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EPÍLOGO

El aduanero que sustituyó durante su ausencia a Laurent ya estaba en el Hotel Internacional a la espera de volverse a París, por lo que la familia pudo volver a ocupar su casa enseguida. Lo primero que le dijo Valentina a Jana, eso sí, sin perder la sonrisa, fue que le había quitado a Durandarte, o como se llamara entonces, que era suyo.

Aquella noche, después de disfrutar de algunas de las muchas viandas que aún quedaron tras el banquete, Jana les entregó a los Juste y a Guinart padre e hijo una caja llena de cartas. Procedían de Estados Unidos, de Sudamérica, de todos los lugares donde habían sido capaces de llegar los cientos de judíos que habían escapado por Canfranc. Eran solo las primeras de otras muchas que llegarían durante los años sucesivos, con estampas, cruces, cualquier cosa que se pudiera incluir dentro de un sobre y que transmitiese solo una parte muy pequeña del agradecimiento tan grande que sentían hacia ellos. Jana, Montlum, Didier, Laurent, Esteve y Étienne fueron los instrumentos que el azar propicio colocó en el momento adecuado en el lugar justo o, traducido a la lengua vecina, juste.

Un par de meses antes de ese día, Jana había recibido otra carta con su nombre bien visible. En el remite había un cuño del Tribunal Apostólico de la Rota Romana, el órgano de apelación de la Santa Sede. Contenía la declaración de nulidad eclesiástica de su matrimonio con Paulino por impedimento de parentesco en grado de consanguinidad colateral. Las llaves de san Pedro estampadas sobre el papel membretado con el escudo rojo podían abrirle a ella las puertas del cielo en la tierra. A esta instancia eclesiástica no le había sido nada difícil dar con ella: durante más de año y medio eran muchos los viajeros y veraneantes de Zaragoza con los que se había cruzado, y además su dirección en el Hotel Internacional constaba en los permisos que le permitían residir allí. Estaba convencida de que consiguieron dar con ella en cuanto se lo propusieron, y también tenía otra certeza: la soltería para quien fue su marido le permitiría ingresar en el seminario y ordenarse sacerdote. Pensó que hasta cabía la posibilidad de que lo destinaran a Canfranc.

Sin embargo, ninguno de aquellos sobres ni de los otros lo había escrito Montlum. A Laurent Juste le bastó su ausencia en el andén y una mirada muy fija de Jana para saber lo que había sucedido. Esa noche maldijo con todas sus fuerzas a los nazis, como si aún no lo hubiera hecho lo suficiente durante aquellos años. Todavía no se conocía toda la magnitud de la barbarie contra quienes no tuvieron la suerte de alcanzar Canfranc, la puerta de la libertad, o salir a tiempo por otros lugares del continente. Arlette puso en el gramófono el vals número dos de Shostakóvich en homenaje al ausente y Jana lloró. Étienne y Esteve se acercaron a ella a la vez. El padre de Durandarte le dijo:

—Creo que te va a resultar muy difícil elegir entre nosotros dos, y no solo me refiero a este baile.

—No creo que sea necesario tomar esa decisión porque estoy segura de que voy a teneros a ambos —le respondió Jana de una forma muy cortés mientras el mayor de los dos juntaba la mano de ella a la de Esteve. Esa hubiera sido también la voluntad de su amigo Montlum.

En los meses siguientes, el jefe de la aduana francesa recibió muchas cartas y telegramas cuyo contenido casi siempre era el mismo: ruegos de amigos y familiares que no entendían que hubiera rechazado la propuesta de De Gaulle. Él podía aspirar a algo más alto: ¿qué hacía en Canfranc, en su antiguo puesto de aduanero, cuando podía ser un hombre poderoso en Francia?

«¿Qué haces allí, Laurent? ¡Deberías estar en París!».

Y él siempre respondía lo mismo.

«No, mi compromiso es con Canfranc. Este es mi lugar. Por eso decidí volver a Canfranc».