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EL ESPANTO
Berlín, viernes, 7 de enero de 1943
Soy un hombre al que le han extirpado todos los órganos, pero para mi desgracia continúo con vida. Estos criminales, los verdugos que no sienten, me han vaciado; ya no soy yo, ya no soy nadie. En mi oficina del Departamento de Cartas Perdidas del Servicio de Correos, entre mis compañeros, los rumores que se referían a lo que sucedió antes con otros se comentaban desde hacía varios años, pero eran tan repugnantes, salvajadas imposibles de creer, que nadie les daba pábulo, las apartaban de sus mentes aduciendo que se trataba de propaganda antinazi, que eran los subversivos, los que querían terminar con el régimen salvador, los que expandían estas patrañas. Los que hablaban de la ley para el control de la progenie se referían a ella como una medida terapéutica, preventiva, cuando se trataba solo de una manera de llevar a cabo asesinatos masivos con total impunidad.
El papel estaba muy estropeado. El teniente Tadeusz tenía que deducir algunas palabras que los pliegues de la carta habían mutilado.
Entonces estas prácticas se nombraban en los términos habituales, científicos, como si de la noche a la mañana todos fuéramos médicos. Querían limpieza, pureza, deshacerse de los enfermos mentales, de aquellos que padecían y transmitían enfermedades hereditarias, se esterilizaba a los que se consideraba inferiores. Las voces aumentaron, algunos afirmaban que habían comenzado a matar de forma indiscriminada a los internos de centros psiquiátricos, cualquiera que fuese el motivo que los había llevado hasta allí: alegaban compasión, misericordia, piedad… Se exhortaba a las familias a que entregaran a sus hijos discapacitados. Uno de aquellos edificios monstruosos donde se les hacía desaparecer estaba muy cerca de nosotros, en Brandeburgo, allí debería haber acudido yo con mi hija.
A las familias se les comunicaba que el paciente había fallecido a consecuencia de una enfermad incurable, sin ahondar en más detalles, de esta forma concluía el asunto, esa era la última formalidad, la manera en que el régimen ponía punto y final a esta operación de exterminio implacable. A algunos en vez de suministrarles veneno les inyectaban barbitúricos, estos fármacos les provocaban pulmonías, una muerte lenta, angustiosa, asfixiante. A los que no decidían gasear, tal vez porque era difícil trasladarlos, los dejaban morir de hambre atados a sus camas, todo se justificaba según el coste de sus pensiones en Reichsmarks, y por el riesgo de contaminación de la raza que suponían.
Toda esta información pavorosa es la que conseguí reunir durante los meses anteriores a mi desgracia, aunque se hablaba poco de ello, solo algunas palabras en voz baja, cuchicheos sobre las continuas desapariciones de inválidos, enfermos mentales, ciegos, sordos e incluso alcohólicos. El personal sanitario trabajaba bajo juramento de silencio y lealtad al gobierno nazi. A cambio obtenían un sustancioso aumento de sueldo, era dinero sucio que además cobraban en Navidad. Se les obsequiaba con sidra y vino en grandes cantidades para que hicieran su trabajo borrachos. Otros preferían drogarse con la misma morfina que dispensaban, así los delirios de su fantasía, de sus pesadillas, de sus noches en vela se mezclaban con la realidad de forma que ya no sabían por qué debían sentirse culpables.
Tadeusz se detuvo. Era como tener entre las manos la certeza del mal, la confirmación de que las atrocidades no eran una anomalía, sino que se extendían de manera industrial como si sobre el mapa de Europa creciera una mancha de podredumbre. Al profesor le resultaba muy difícil continuar, era muy duro también para todos los que lo rodeaban: los dueños de La Serena, Valentina y su madre, Jana, Laurent Juste, Arlette, el alcalde y el guardia Dorian Lander, pero para él aún resultaba peor. Además también habían puesto la oreja muchos de los que antes bromeaban en las mesas vecinas. A pesar de que se sentía sin energías para recorrer aquellos surcos de letras que tantos cadáveres enterraban, continuó con su acento que hacía difícil descifrar algunos pasajes, aunque no entender ciertos detalles era un alivio:
Me convertí en un especialista, no porque yo me dedicara también a estas prácticas, sino porque sabía que cada vez estaba más cerca de la boca del lobo. Desde que mi mujer murió en el parto porque nuestra hija venía atravesada, no de pie, ni de cabeza, solo sabían que había sobrevivido el que fue fruto de nuestro amor. Yo la crie con la ayuda de una mujer que primero fue su ama de cría y después su niñera durante esos años de dicha. Porque, aunque suene extraño, aquella niña deforme ha sido lo mejor que me ha pasado en mi vida, el centro de mi universo, lo que hace que valga la pena haber existido. Por eso nunca perdonaré a los que me la arrebataron, caigan sobre ellos todas las tinieblas del mundo. Yo tenía mucho cuidado para que nadie descubriera su presencia, y ella no gritaba, por lo que no podían oírla los vecinos. Tampoco acercábamos su silla de madera a la ventana por miedo a que alguien la viera.
Pensé en huir cuando supe que, para celebrar que en 1941 habían alcanzado el número de 10 000 infelices asesinados, celebraron una fiesta regada por toda la cerveza que fueron capaces de ingerir pagada por el Führer.
