saliendo con T. J., Julian de Historia Americana, y Katie, una estudiante no tradicional con dos hijos, de Ciencias Políticas. Había una chica en su clase de Escritura de Ficción llamada Kendra, y ella y Cath estudiaban en la Unión durante una hora los martes y jueves por la mañana, así que tenía sentido que se sentaran en la misma mesa.

Ninguna de estas amistades se extendió a la vida personal de Cath. T. J. y Julian no la invitaban a fumar hierba con ellos, o a ir a jugar Batman: Arkham City en el PlayStation 3.

Nadie la invitó a salir o a fiestas (excepto Reagan y Levi que se sentían más como patrocinadores que amigos). Ni siquiera Nick, con quien Cath estaba escribiendo con regularidad ahora, dos veces a la semana.

Mientras que el calendario social de Wren estaba lleno, ella se sentía como que cada llamada a su hermana era una interrupción. Cath había pensado que estaba en el bar-tastrofe, pero Wren estaba actuando aún más irritable y alejada de lo que había estado al comienzo del año. Cuando Cath trataba de llamar, Wren estaba siempre de salida y no le diría a Cath a dónde iba.

—No te necesito para que aparezcas con una bomba estomacal —decía Wren.

De alguna manera siempre había sido así.

Siempre había sido la social. La amistosa. La que era invitada a las fiestas de quince años y de cumpleaños. Pero antes, en la primaria y en la secundaria, todo el mundo sabía que si invitabas a Wren, Cath iría. Eran un paquete, incluso en los bailes. Había tres años de fotografías tomadas en cada bienvenida y baile, de Cath y Wren de pie con sus citas bajo un arco de globos o delante de una cortina brillante.

Eran un paquete y punto. Desde siempre.

Incluso habían ido a terapia juntas después de que su mamá se fuera. Lo que parecía extraño ahora que Cath lo pensaba. Sobre todo teniendo en cuenta lo diferente que habían reaccionado.

—Wren siendo extrovertida, Cath introvertida. (Violentamente, desesperadamente introvertida. Como un viaje al centro de la Tierra de introvertida).

Su maestro de tercer grado —siempre estaban en la misma clase, a lo largo de la escuela primaria—, pensó que estarían molestas sobre los terroristas.

Debido a que su madre se fue el once de septiembre.

El once de septiembre.

(Cath todavía encontraba esto increíblemente vergonzoso; era como si su madre estuviera tan centrada en sí misma, que no podía ser de confianza sino para profanar una tragedia nacional con sus propios problemas).

Cath y Wren habían sido enviadas a casa de la escuela temprano ese día y sus padres ya estaban luchando cuando llegaron allí. Su padre estaba molesto y su madre llorando… Y Cath pensó al principio que era por el World Trade Center, la maestra les había hablado de los aviones. Pero eso no era, no exactamente.

Su madre se mantenía diciendo:

—He terminado, Art. Estoy harta. Estoy viviendo la vida equivocada.

Cath salió y se sentó en los escalones, y Wren se sentó a su lado, tomándole la mano.

La lucha siguió y siguió. Y cuando el presidente voló camino a la base de la fuerza aérea, el único avión en el cielo, ella pensó que tal vez el mundo se iba a acabar.

Su madre se marchó para siempre una semana después, abrazando a las dos chicas en el porche delantero, besando sus mejillas una y otra vez, y prometiendo que volvería a verlas a las dos, que solo necesitaba un poco de tiempo para sentirse mejor, para recordar quién era en realidad. Lo cual no tenía ningún sentido para ambas. Eres nuestra madre.

No podía recordar lo que pasó después.

Recordó llorar mucho en la escuela. Ocultándose con Wren en el baño durante el recreo. Tomadas de la mano en el autobús. Wren arañó a un chico en el ojo que dijo que eran gays.

Wren no lloró. Ella robaba las cosas y las escondía bajo su almohada. Cuando su padre cambió las sábanas por primera vez —no hasta después del día de San Valentín—, encontró lápices de Simon Snow, pintalabios Smackers y un CD de Britney Spears.

