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SALVOCONDUCTOS

Los bocadillos desaparecieron tan rápido que parecía que en vez de haberlos ingerido se los hubieran guardado debajo de las chaquetas. Para ayudarlos con la organización de los fugitivos, entró en la habitación bisiesta Valentina, la joven aprendiza de Jana. Era una niña canfranquesa de trece años, muy rubia, delgada y con la piel muy clara. Aquella mañana llevaba un vestido de cuadros diminutos rojos y blancos y un jersey bastante grueso de lana blanca. Aún no se había puesto el uniforme porque acababa de llegar de su casa. Con el apoyo de Juste, la camarera la involucró en sus trabajos secretos, además de entrenarla en todo lo que tenía que ver con el hotel, tal como le habían encomendado.

Jana se había decidido a proponérselo porque intuyó que podría ser una pieza clave en aquellas maniobras de salvamento, y estaba convencida de que no levantaría sospechas; además le parecía bastante más despierta que otras niñas de su edad. Primero la puso a prueba en una cuestión fundamental: no debía compartir con nadie aquella información, y nadie incluía a sus padres y a las amigas íntimas que se suelen tener en la época de colegio. Para asegurarse de que era discreta, le contó algunas cosas de los que serían sus compañeros allí y, como al cabo de varias semanas esos datos no habían trascendido, vio que podía confiar en ella. Era responsable, su familia necesitaba el dinero que ella ingresaría y esa circunstancia también contribuía a que su implicación fuera seria. Juste y ella eran conscientes de que estaban sometiéndola a un riesgo extremo, pero también era cierto, al menos así lo defendía Jana, que como resultaría inverosímil su participación en la red de evacuación, siempre podrían alegar que Valentina no sabía nada. Jana tuvo que darle una lección acelerada y la puso al corriente de los hechos que sucedían en Europa, aunque le ahorró determinados detalles que profundizaban en el horror porque no consideró necesario compartirlos con ella, al menos en aquellos momentos. Ya tendría tiempo de saber a qué abismos se asomaba la condición humana.

Aquella mañana fue la primera en la que Jana decidió que ya estaba preparada para algo más:

—Necesito que te quedes al cargo. —Se dirigió a ella de esta manera porque sabía que esas palabras obraban el prodigio de hacerla crecer, de que madurara de forma inmediata. Al darle importancia, su responsabilidad aumentaba y con ella su atención.

—Sí, claro —le respondió la niña sin titubeos. En la forma de mirar a Jana se notaba que era su modelo, que para ella imitarla era un honor.

—Asegúrate de que entre los que se van y los que se quedan no se separa ninguna madre de sus hijos, que no nos toque volver atrás, mira si todos tienen billete, dales agua a los que no pueden levantarse. Cualquier cosa, me avisas.

—Sí, Jana, así lo haré. Puedes quedarte tranquila.

Jana volvió la espalda con la convicción de que Valentina era un duplicado de ella misma. Cuando le preguntaron si era su hija no lo negó, solo sonrió.

En el gesto de Montlum encontró la confirmación de que él pensaba lo mismo respecto a la pequeña que a pasos agigantados lo estaba dejando de ser. Cuando cerraron ambos la puerta tras la librería, cayó desde el estante de arriba uno de los volúmenes.

—Parece que te ha elegido para que lo leas. Llévatelo, te gustará la historia. —Era El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. Montlum lo recogió del suelo y se lo tendió.

Jana lo miró, le dio la vuelta y después lo abrió por el centro.

—¿De qué trata? —Mientras recorrían el pasillo hablaron por primera vez de algo que no tenía que ver con lo que les ocupaba la mente casi por completo.

En vez de responderle, Montlum le sonrió.

Jana y el ayudante de panadero se despidieron en la parte alta de la escalinata. Ella tenía que exprimir aquellos minutos antes de la partida del tren para dejarlo todo listo y él debía continuar con el reparto de los productos del horno. Montlum solo había distribuido la mitad de los encargos, el resto los había dejado junto a la barra de la cafetería. Se demoraba adrede en las instalaciones porque de esa forma podría asistir a la salida del tren. Su jefe ya no lo reclamaría hasta que reemprendiera la jornada por la tarde. Se acercó hasta el quiosco del vestíbulo para entregar dos docenas de cruasanes y varios paquetes de papel con pastas.

