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EL CAMALEÓN

Miércoles, 9 de junio de 1943

Jana se dirigió a casa de los padres de Valentina. Leonor sacaba del arcón algunas sábanas y toallas bordadas sin estrenar. Había comenzado a prepararle el ajuar a su hija por si después le fallaba la vista, la destreza, las manos. Acariciaba sus iniciales abultadas por el hilo. No soportaría usar aquella ropa de casa. En la puerta, Jana le entregó un fardo con toallas y sábanas, pero fue incapaz de decirle nada.

Antes de volver a la estación pasó por la fonda para llamar al doctor de la clínica universitaria. Quería saber cómo estaban los que aún permanecían ingresados.

Aquel bar tenía bastante de sala de máquinas de un barco, por las continuas negociaciones, los planes, el intercambio sigiloso de información que se llevaban a cabo allí. A aquella hora los clientes eran la quinta parte de los que solían juntarse a partir de las siete de la tarde. Había elegido el rato más discreto para llamar.

En una mesa hablaban de la construcción del ferrocarril transahariano, la nueva quimera del gobierno de Vichy, y de los españoles republicanos que estaban allí trabajando como esclavos.

—Y aún hay algunos de los que pasan por aquí que dicen que ese es su destino. Se creen que nos lo tragamos.

—¿Te has enterado de la francesa que le ha dado un botellazo al guardia de la Gestapo? Parece que cruzaba con un grupo de prisioneros y cuando les dio el alto la patrulla alemana se sacó una botella de vino del morral que llevaba a la espalda, y menudo golpe que le ha debido de aventar, que dicen que se ha quedado tendido todo lo largo que era. Han podido escapar porque el compañero se ha puesto a socorrerlo.

—Alta tendría que ser —añadió otro de los parroquianos.

—Alta y fuerte. Como para casarte con ella —concluyó el que estaba a su lado y todos rieron.

A Jana también le hizo sonreír sin querer aquella anécdota, pero la de todos fue una risa corta porque la detuvo la entrada de Eberhard Gröber. El mayor se dirigió hacia el teléfono. No se molestó en bajar la voz cuando le dijo a la telefonista que lo pusiera con el hotel Oriente de Zaragoza, a continuación pronunció lo que parecía un apellido alemán y esperó. Vio a Jana, que se dirigía a la cocina. Pasaron escasos segundos hasta que volvió a hablar, lo que parecía confirmar que había fijado una hora concreta en una llamada anterior a su interlocutor para mantener esa conversación. Ella no quiso mirarlo al pasar. A pesar de que Juste le había asegurado que era difícil que se acordara de lo sucedido ese día, temía que recobrara la memoria de pronto y recordase el informe de la central eléctrica que Juste había destruido.

De momento, parecía que todo aquello se había borrado de su memoria.

Wo sind die Pferde?[18] —gritaba Gröber al teléfono. Por el tono que empleaba parecía que hablaba con un subordinado suyo, un agente al que habría enviado para perseguirlos—. Nicht immer ohne genauen Bericht.

—Solo Jana entre todos los que estaban allí a aquella hora sabía que con esta frase le ordenaba que no volviera hasta que obtuviera un informe preciso sobre lo sucedido.

Gröber colgó con fuerza, giró sobre sus talones para mirarla y con otra voz muy distinta le dijo:

Frau Belerma.

Aquel contraste, su capacidad de cambiar en segundos, la impresionó. Después el oficial saludó a Tricio y salió.

Jana prefirió esperar un rato hasta que se alejara porque no quería encontrarse con él en la calle. Cuando terminó de comentar con Pilar las escasas novedades sobre la desaparición de Valentina, lo del pañuelo, las horquillas, el tebeo y poco más, ya habían transcurrido unos diez minutos. Entonces se despidió de ella porque supuso que ya estaría despejado su camino hasta la estación. La dueña de La Serena le dio un capazo con un queso y un tarro de miel.

—Para nuestra amiga Arlette.

—Como si fuera Caperucita. —Sonrió Jana y salió deprisa. En media hora tenía que reincorporarse al trabajo.