Luego, en una semana, Wren cortó el vestido de otra chica con tijeras de seguridad y Cath mojó sus pantalones en Estudios Sociales porque tenía miedo de levantar la mano para pedir un pase para ir al baño, su profesora llamó a su padre y le dio una tarjeta para un psicólogo infantil.

Su padre no le dijo al terapeuta que su madre se había ido. Ni siquiera le dijo a la abuela hasta las vacaciones de verano. Estaba tan seguro de que iba a volver… y era un desastre.

Los tres eran un desastre.

Había tomado años para que se recuperaran, ¿y qué si algunas cosas no conseguían ponerse en el sitio correcto otra vez? Por lo menos podrían mantenerse de pie.

La mayoría del tiempo.

Cath cerró su libro de biología y cogió su portátil. La lectura era demasiado tranquila, tenía que escribir.

Se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Lo miró por un segundo antes de responder, tratando de reconocer el número.

—¿Hola?

—Hola. Es Levi.

—¿Si?

—Hay una fiesta en mi casa esta noche.

—Siempre hay una fiesta en tu casa.

—Así que, ¿vendrás? Reagan va a venir.

—¿Qué haría yo en tu fiesta, Levi?

—Divertirte —dijo, y ella escuchó que estaba sonriendo.

Cath no lo intentó.

—No bebo. No fumo. No me drogo.

—Podrías hablar con la gente.

—No me gusta hablar con gente borracha.

—El hecho de que la gente va a beber no significa que estarán borrachos. No voy a estar borracho.

—No tengo que ir a una fiesta para hablar contigo. ¿Reagan te dijo que me invitaras?

—No. No exactamente. No de esa forma.

—Diviértete en tu fiesta, Levi.

—Espera, Cath.

—¿Qué? —Lo dijo como si estuviera presionada, pero no lo estaba. No realmente.

—¿Qué estás haciendo?

—Tratando de escribir. ¿Qué haces tú?

—Nada —dijo—. Acabo de terminar de trabajar. Tal vez deberías terminar de leerme esa historia…

—¿Qué historia? —Ella sabía qué historia.

—La historia de Simon Snow. El vampiro Baz estaba a punto de atacar a Simon.

—¿Quieres que te lea por teléfono?

—¿Por qué no?

—No voy a leerte por teléfono.

Alguien llamó a la puerta. Cath miro con recelo.

Más golpes.

—Sé que eres tú —dijo en el teléfono. Levi se echó a reír.

Se levantó y abrió la puerta, poniendo fin a la llamada.

—Eres ridículo.

—Te traje café —dijo. Estaba vestido completamente de negro (pantalones negros, suéter negro, botas de trabajo de cuero negras) y sosteniendo dos tazas rojas navideñas.

—Realmente no tomo café —dijo a pesar de sus anteriores encuentros.

—Eso está bien. Son más como barras de chocolate derretido. ¿Qué quieres? ¿Pan de jengibre con leche o ponche de huevo?

—La yema del huevo me recuerda al moco —dijo.

A mi también. Pero en una buena forma.

Él le tendió la mano.

—Pan de jengibre.

Cath tomó la taza y sonrió con resignación.

—De nada —dijo Levi. Se sentó en la cama y sonrió expectante.

—¿Es en serio? —Se sentó en su escritorio.

—Vamos, Cath, ¿no escribes esas historias para que la gente pueda disfrutarlas?

—Las escribo para que la gente las lea. Te voy a enviar el enlace.

—No me envíes un enlace. No soy mucho una persona de Internet.

Cath sintió que sus ojos de hacían grandes. Estaba a punto de tomar un sorbo de su café pero se detuvo.

—¿Cómo que no te gusta el Internet? Es como decir: «No me gustan las cosas que son convenientes. Y fáciles. No me gusta tener acceso a todos los descubrimientos de la humanidad grabados en mis manos. No me gusta la luz. Y el conocimiento».

—Me gusta el conocimiento —dijo.

—No eres una persona de libros. ¿Y ahora no eres una persona de Internet? ¿Qué te queda?

Levi se echó a reír.

—La vida. Trabajo. Clases. Las actividades al aire libre. Otras personas.