En poco menos de una hora, Jana y él volverían a encontrarse para escoltar, a cierta distancia y con el mayor disimulo posible, a los fugitivos judíos hasta el tren. A pesar de las circunstancias, no le costaba ningún trabajo mantener la sonrisa y saludar con afabilidad a todas las personas con las que se cruzaba. En la planta de arriba, de la decena de personas con las que se encontró Jana en el pasillo antes de entrar en su cuarto, cuatro de ellas le pidieron algo: una tisana, una aspirina, que los despertara a determinada hora y que avisara para que les llevaran el desayuno. En cuanto los clientes detectaban su uniforme comenzaban a darle órdenes sin tregua. Resolvió todas estas peticiones en menos de diez minutos y se encerró por fin en su habitación, que, por su decoración, parecía pertenecer a otro edificio, pues allí no había tapices ni un reloj de bronce sobre el escritorio como en las otras; tampoco contaba con bañera, butacones ni esculturas. En ella predominaba el color blanco de las toallas y las sábanas bien estiradas.

Si a alguien se le hubiera ocurrido entrar en el cuarto de Jana, le hubiera impresionado mucho la apariencia de imprenta de aquella estancia. Se apilaba el papel, la tinta y otros productos que olían muy fuerte. Para que esto no se apreciara al otro lado de la puerta siempre mantenía la ventana abierta, lo que la obligaba a utilizar bastantes mantas. De esta forma, también evitaba intoxicarse con aquellos gases. La principal ventaja de su cuarto era que no tenía que compartirlo con ninguna otra empleada del hotel, ni siquiera con Valentina, que vivía con sus padres en el pueblo. Esta privacidad le permitía contar con el espacio suficiente para todos los materiales y herramientas que precisaba. Nadie entraba cuando ella no estaba. La manera en la que estaban colocados los cerrojos se parecía más a la forma de proteger una caja fuerte que a la que se usa para una vivienda. En una tina hervía el agua que necesitaba para disolver los colores, cambiar la temperatura de distintos materiales y, sobre todo, para eliminar después los residuos de su ropa y de su piel.

De pared a pared colgaba una cuerda con rectángulos sujetos con pinzas. Jana amasaba la pasta de papel, la analizaba y trataba en un proceso exasperante de tan minucioso. Solía recibir el papel en resmas de veinte manos que llegaban a la oficina aduanera camufladas como páginas de muestrarios textiles catalanes, lo que la obligaba a arrancar uno por uno los retales dentados, con bordes en pico. Estas telas de apenas un palmo las utilizaba para coserles muñecos a los niños judíos y recordarles que la infancia es sagrada, que ningún monstruo se la podía arrebatar.

Algunos contactos en las embajadas y consulados les habían provisto de un ejemplar original, pero caducado, de sus carnés o pasaportes. Los hacían llegar a través de Didier, su correo ferroviario, desde las oficinas donde los renovaban; eso facilitaba el trabajo porque solo tenían que modificarlos y restaurarlos. De que los sellos, firmas, el gramaje del papel y las grapas fueran exactos dependían muchas vidas. Si ellos fallaban, los deportarían.

Cuando llegaron a la frontera de Canfranc los primeros guardias alemanes, poco avezados y entrenados aún en determinadas inspecciones, no sabían que lo que distinguía a una cédula de identidad rusa es que las grapas con que se cosían, si procedían de aquel país, al poco tiempo se oxidaban, al contrario de lo que sucedía con las menos orientales, que, al ser cromadas, de acero o aluminio, no perdían el brillo. A los técnicos de los servicios de contraespionaje y a las SS les llevó un tiempo advertir esta particularidad.

Frente a la tabla periódica de los elementos que tenía en el despacho su padre, profesor de química, Jana Belerma nunca llegó a anticipar que su conocimiento sobre la composición de los metales y su aleación le permitiría en el futuro contribuir a que se mitigara la barbarie que se estaba cometiendo con aquellas personas.

