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BAJO LA SOMBRA DEL ÁGUILA DE SAN JUAN

Miércoles, 11 de agosto de 1943

Apenas cinco minutos después de salir de su casa, Arlette, Auguste y Laurent tenían ante ellos la boca sur sin fondo del túnel de Somport. Parecía la entrada a una fortaleza con las dos pilastras, los capiteles sobre ellas, solo le faltaban las cadenas, el puente levadizo, los cocodrilos en el foso para reforzar su apariencia de entrada a un castillo. Dos torres de alta tensión lo flanqueaban, eran las mismas por las que demasiadas veces, según él, dejaba de pasar la electricidad que procedía de la central de Forges d’Abel.

En la parte alta del muro dos leones rampantes levantaban el águila del escudo con el collar en forma de corona. El ave rapaz mostraba sin necesidad de ninguna radiografía el contenido de su estómago: la torre de un baluarte con almenas, otro león, barras verticales rojas y amarillas y una cenefa como de ganchillo. Se apoyaba, como si se tratara de las muletas de un pájaro herido, en las columnas de Hércules; debajo de las plumas de su cola aparecían los restos excretados: el yugo y las flechas de los Reyes Católicos.

—Un pájaro de piedra —dijo Auguste—. Está descansando.

Ni Arlette ni Laurent podían articular palabra, así que fue Didier quien lo entretuvo.

—Vamos a entrar en la montaña, ya verás, y apareceremos en otro sitio —le dijo para darle a todo aquello el cariz de una aventura.

—¿En dónde? ¿En la casa de mi abuela? ¿Y cuántas horas tardaremos? —El niño se refería a los viajes que la familia Juste realizaba hasta la Bretaña.

El obrero ferroviario giró el grifo de agua de la lámpara de carburo y el niño se sorprendió ante tanta luz.

—¿Quieres que te cuente un cuento? —le propuso a la vez.

—Bueno —le dijo Auguste con un entusiasmo que demostraba que a pesar de sus continuas escuchas sobre el caballo de madera no sabía del todo qué sucedía.

—Érase una vez un granjero que se encontró en el bosque un huevo, se lo llevó a su corral para que lo incubara una gallina y así nació un pollito muy feo, bastante negro, desgarbado y mucho más grande que sus hermanos.

—Porque era silvestre —intervino el pequeño.

—Eso. Picaba el grano, imitaba los cacareos de sus hermanos adoptivos, pero a él no le salían bien. Eso no le importaba. Era feliz. Conforme pasaban los días, se hacía más y más grande, igual que sucedía con el niño que los granjeros acababan de tener. Una noche de mucho calor el granero en el que guardaban también la paja comenzó a arder. El hombre no estaba y la mujer trabajaba en el huerto, por lo que cuando vio el humo de la casa ya era tarde para sacar de allí a su hijo de muy pocos meses. Las chispas habían caído sobre la casa, era como un hallar gigante.

—¿Y se quemó el niño? —Auguste quería saber el final cuanto antes.

—Pues no, porque el pollo tan feo, pero tan grande, tenía un poder, era el único que sabía volar, así que levantó sus alas, entró por la chimenea y sacó al bebé de su cuna. Los padres lloraron mucho al entrar en la casa destruida, abrasada, nada podía consolarlos porque habían perdido a su hijo.

—Pero estaba vivo, lo había salvado el pájaro —dijo Auguste como si Didier se hubiera olvidado de que lo acababa de contar.

—Así fue. Oyeron un llanto en el corral y corrieron hacia allí. Rodeado por los pollos y un poco sucio estaba su hijo. El ave más grande era tan desgarbada porque en realidad era un águila. Imagínate la alegría de los padres. Recoger aquel huevo en el bosque había salvado a su hijo. El águila ya se había dado cuenta antes de que podía volar, pero prefirió vivir como los demás pollos hasta el momento en que necesitó sus alas.

—¡Bien! —Auguste aplaudió y sus padres se miraron a la luz del gas. Su temblor era mayor que el de la llama con forma de mariposa—. Didier, déjame llevar la lámpara a mí.

—Pero con mi mano también, cógela del gancho.

—¿Cuánto falta?

—Tú no puedes estar cansado, Auguste. Esta es una expedición y tú eres un explorador. Habla fuerte. Di algo.

—Soy Auguste Juste y mi caballo se llama Farsante.

—¿Has oído? —El eco les devolvía sus palabras.

—¡Ahí va! Hay más gente. Repiten lo que yo digo, ¿quiénes son?

Arlette y Laurent no rezaban porque no eran capaces de hilar ninguna oración, pero concentraban todo su pensamiento en que a la salida encontrarían esperándolos el coche de Biel. No podía fallarles, de lo contrario no sabían cómo llegarían a Zaragoza.

El jefe de la aduana francesa había recabado información la tarde anterior. Supo que los guardias de la Gestapo a los que se les había encargado su detención llegarían en el tren de las 10.00 de la mañana, dieciséis horas después. Para entonces ellos, o al menos él, ya que era a quien buscaban, tendría que estar muy lejos. Si se separaba de su familia tendría que camuflarlos para evitar que los utilizaran para atraerlo.