—Otras personas —repitió Cath, sacudiendo la cabeza y tomando un sorbo—. Hay otras personas en Internet. Es impresionante. Obtienes todos los beneficios de «otras personas» sin el olor corporal y el contacto visual.

Levi pateó la silla. Podía alcanzarla sin estirarse.

—Cath. Léeme tu fanfiction. Quiero saber qué pasa después.

Encendió su equipo poco a poco, como si todavía estuviera pensando en ello. Como si hubiera alguna manera de que ella fuera a decir que no. Quería saber qué pasaba después. Esa pregunta era el talón de Aquiles de Cath.

Abrió la historia que había estado leyéndole. Era algo que había escrito el año pasado por el festival de Navidad-fic («Deck the Holes con Baz y Simon»). El fic de Cath había ganado dos premios: «Sabor a Canon» y «Mejor en Snow».

—¿Dónde lo dejamos? —dijo, sobre todo para sí misma.

—Los dientes de Baz se desnudaron, y su cara estaba llena de asco y decisión.

Cath encontró el lugar en la historia.

—¡Vaya! —dijo ella—. Buena memoria.

Levi estaba sonriendo. Le dio una patada a su silla.

—Está bien —dijo—, así que están en el barco, y Simon se está inclinando, mirando las baldosas en la pared del foso…

Él cerró los ojos.

Cath se aclaró la garganta.

Cuando él volvió a mirar, Baz había salido hacia él en la patada de despeje. Estaba acurrucado encima de Simon, lavado azul por su propio fuego conjurado, enseñando los dientes y la cara gruesa con decisión y asco.

Baz sostuvo la vara un poco más cerca de la cara de Simon, y antes de que Simon pudiera alcanzar su varita o susurrar un hechizo, Baz estaba conduciendo la vara hacia delante sobre el hombro de Simon. El barco se sacudió y había un gorgojeo —salpicaduras de aullidos— frenético de agua. Baz levantó la vara y la condujo de nuevo, con el rostro tan frío y cruel como Simon nunca lo había visto. Sus anchos labios brillaban y estaba prácticamente gruñendo.

Simon se mantenía inmóvil mientras el barco se balanceaba. Cuando Baz retrocedió de nuevo, Simon se incorporó lentamente.

—¿Lo has matado? —preguntó en voz baja.

—No —dijo Baz—. Debería haberlo hecho. Debería saber que no molesta a los barcos… y tú debes saber que no debes inclinarte hacia el foso.

—¿Por qué hay merwolves en el foso? —Simon se ruborizó—. Esto es una escuela.

—Una escuela dirigida por un loco. Algo que he estado tratando de explicarte por seis años.

—No hables de esa manera sobre el mago.

—¿Dónde está tu mago ahora, Simon? —le preguntó Baz en voz baja, mirando a la antigua fortaleza. Parecía cansado de nuevo, su cara azul a la luz de la luna, sus ojos prácticamente rodeados de negro—. ¿Y qué estás buscando de todos modos? —le preguntó frotándose los ojos—. Tal vez si me dijeras podría ayudarte a encontrarlo, y entonces podríamos ir los dos al interior y evitar la muerte por ahogamiento, congelación o yugular rota.

—Es… —Simon sopesó los riesgos.

Por lo general, cuando Simon estaba tan lejos a lo largo de la búsqueda, Baz ya había olido su propósito y le había tendido una trampa para frustrarlo. Pero esta vez Simon no le había contado a nadie lo que estaba haciendo. Ni siquiera a Agatha. Ni siquiera a Penelope.

La carta anónima le había dicho a Simon sobre buscar ayuda; decía que la misión era demasiado peligrosa llevarla a cabo por su cuenta, y ése fue exactamente el por qué Simon no quería involucrar a sus amigos.

Pero poner en riesgo a Baz… Bueno, eso no era tan desagradable.

—Es peligroso —dijo Simon con severidad.

—Oh, estoy seguro… Peligro es tu segundo nombre, etc. Simon Oliver Peligro Snow.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó Simon con cautela.