Para que su trabajo artesanal fuera impecable contaba con la ayuda de un maestro grabador de Huesca que se encargaba de reproducir los intrincados motivos ornamentales de los pasaportes y fabricaba planchas y sellos de caucho con los que estampaban sus páginas o reproducían firmas, fechas y cualquier otro elemento que certificara su validez y, sobre todo, su autenticidad. Por fortuna lo tenía a mano porque, ante la imposibilidad de que ella se desplazara cada vez con los encargos, se avino a residir en Jaca, a apenas veinte kilómetros. Allí se le tenía por el artista que era aunque sus vecinos estaban convencidos de que su dedicación principal era la pintura con acuarelas, con las que conseguía que el río Aragón moviera sus aguas dentro de los cuadros. Eso sí, sin mojar la superficie, pero engañando a la vista de tal forma que nadie que se encontrara ante uno de sus paisajes de ribera pudiera evitar acercar un dedo al cauce.

A lo que más tiempo dedicaba era a preparar el hectógrafo, procedimiento mediante el cual copiaba las páginas y los grabados. La noche anterior a la llegada de cada grupo ponía a remojo en agua fría treinta gramos exactos de gelatina, después hervía agua con sal a la que añadía glicerina que debía mezclar de forma que no quedaran grumos, pero tampoco burbujas ni espuma. Aquella le parecía la labor más difícil, en la que debía armarse de paciencia. Después añadía esencia de clavo para que la amalgama no se descompusiera. En vez de usar hojas de papel carbón sumergía en el líquido papeles de alcohol de color violeta que luego tendía sobre su cama para que no dejaran manchas en el suelo al gotear. Era un proceso lento y laborioso, y mientras los refugiados se encontraban en la habitación bisiesta solo podía dedicarse a arreglar alguno de los certificados o salvoconductos que ya tenía preparados. Si se trataba de pasaportes o visados, a veces cambiaba páginas, e incluso en ocasiones debía envejecerlos, tratarlos para que no resultaran sospechosos al tacto, pues dependía del entrenamiento de los guardias que los descubrieran, ya que no todos los agentes estaban especializados en cuestiones de emigración. Los transformaba, pero no podía fabricarlos durante aquella espera. En aquel rato tan escaso se limitaba a casar algunas fotografías con los datos que aparecían en los documentos y con la apariencia física de alguno de los escondidos. Tenía muchas en un par de cajones, procedentes de las redes de la Resistencia y de oficinas de renovación de documentos de media Europa.

A medida que los terminaba los dejaba apilados a la derecha de la mesa. Dominaba su nerviosismo en los trazos porque sabía que su estado de ánimo se reflejaba en aquellas hojas y debía estar serena para que las fechas, las notas, las firmas adoptaran el estilo aséptico de las estampadas en los despachos. En los pasaportes militares franceses el número se marcaba con un tampón y casi nunca coincidía con la línea reservada para ello en la cubierta, en la que se especificaba que contenía treinta y dos páginas. Los que se destinaban para los civiles eran rosas y en el fondo de sus tapas se confundían las letras blancas con la trama. El permiso de trabajo alemán para extranjeros lo presidía el águila dorada del Reich sobre fondo negro. Algunas fotografías se atravesaban con dos arandelas metálicas para que no pudieran ser sustituidas con facilidad.

Jana ya era una experta falsificadora. Si hubiera cobrado por fabricar alguno de aquellos cuadernos o solo los pliegos que sustituía sería rica. El proceso no podía fallar, pero tampoco demorarse, era un equilibrio difícil porque la urgencia que la acuciaba no debía traicionarla. Lo que más le entretenía era usurpar personalidades de funcionarios que dejaban sus signos y vestigios en los márgenes de forma que interrumpían el diseño de los fondos florales.

La imbricada burocracia demandaba todos aquellos documentos para transitar entre los países de Europa. El Tercer Reich complicó los trámites todavía más porque aspiraba al control absoluto del continente. Para ello promulgó su ley de ciudadanía el 25 de noviembre de 1941, de forma que clasificaba a la población en las categorías de: ciudadanos alemanes —sin especificar—, extranjeros, judíos, arios y artistas. No se trataba de compartimentos estancos, sino que se podía pertenecer a varias subespecies humanas a la vez. Jana se distrajo intentando encajar a las húngaras, a Dagmar y su hija Sieglinde. ¿Tendría Dagmar inclinación por las artes? Ya no podía arrepentirse de haberles ofrecido su ayuda, ya no había vuelta atrás.