Apostado sobre su Adler Trumpf Junior fabricado en 1939 los esperaba Biel. Cuando ya pensaba que no le quedaba nada más que hacer escuchó el ruido de un motor y vio acercarse a una patrulla alemana. Era el sonido más constante por los alrededores. Dos soldados bajaron con mucha agilidad del vehículo.

Frontantrieb. —Así se refirió a la tracción delantera. Mientras uno de ellos acariciaba el capó, el otro guardia se lo tradujo al francés—. Traction avant.

—Sí, la tracción delantera, se nota, se agarra más. Dicen que Porsche ha diseñado la suspensión. Ya no fabrican estos, una pena —dijo Biel con toda la tranquilidad que fue capaz de fingir. Estaba muy nervioso, tanto que temía que se lo notaran. Le resultaría muy difícil explicarles qué hacía allí solo. Por eso, para evitar preguntas e interrupciones, lo llenaba todo de palabras, le salían a borbotones, no le importaba que no lo entendieran, necesitaba soltarlas para relajarse.

—Alemán, allemand, Deutsch, como ustedes, resistente.

La hora convenida eran las seis y veinte, solo faltaban diez minutos. Si en ese momento aparecían por el túnel, los detendrían de inmediato para interrogarlos. Biel no tenía más remedio que atender a los guardias como otras veces, por su negocio le interesaba mantener relaciones cordiales con todos, pero no en aquel momento. Si aparecían entonces los Juste, su amigo se quedaría con la idea de que lo había traicionado, que lo había entregado a las autoridades nazis por una fuerte suma de dinero. Y nada podría hacer para convencerlo porque aquella imagen hablaría por sí sola. Además pesaría en su contra la conversación que habían mantenido en La Serena cuando lo puso al corriente del ofrecimiento de espionaje que le habían hecho los alemanes.

Le ofrecieron un cigarrillo al que no podía negarse, con lo escasos que eran se trataba de todo un detalle que quisieran compartirlo con él, ya que los tenían muy racionados por la ley antitabaco del gobierno del Reich. Si lo cogió inmediatamente e hizo pantalla con la mano fue porque pudo echarle al humo la culpa de sus lágrimas. No dejaban de brotarle, y así se lo manifestó:

—Es el humo, rauch, tengo los ojos muy delicados —les dijo mientras se los señalaba con las yemas de los dedos índice y corazón, gesto que aprovechó a la vez para secarse.

Biel notaba que se descomponía, el sudor frío le bajaba desde la raíz del pelo hasta los tobillos, sentía un galope en el pecho como si llamaran desde dentro de su cuerpo con un puño cerrado. Uno de los militares le señalaba al otro un pájaro y entonces escuchó el ruido de las pisadas sobre el balasto, las piedras de la vía. Ya se acercaban. Temió que, al ver la claridad, el niño echara a correr hasta donde él estaba. Los alemanes imitaron el sonido de un ave como si fuera un reclamo para que algún ejemplar de la especie que se correspondía con aquel canto descendiera hacia ellos. De pronto, uno miró el reloj y saltaron casi a la vez dentro del vehículo, girando un dedo en torno al otro le hicieron una seña que Biel interpretó como que se iban al relevo. Se sacó un pañuelo, se lo pasó por la cara y después lo utilizó para saludarlos, se vio ridículo y lo volvió a guardar en el bolsillo de su chaqueta. En cuanto tomaron la primera curva de aquel sendero fue hacia el túnel. Los Juste estaban pegados a la pared a menos de veinte metros de la salida. Didier se había adelantado y lo había visto hablando con los alemanes. Menos mal que tomaron aquella precaución.

Auguste se entusiasmó cuando vio el Adler. Comenzó a dar brincos alrededor y a gritar:

Allez, allez, vamos, deprisa, rápido. —Le hacía mucha ilusión subirse a aquel vehículo.

Biel y Juste se abrazaron, pero sin entretenerse. Apenas se palmotearon la espalda para entrar enseguida en el coche. Didier se asomó a la ventanilla del niño:

—Nos veremos. Necesito un ayudante como tú —le dijo como despedida.

—Yo de mayor conduciré trenes. Seré maquinista.

—Bien, porque para entonces yo ya tendré mi propia compañía ferroviaria. Piensa un nombre para ella. Adiós.

El consignatario no podía dejar de llorar. La tensión a la que se había visto sometido lo había desbordado.

—¿Y tú querías ser espía? —le dijo Juste.

Arlette miraba el paisaje, como si se lo quisiera llevar dentro, cuando se alejaban en dirección sur después de haber atravesado el paso fronterizo por uno de los lugares en los que los alemanes aún no habían establecido sus puestos. Con los guardias franceses y españoles, en el caso de que se los encontraran, no tendrían problemas. Una vez que hubieran burlado la vigilancia alemana, que la familia Juste se desplazara en compañía de Biel, con quien sabían que mantenían una estrecha amistad, no sorprendería a nadie.

Auguste advirtió que aquel hombre lloraba y le dijo:

—Que no vas a ver la carretera. ¿No ves que no hay limpiaparabrisas para los ojos?

Después de esas palabras del niño por fin rieron los tres.