—Gran Crimea, ¿qué parte de «seis años» no captaste? Sé qué zapato te pones en primer lugar. Sé que tu champú huele a manzana. Mi mente está bastante llena de inútil información sobre Simon Snow… ¿no conoces el mío?

—¿Tu qué?

—Mi segundo nombre —dijo Baz.

El diente de Morgan a que estaba cabreado.

—Es… es Basilton, ¿verdad?

—Muy bien, gran idiota estruendoso.

—Ésa fue una pregunta con trampa. —Simon se volvió hacia el mosaico.

—¿Qué estás buscando? —Baz preguntó de nuevo, gruñendo entre dientes como un animal.

Esto era algo que Simon había aprendido sobre Baz en seis años: Podía pasar de mal humor a peligroso en medio segundo. Pero Simon aún no había aprendido a no morder el anzuelo.

—Conejos —le espetó—. Estoy buscando conejos.

—¿Conejos? —Baz parecía confundido, atrapado en medio de un gruñido.

—Seis liebres blancas.

—¿Por qué?

—No lo sé —gritó Simon—. Solo lo hago. Recibí una carta. Hay seis liebres blancas en la escuela y conducen a algo.

—¿A qué?

—No lo sé. Algo peligroso.

—Yo supongo que —dijo Baz, apoyado contra el poste, descansando su frente en la madera— sabes quien lo envió.

—No.

Podría ser una trampa.

—Solo hay una manera de averiguarlo. —Simon deseaba poder ponerse de pie y enfrentar a Baz sin volcar el barco, odiaba la forma en que Baz le estaba hablando.

—De verdad lo crees —se burló Baz—. ¿no es así? ¿De verdad crees que la única forma de resolver algo peligroso es metete dentro de ello?

—¿Qué más sugieres?

—Podrías preguntar a tu precioso mago, para empezar. Podrías correr más allá de tu empollón amigo. Su cerebro es tan enorme, que empuja sus oídos hacia fuera como un mono lo hace, tal vez podría arrojar algo de luz.

—Simon tiró de la capa de Baz y le hizo perder el equilibrio.

—No hables de Penelope así.

El bote se tambaleó, y Baz recuperó su postura genial.

—¿Has hablado con ella? ¿Has hablado con alguien?

—No —dijo Simon.

—Seis liebres, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cuántas has encontrado hasta ahora?

—Cuatro.

—Así que tienes la de la catedral y la otra en el puente levadizo…

—¿Sabes lo de la liebre en el puente levadizo? —Simon se echó hacia atrás, sorprendido—. Me llevó tres semanas averiguar eso.

—Eso no me sorprende —dijo Baz—. No eres muy observador. ¿Por lo menos sabes mi primer nombre? —Él comenzó a empujar a través del agua de nuevo, llevándolos hacia el muelle, o eso era lo que Simon esperaba.

—Es… comienza con una T.

—Es Tyrannus —dijo Baz—. Honestamente. Así la catedral, el puente levadizo y la guardería…

Simon se puso en pie, levantándose de la capa de Baz. El bote se balanceó.

—¿La guardería?

Baz bajó una ceja.

—Por supuesto.

De cerca, Simon podía ver los moretones debajo de los ojos de Baz, la red de vasos sanguíneos oscuros en sus párpados.

—Muéstrame.

Baz se encogió de hombros —prácticamente se estremeció— lejos de Simon y fuera del barco. Simon se inclinó hacia delante y agarró un poste en el muelle para que el barco no se fuera flotando.

—Vamos —dijo Baz.

Cath se dio cuenta de que había empezado a hacer las voces de Simon y Baz, al menos a hacer la versión de sus voces que escuchó en su cabeza. Echó un vistazo a Levi para ver si se había dado cuenta. Tenía en la mano el vaso con ambas manos contra su pecho y apoyando la barbilla en la parte superior, como para mantenerlo caliente. Tenía los ojos abiertos pero desenfocados. Parecía un niño pequeño viendo la televisión.

Cath volvió a su computadora antes de que la atrapara mirándolo.

Le tomó más tiempo alejar el barco lejos que sacarlo, y al momento en que estuvo atado, las manos de Simon estaban húmedas y frías.