Estaba segura de que en cuarenta y ocho horas tendría listos y secos los carnés, títulos, certificados, salvoconductos, etcétera. A algunos tendría que tomarles fotografías ella misma y revelarlas después. Había llegado a la localidad oscense en busca de un oficio y en pocos meses había sumado varios. Aquel era, sin duda, el periodo de su vida en el que había aprendido más cosas de quienes la rodeaban, pero también de ella misma. La animaba pensar que al facilitarles todo esto a los judíos allí en Canfranc convertía también en llaves aquellos papeles que los conducían desde aquella puerta a la libertad. Se encontraban en el umbral de su nueva vida pero aún no lo habían atravesado.

Durante aquellos ratos en que sus quehaceres eran manuales, igual que le sucedía mientras trabajaba en el hotel en tareas mecánicas que no le exigían demasiada concentración, la mente se le iba hasta las montañas que habitaba Esteve. Allí lo consideraban un lugareño, aunque nadie supiera a ciencia cierta, infusa ni por aproximación, de dónde procedía. Hablaba francés y español como si ambas fueran sus lenguas de nacimiento, y ni franceses ni españoles reconocían en él un acento que les pudiera conducir a un lugar concreto. Por este motivo, el del desconocimiento absoluto de sus orígenes, inventarle vidas se había convertido en una de las aficiones más extendidas. Y siempre ganaba la historia más sorprendente; se contaban chismes de una sola frase, historias más elaboradas junto a la lumbre, en los largos inviernos, durante los que no había ni rastro de él. Jana había escuchado relatos muy diferentes. Ese era uno de los privilegios de trabajar en el hotel: algunos decían saber de buena tinta, como si les hubiera llegado por carta, que su mujer murió al dar a luz a su único hijo y que entonces, incapaz de hacerle frente a esta tragedia, se echó al monte. Otros narraban mientras estancaban la saliva detrás de los dientes, por el placer que les producía ser los transmisores y depositarios de tamaña revelación, que toda su desdicha o cambio de vida, según se viera, derivaba de su huida con una amante casada para zafarse de la ira del marido traicionado. Incluso algunos rumores apuntaban a que se trataba de un prófugo, de un exconvicto.

Jana sabía que a Laurent le producía cierta desazón tanta oscuridad y confusión sobre el pasado de Esteve, pero no tenía más remedio que confiar en el contrabandista porque le resultaba insustituible, e incluso había intercedido por él ante algunos mandos de la Resistencia, con lo que había adquirido una gran responsabilidad.

Esteve era peligroso. A nadie escapaba que se saltaba la ley de vez en cuando y a conveniencia, que su espectro de pretextos para hacerlo era el de alguien con mucha imaginación y pocos reparos. Durante semanas desaparecía, decían que se ocultaba en un refugio abandonado. Parecía medir muy bien los tiempos, como si supiera siempre cuándo era conveniente estar y cuándo la mejor estrategia era no mostrarse. Jana pasaba muchos días sin verlo y de repente sabía que rondaba los alrededores de la estación. Eso sí, siempre que se le requería se manifestaba de una forma o de otra. Esta intermitencia la desazonaba y a la vez la disgustaba porque no sabía si se dedicaba a sobrevivir o a otros menesteres bastante más egoístas.

Deseaba terminar cuanto antes, que pasara pronto toda aquella situación de tensión para saber a salvo a sus efímeros inquilinos, pero también para ir a la fonda. Por una conversación entre Tricio y Juste sabía que Esteve casi nunca entraba en el bar, pero esto tampoco quería decir que no lo hiciera alguna vez. Nada ni nadie le impedía el acceso. Era posible que se lo encontrara. Podía tener negocios con algunos leñadores o montañeros, que le interesara formar parte de aquella feria de apariencias para llevar a cabo sus tratos. En ese caso se lo encontraría acodado en la barra para igualar su altura con la de quien le hablara. O tal vez no apareciera por allí porque no se sintiera cómodo, ya que era imposible que no estuviera al tanto de que muchos lo consideraban un delincuente de baja estofa y otros, los alemanes sobre todo, andaban sobrados de motivos para echarle el guante.