Alguien nos denunció. De eso no cabe duda. Así sucedía en muchas ocasiones. Decía Walter Benjamin, judío para más señas, que cuando de madrugada se llevaban las terneras al matadero las cargaban dormidas. Eso mismo pasó con mi pequeña. Ya no puedo volver de allí, del momento en que entraron con tanta violencia. Salté de la cama y me apartaron, me lanzaron contra la pared, junto al balcón, un metro más a la derecha y habría saltado por él. La cabeza me sonó como cuando se casca un huevo. Les pedí que la taparan con una manta, solo llevaba el camisón y rieron, me dijeron que en unas horas estaría fría del todo, que no valía la pena cargar con nada más y que no me preocupara porque no tenían el menor interés en violar a aquel saco de huesos.
Los perseguí por la escalera, tenían un vehículo aparcado frente a la fachada de mi edificio, la lanzaron encima de los que ya tenían dentro y vi sus caras de desesperación, suplicaban auxilio, estiraban los brazos. Los enfermeros arrancaron el motor y corrí detrás de ellos hasta que una patrulla me detuvo, me dieron un culatazo en la nuca, caí al suelo y me orinaron encima. Desperté entre la nieve horas después.
Volví a mi casa, la puerta seguía abierta. Intenté matarme. Tomé todas las grageas que encontré mezcladas con jarabe. Un vecino avisó al escuchar mis gritos, mis lamentos, mi locura. Me curaron en el hospital Charité, el de la Universitätsmedizin. Yo era funcionario del régimen, no bebía, estaba sano, no era homosexual, al fin y al cabo, no tenían nada contra mí, pero a pesar de eso me calcinaron el alma.
Cuando me dieron el alta encontré la nota en el buzón: me comunicaban de forma muy aséptica, en el lenguaje habitual de la documentación del gobierno, que la higiene había resuelto el dolor de una vida indigna de ser vivida.
El ama de cría que tantos años después continuaba con nosotros, que tan bien y con tanto cariño asistía a la que fue toda mi luz, se acercaba al portal aquella mañana como había hecho todas las anteriores desde que nació mi hija. No tuve fuerzas para detenerme a escuchar sus lamentos y recibir sus vanos intentos de consuelo.
Corrí hacia la estación central y escupí al pasar frente a la ópera Kroll, donde se había trasladado el Reichstag tras el incendio de su edificio. Yo tenía todos los papeles en regla, como alemán no judío era libre de hacer lo que quisiera. Deseé que desde lo alto de la puerta de Brandeburgo saltara la cuadriga y sus dos parejas de caballos me llevaran lejos, para reencontrarme con mi hija Valentina más allá del sol.
Tadeusz dejó la carta boca abajo sobre la mesa y sacó una moneda para pagar su café, se guardó los lentes y dio unas palmadas suaves en la barra antes de salir. No se volvió. En aquel momento decidió que nunca volvería a Alemania.
Los demás se quedaron unos segundos más en la misma posición, sin hablarse. Tricio y Pilar volvieron a la cocina, pero una vez allí se quedaron petrificados, con la mirada perdida. Leonor se arrebujó la toquilla con mucha fuerza. El matrimonio Juste se incorporó a la vez que el alcalde y Dorian Lander.
Laurent dijo:
—Se ha cumplido su voluntad, ya están juntos.
Nadie se molestó en coser el cuerpo destripado de Voltor. El cadáver rimaba con el tono desesperado y espantoso de su historia. Cuando huyó del refugio donde había tenido secuestrada a la niña bajó hacia la zona de Cenarbe y el tren lo arrolló, no llegó a seccionarlo por la mitad, pero las ruedas contra los raíles abrieron en su tronco una despensa para los buitres.
Entre los habitantes de Canfranc Estación recaudaron bastante dinero para sufragar el funeral mediante la colecta que propuso Valentina. En la sala, junto a la capilla del cementerio, lo cubrían un par de decenas de ratas grises que relevaron en aquel banquete a los carroñeros con plumas, a pesar de que en cuanto lo depositaron allí le echaron encima un par de sacos de cal viva para evitar infecciones. Parecía que todo lo que se relacionara con aquel hombre tenía que ser por fuerza desagradable, como si el infortunio lo persiguiera incluso más allá de su muerte. Tras el responso del mosén lo enterraron con la fotografía de su hija. En una placa, atada a una cruz bastante rudimentaria, se leía: Señor Woltraum, natural de Berlín, Alemania, falleció en 1943. La carta y su cédula de identidad las depositaron en el archivo del ayuntamiento.
Alrededor del cúmulo de tierra estaban, además de Leonor y su hija, Arlette, Montlum, Dorian Lander, el profesor Tadeusz y Jana. A los demás les pareció demasiado homenaje asistir al sepelio de quien había raptado a una menor; cualesquiera que fueran sus circunstancias anteriores, no encontraban disculpa para aquel delito tan grave. Sobre el montículo, Valentina dejó unos lirios de los Pirineos, tenían los pétalos plegados y curvos, como si formaran una canasta, los tallos medían más de un metro y a su belleza se contraponía un olor fétido, como si la elección de las flores tuviera que ver también con él.
Quedaron sus restos bajo aquella tierra que pronto se cubriría de hierba. Jana salió la última. Sus padres estaban enterrados en Zaragoza, pero cualquier lugar le servía para invocarlos.