Se apresuraron a volver a la fortaleza, al lado del otro, ambos empujando los puños en sus bolsillos.

Baz era más alto, pero sus pasos coincidían exactamente.

Simon se preguntó si alguna vez habían caminado así antes. En seis años, seis años caminando siempre en la misma dirección, ¿hubo alguna vez alguna vez en habían tenido los mismos pasos?

—Aquí —dijo Baz, cogiendo el brazo de Simon y deteniéndose en una puerta cerrada. Simon habría pasado de largo la puerta. Él probablemente había estado allí una y mil veces en la planta baja, cerca de las oficinas de los profesores.

Baz intentó abrirla. Estaba cerrada. Sacó la varita de su bolsillo y empezó a murmurar. La puerta se abrió de repente, como si el mando reaccionara a la mano pálida de Baz.

—¿Cómo hiciste eso? —preguntó Simon.

Baz simplemente se burló y se adelantó. Simon lo siguió. La habitación estaba a oscuras, pero podía ver que era un lugar para niños. Había juguetes y almohadas, y las vías de tren que se enrollaban alrededor de la habitación en todas las direcciones.

—¿Qué es este lugar?

—Es la guardería —dijo Baz en voz baja. Como si los niños pudieran estar durmiendo en la habitación ahora mismo.

—¿Por qué necesita Watford una guardería?

—No —dijo Baz—. Ya no más. Es muy peligroso aquí para los niños. Pero éste era el lugar donde los profesores llevaban a sus hijos mientras trabajaban. Y otros niños mágicos podrían venir también, si querían conseguir un comienzo temprano en su desarrollo.

—¿Has venido aquí?

—Sí, desde el momento en que nací.

—Tus padres deben haber pensado que necesitaba una gran cantidad de ayuda adicional.

—Mi madre era la directora, idiota.

Simon volvió a mirar a Baz, pero no podía ver el rostro del otro chico en la oscuridad.

—No lo sabía. —Podía oír a Baz rodar sus ojos.

—Estremecedor.

—Pero conocí a tu madre.

—Conociste a mi madrastra —dijo Baz. Se quedó muy quieto.

Simon igualó su quietud.

—La última directora —dijo, mirando el perfil de Baz—. Antes de que llegara el Mago, quien fue asesinada por vampiros.

La cabeza de Baz cayó hacia adelante como si se llenara con piedras.

—Vamos. La liebre está por allí.

La siguiente habitación era amplia y redonda. Cunas se alineaban en las paredes a cada lado, con pequeñas colchonetas, colocadas en un círculo en el centro. Al fondo había una chimenea enorme tan alta como el techo alto y curvo. Baz susurró en su mano y envió una bola de fuego ardiendo a través de la rejilla. Susurró de nuevo, torciendo la mano en el aire, y las llamas azules se volvieron naranja y brillantes. La sala volvió a la vida un poco a su alrededor.

Baz se acercó a la chimenea, con las manos hacia el calor. Simon lo siguió.

—Ahí está —dijo Baz.

—¿Dónde? —Simon miró al fuego.

—Por encima de ti.

Simon miró hacia arriba, y luego se volvió hacia la habitación. En el techo, por encima de él, había un mural ricamente pintado del cielo nocturno. El cielo era de un azul profundo y dominado por la luna, un conejo blanco rizado sobre ella, con los ojos bien cerrados, gordo y lleno y profundamente dormido.

Simon salió al centro de la habitación, con la barbilla en alto.

—La quinta liebre… —susurró—. El conejo de la luna.

—¿Y ahora qué? —preguntó Baz, justo detrás de él.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir, ¿y ahora qué?

—No lo sé —dijo Simon.

—Bueno, ¿qué hiciste cuando te enteraste de las otras?

—Nada. Los encontré. La carta solo dice que los encuentre.

Baz llevó las manos a su cara y gruñó, dejándose caer en un montón frustrado en el suelo.

—¿Es así como tú y tu equipo de ensueño normalmente opera? No es de extrañar que siempre estorben.

—Pero no es tan fácil detenernos, me he dado cuenta.