En la fonda siempre se hablaba de ellos, en grupo, y se aludía a ellos como las fuerzas de ocupación; pero individualmente, vistos de uno en uno, se hacía muy difícil odiarlos o asociarlos con el enemigo despiadado que desde Berlín aspiraba a dominar el continente. La mayor temeridad que llevaban a cabo los más jóvenes era tomarse un carajillo. Ella los distinguía de verlos relevarse en las guardias. Eran altos en su mayoría, aunque ninguno alcanzaba la estatura de Esteve, quien era el que más se relacionaba con ellos por las acciones que debía llevar a cabo para despistarlos. También Juste mantenía un trato muy cercano con el capitán Wagner, ya que ambos debían organizar determinados aspectos de la logística de la terminal. Este oficial era un hombre plácido, demasiado para ser militar. Tenía el pelo y el bigote canosos y una sonrisa afable. Su principal característica era la cercanía que mostraba con todos. De su constitución llamaba la atención la rectitud de sus hombros, como si su cuerpo, al contrario de lo que sucedía con su rostro, no se correspondiera con su edad, unos sesenta años. A Jana incluso le reconfortaba su presencia. No lo temía, como si a pesar de su uniforme nada tuviera que ver con el ejército alemán. La principal función de Wagner en Canfranc era supervisar el tráfico de los minerales estratégicos que se extraían de Teruel y de Asturias sobre todo, y que terminaban en las fábricas de guerra del Reich. Respecto a los otros soldados, después de conocer algunos detalles transmitidos por Juste, le resultaba angustioso saber que uno de ellos tenía una hermana que se llamaba Loreley, como la sirena del Rin, y otro una madre anciana que padecía de reuma y esperaba su regreso sin apartarse del balcón en una calle remota de Sajonia. Todos estos detalles tan humanos convertían para ella la guerra en una monstruosidad aún mayor.

No veía el momento en que el convoy partiera y ella cogiera el abrigo para salir hacia la fonda.

La convivencia de Juste con todos los que actuaban allí era aún más estrecha. En La Serena se alojaban también los chóferes de los camiones suizos que esperaban la orden para cruzar la península ibérica con la carga de lingotes de oro resultado del expolio nazi que llevaban hasta allí algunos trenes. Ese era el otro gran tema de conversación junto con la guerra y Durandarte, con la diferencia de que del mineral se hablaba con mucha precaución, como si nombrarlo los pusiera a todos en peligro. Ante este tráfico, Laurent debía hacer la vista gorda. Si se hubiera opuesto a que aquellas mercancías transitaran por allí se hubiera enfrentado al gobierno franquista, al negarse a seguir sus directrices, que lo obligaban a facilitar todo lo posible su comercio con las autoridades alemanas. Además, permitirlo le proporcionaba la cortina de humo perfecta que desviaba cualquier sospecha de él. Nadie podría imaginar que la mayor parte de su trabajo se dirigía a que ganaran la guerra los aliados. Juste le había dicho a Jana que aquello sí que era delincuencia a gran escala, crimen internacional, prácticas junto a las que el bandolerismo de Durandarte palidecía. El oro procedía de Suiza, otro de los países, junto con España, Portugal, o Suecia…, considerados de forma bastante inexacta neutrales.

Tanto Jana como Laurent Juste y Montlum sabían que el metal no solo cruzaba por allí, sino que cada envío se organizaba desde la fonda La Serena y que un tal señor Mirs, alojado allí, dirigía todas las operaciones bajo las órdenes de su jefe, que, como correspondía a su categoría, se hospedaba en el hotel Ritz de Madrid. Mirs era también suizo. Sonreía en exceso, vestía como un rico de viñeta de periódico inglés, con reloj de oro con cadenita que salía de uno de los bolsillos de su chaleco, y encajaba en la cuenca de su ojo derecho un monóculo. De esta forma, Monóculo, lo llamaban los niños de Canfranc porque nunca antes habían visto a nadie con un aparato óptico similar. El bigote, muy largo, le crecía curvado hacia arriba, con las puntas amarillas y un tono pajizo en el centro. Se acercaba hasta el andén para hablar con el capitán Wagner y muchas veces su conversación tenía lugar en la oficina de la aduana. Entre el oficial alemán y él organizaban los días de descarga. Era tanto su poder que pagaba a los trabajadores habituales de la estación de Canfranc, los del hotel incluidos, cada vez que llegaba una remesa de lingotes para que se tomaran el día de fiesta y no aparecieran por las instalaciones y así evitar que fueran testigos del trasiego del oro. A veces incluso se acordonaba la estación en todo su perímetro y la vigilancia llegaba hasta dos metros detrás de las vallas de hierro. A los huéspedes del hotel se les indicaba que no abandonaran el edificio durante unas dos horas, hasta que concluyeran unas misteriosas maniobras que no les especificaban en qué consistían. Todo el dinero que suponía aquel día de asueto pagado para los canfranqueses no era nada comparado con el valor de lo que atravesaba por allí entonces.

Esta injerencia en el funcionamiento de la terminal era una más de las muchas que soportaban quienes solo en teoría mandaban allí, como Laurent Juste, que en estas ocasiones se mostraba malhumorado, contrariado porque se sentía un fantoche, pero se dominaba porque representar aquella farsa le reportaba muchos beneficios. Poder salvar a tantas personas era el más importante. Le había contado a Jana historias terribles sobre la procedencia de aquel oro. Los espías rastreaban su origen gracias a que la burocracia del gobierno de Hitler era meticulosa; tenían centenares de funcionarios dedicados a elaborar listas de los exterminados, fichas de sus propiedades, expedientes con los cargos de detención, etcétera. Todo era registrado hasta el más mínimo detalle. Laurent había llegado a ver algunas de aquellas listas en reuniones de la Resistencia en Toulouse, eran líneas mecanografiadas que estremecían por los cientos de dramas que almacenaban.

Aquella fortuna fundida en rectángulos no procedía en todos los casos de los ahorros de los ciudadanos judíos, también incluía piezas muy pequeñas, los dientes de oro extraídos a los cadáveres, los relojes del mismo material, las joyas incautadas en las casas de las ciudades profanadas. Era un tesoro nauseabundo, se referían a él como el oro de los muertos; atravesaba la montaña dentro de los vagones para terminar en las cajas de los camiones suizos que esperaban al otro lado del edificio de viajeros, en la parte española, donde este sistema de transporte tenía su base de operaciones con una flota de más de medio centenar de vehículos. Algo tan escandaloso era imposible ocultarlo a los ojos de los habitantes de Canfranc y otros pueblos de la comarca, llamaba demasiado la atención y los rumores sobre las llegadas en tren y las salidas en camión del oro eran frecuentes. Para ocultar las maniobras de carga y descarga servían los túneles subterráneos que comunicaban el territorio francés con el español de la estación. A Juste no podía echarlo nadie de su puesto de trabajo y veía cómo entraban los operarios en fila por la escalera pegada al hangar donde ellos ocultaban a los judíos. Descargaban del tren sacas de arpillera que se colocaban sobre un hombro. Atravesaban el pasadizo bajo tierra que comunicaba ambos muelles y surgían en el lado español. Cada uno acarreaba unos quince kilos repartidos en cajas precintadas. En todo momento eran custodiados por los guardias de la Gestapo, separados unos de otros muy pocos metros para evitar cualquier incidencia. No había la más mínima posibilidad de que despistaran una sola barra ni de que se salieran de la formación, los conducían como si en vez de humanos fueran bestias de carga. Estaban amenazados, no era asunto suyo contar qué llevaba y traía cada convoy, pero la cuestión del oro era demasiado llamativa como para no convertirse enseguida en un secreto a voces.

En su habitación, mientras tomaba con dos dedos o con una pinza las fotografías de los pasaportes, a Jana le resultaba insoportable mirar los dientes de aquellas personas cuando sonreían, algunas corbatas adornadas con una aguja, los pendientes de una mujer, y saber que en muchos casos ya no existían ni los objetos ni quienes los portaban. Acarició las hojas de aquellos pasaportes para extenderlas, para que no contuvieran ningún pliegue, pero a la vez pasaba los nudillos sobre aquellos rostros tan parecidos a los de quienes esperaban en la habitación bisiesta a que sus documentos estuvieran en orden. Por todo aquello que los envolvía, por las noticias, inverosímiles de tan terribles, que llegaban desde Europa, Jana se esforzaba mucho más de lo que le era posible.