—Oh, cállate —dijo Baz, con el rostro oculto en sus rodillas—. Simplemente, no más. No más de tu voz pegajosa hasta que tengas algo que valga la pena decir. Es como un taladro que estás manipulando entre mis ojos.

Simon se sentó en el suelo cerca de Baz, cerca de la chimenea, mirando al conejo dormir. Cuando su cuello comenzó a sufrir calambres, se recostó sobre la alfombra.

—Yo dormía en una habitación como ésta —dijo Simon—. En el orfanato. En alguna parte cerca de esto. No había chimenea. Ni conejo de la luna. Pero todos nos acostábamos así, en una habitación.

—Crowley, Snow, ¿fue cuando te uniste al elenco de Annie?

—Todavía hay lugares así. Orfanatos. No lo sabrías.

—Muy bien —dijo Baz—. Mi madre no eligió dejarme.

—Si tu familia es tan grande, ¿por qué estás celebrando la Navidad conmigo?

—No llamaría a esto una celebración.

Simon se centró de nuevo en el conejo. Tal vez había algo escondido en él. Tal vez si entrecerraba los ojos. O si lo miraba en un espejo. Agatha tenía un espejo mágico, que le diría si algo andaba mal. Como si tenías espinacas en los dientes o algo colgando de tu nariz. Cuando Simon lo miraba, siempre se preguntaba a quién estaba engañando.

—Solo está celoso —diría Agatha—. Piensa que te doy demasiada atención.

—Fue mi decisión —dijo Baz, rompiendo el silencio—. No quiero ir a casa para Navidad. —Se recostó en el piso, a un brazo de Simon. Cuando Simon lo miró, Baz estaba mirando a las estrellas pintadas.

—¿Estabas aquí? —preguntó Simon, observando la luz del fuego surcar los rasgos fuertes de Baz. Su nariz estaba mal, había pensado siempre Simon. Comenzaba muy alta, con un golpe suave entre las cejas de Baz. Si Simon miraba la cara de Baz por mucho tiempo, siempre quería alcanzar y tirar de su nariz hacia abajo. No es que eso funcionara. Era solo un sentimiento.

—¿Estaba aquí cuándo? —preguntó Baz.

—Cuando atacaron a tu madre.

—Atacaron la guardería —dijo Baz, como si estuviera explicándolo a la luna—. Los vampiros no pueden tener hijos, ya sabes, tienen que convertirlos. Pensaron que si convertían niños mágicos, serían dos veces más peligrosos.

Serían, pensó Simon, su estómago se retorció miedo. Los vampiros ya eran casi invulnerables, un vampiro que podía hacer magia…

—Mi madre vino a protegernos.

—A protegerte —dijo Simon.

—Ella echó fuego contra los vampiros —dijo Baz—. Se quemaron como papel.

—¿Cómo murió?

—Había demasiados de ellos. —Aún estaba hablando al cielo, pero sus ojos estaban cerrados.

—¿Los vampiros convirtieron a alguno de los niños?

—Sí. —Fue como si una nube de humo se escapara de los labios de Baz.

Simon no sabía qué decir. Él pensó que podría ser peor, en cierto modo, haber tenido una madre, una poderosa madre amorosa, y luego perderle, que crecer como Simon lo había hecho. Con nada.

Sabía lo que sucedía después en la historia de Baz: después de que la directora, la madre de Baz, fuera asesinada, el Mago se hizo cargo. La escuela cambió, porque tenía que hacerlo. No eran solo los estudiantes ahora. Eran guerreros. Por supuesto, la guardería se había cerrado. Cuando venías a Watford, dejabas tu infancia atrás.

De acuerdo con Simon no tenía nada que perder. Pero para Baz…

Perdió a su madre, pensó Simon, y él me puso en su lugar. En un tipo de ternura o quizá pena, Simon tomó la mano de Baz, esperando a que Baz tirara de su brazo.

Pero la mano de Baz estaba fría y floja. Cuando Simon miró más de cerca, se dio cuenta de que el otro niño estaba dormido.

La puerta se abrió entonces, y por primera vez, pensó Cath, el tiempo de Reagan era perfecto. Cath cerró su portátil, para que Levi supiera que había terminado de leer.

—Hola —dijo Reagan—. Oh, oye. Tazas de Navidad. ¿Me has traído un café con leche y pan de jengibre?

Cath miró con aire de culpabilidad su taza.

—Te traje un ponche de huevo con leche —dijo Levi, sosteniéndolo—. Y he estado manteniéndolo caliente con mi boca.

—Ponche de huevo. —Reagan arrugó la nariz, pero lo tomó—. ¿Qué haces aquí tan temprano?

—Pensé que podríamos estudiar antes del partido —dijo Levi.

—¿«Amé a Jacob»?

Él asintió.

—¿Está leyendo «Amé a Jacob»? —preguntó Cath—. Es un libro para niños.

—Literatura juvenil —dijo—. Es una gran clase.

Reagan estaba empujando la ropa en su bolso.

—Voy a tomar una ducha en su lugar —dijo—. Estoy tan malditamente enferma de duchas públicas.

Levi se deslizó hacia adelante en la cama de Cath y apoyó un codo sobre la mesa.

—¿Así es como Baz se convirtió en un vampiro? ¿Cuándo fue atacada la guardería?

Cath deseó que él no quisiera hablar de eso delante de Reagan.

—¿Quieres decir que, de verdad?

—Quiero decir en los libros.

—No hay ninguna guardería en los libros —dijo Cath.

—Sin embargo, en tu versión, es lo que pasa.

—Solo en esta historia. Cada historia es un poco diferente.

—¿Y otras personas tienen sus versiones, también?

—Oh, sí —dijo—. Tenemos todos estos fans, y todos estamos haciendo algo diferente.

—¿Eres tú la única que escribe sobre Baz y Simon enamorándose?

Cath se echó a reír.

—Uh, no. Toda la Internet escribe sobre Baz y Simon. Si vas a Google y escribes: Baz y Simon, la primera búsqueda que sugiere es: Baz y Simon enamorados.

—¿Cuántas personas hacen esto?

—¿Escribir Simon/Baz? ¿O escribir Simon Snow fanfiction?

—Escribir fanfiction.

—Dios, no lo sé. Miles y miles.

—Por lo tanto, si no quieres que los libros se terminen, solo podrías seguir leyendo historias de Simon Snow siempre en línea…

—Exactamente —dijo Cath con seriedad. Había pensado en Levi juzgándola, pero lo entendió—. Si te enamoras del Mundo de los Magos, puedes seguir viviendo allí.

—Yo no diría vivir —dijo Reagan.

—Fue una metáfora —dijo Levi suavemente.

—Estoy lista —dijo Reagan—. ¿Vienes, Cath?

Cath sonrió con fuerza y sacudió la cabeza.

—¿Está segura? —preguntó Levi, levantándose de su cama—. Podríamos volver más tarde.

—No, está bien. Nos vemos mañana.

Tan pronto como se fueron, Cath se dirigió a cenar sola.

* * *

—Tal vez no se supone que tenga una varita. Tal vez se supone que tenga un anillo como tú. O una… una cosita como la vieja Elspeth.

—Oh, Simon. —Penelope frunció el ceño—. No debes llamarla así. Ella no puede ayudar a su piel, su padre era el Rey Brujo de Canus.

—No, lo sé, es que…

—Es más fácil para el resto de nosotros —dijo, calmante—. Los Instrumentos de Magos permanecen en las familias. Son pasadas de generación en generación.

—Ahora —dijo—, al igual que la magia. No tiene sentido, Penelope, mis padres deben haber sido magos.

Había tratado de hablar con ella sobre esto antes, y esa vez solo la había hecho parecer tan triste.

—Simon… no podría haber sido. Los magos nunca abandonarían a su propio hijo. Nunca. La magia es demasiado preciosa.

Simon apartó la mirada de ella y movió su varita de nuevo. Se sentía como algo muerto en sus manos.

—Creo que la piel de Elspeth es linda —dijo Penelope—. Ella se ve suave.

Metió la varita en el bolsillo y se puso de pie.

—Solo quieres un cachorro.

Del capítulo 21, Simon Snow y la Tercera Puerta, copyright © 2004 por Gemma T. Leslie.