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EL SALÓN DE LA CIUDAD

Viernes, 3 de septiembre de 1943

En cuanto consiguió completar el puzle del mensaje que guardaba el primer libro supo que tenía que coger el tren hacia Zaragoza. Pidió el día libre pretextando, como la vez anterior, varios asuntos que tenían que ver con su piso allí. Trabajaba tanto que le resultó fácil conseguir el permiso. Lo que no le dijo al director del hotel era que además se acercaría al hospital universitario para ver cómo marchaba todo y comprobar si conocía a alguno de los ingresados por tuberculosis.

Pero el verdadero motivo del viaje era que tenía una información muy importante que transmitirle a Dagmar Géllert. Se trataba, sin duda, de algo decisivo. Una esperanza entre tanta oscuridad. Durante aquel tiempo había conseguido disuadirla de que se pusiera de acuerdo con el fotógrafo Robert Müller para acompañarlo en uno de sus desplazamientos a Miranda, aquella antesala del infierno. Jana estaba satisfecha de hallarse en condiciones de compensarle tanta espera. Según las palabras mezcladas en las líneas de Galdós, se encontrarían con un intermediario que había prometido darle noticias de su marido. Era la primera certeza en casi cuatro meses. Pero había más, tanto que anticipar lo que les esperaba le produjo insomnio la noche anterior.

Llegó a la estación del Norte en el barrio Jesús, igual que cuando fue con Montlum al cumpleaños de Sieglinde. Era como si paseara por las mismas calles acompañada de su ausencia. En aquel momento le rodó una lágrima por la mejilla porque él no estaba al otro lado de sus brazos estirados, los levantó y los dejó caer.

En la fachada amarilla del edificio ferroviario se abrían los arcos suspendidos a un metro y medio del suelo y sobre ellos las ventanas como ojos de buey desde las que en su anterior visita sintió que los vigilaban. Jana cruzó el Ebro por el puente de Piedra, y contempló el templo del Pilar, que parecía flotar como una ciudadela de fábula, antes de girar hacia la calle Alfonso I, desde donde se dirigió a la lonja. Cuando era niña aquel techo estrellado bajo la bóveda, sobre las columnas, le había parecido un prodigio. Solo había visto algo similar al girar la rueda de un caleidoscopio.

Con esta imagen aún en la mente, llamó al timbre de la que fuera su casa. Cuando le abrieron la puerta del piso, se abrazaron con la misma euforia que en el encuentro anterior. Jana sintió que ya no estaban tan frágiles, que no parecía que fueran a partirse o a desmoronarse en cualquier momento, que no se diferenciaban demasiado de una madre e hija de aquel barrio. Tenían el cabello brillante, la piel tersa, con buen color, y sonreían. Las conminó a bajar enseguida y les dijo que tenía que dejarlas solas en la plaza del Pilar porque no quería que su contacto desconfiara al verlas con otra persona que no esperaba. Para la cita delante de la puerta principal de la iglesia aún faltaban diez minutos.

Jana se alejó de nuevo por la misma calle, llegó hasta una de las transversales, se detuvo bajo el rótulo que decía «General Espoz y Mina», y después caminó unos pasos y miró el suelo. Sobre aquellos adoquines cayeron muertos sus padres bajo las bombas. Era posible que siete años después aún quedaran allí restos orgánicos, que no todo lo que fueron se volatilizase, sus últimas huellas microscópicas aún se podrían rastrear sobre aquel pavimento. Le sorprendió aquel pensamiento. Como si reducir a la naturaleza lo que sus padres fueron los dotara aún de alguna permanencia. Tragó de golpe mucha saliva; en pocos segundos se le había acumulado, como si no la produjera ella.

En vez de dar la vuelta bajó de nuevo hacia la basílica por la calle Bayeu. Quería contemplar el encuentro entre Dagmar, Sieglinde y quien le habían informado que aparecería. Jana vio entonces que se acercaba a la estatua de Goya un hombre que le pareció extranjero. La madre y la hija permanecían en el mismo lugar donde las había dejado, cada una con un bolso acorde a su tamaño. Había mucho bullicio en torno al monumento, bajo los soportales, la gente cruzaba de un lado a otro sin parar y era difícil distinguirlas. A pesar de eso, aunque podría haberse camuflado entre la multitud, se quedó escondida en un portal.

El hombre se aproximaba a ellas muy decidido, y Jana pensó que debía de tratarse de aquel a quien esperaban. Era muy delgado, lo que aún le hacía parecer más alto, tenía el pelo rubio bastante estropeado, como de paja, y la piel tostada; sin embargo, el traje que vestía era nuevo, le quedaba un poco grande, pero tenía muy buen corte. Llevaba un periódico doblado bajo el brazo izquierdo y los tres picos de un pañuelo amarillo sobresalían del bolsillo de su chaqueta.

A Dagmar se la veía muy inquieta. Estaba tan nerviosa como la noche en que llegaron a Canfranc. De pronto, Sieglinde se soltó de su mano, comenzó a correr y se perdió entre la gente. Dagmar no podía verla, no sabía hacia qué lado moverse, con la voz quebrada gritaba lánya, lánya, hija, en su idioma. Se retorcía como si la atacaran y se le acercaron enseguida unas cuantas personas para ayudarla, pero ella no sabía hacia dónde ir. Estaba desconcertada. Daba vueltas sobre sí misma. Tampoco conseguía hacerse entender. Se culpó de haberse despistado. Si alguien encontraba a la niña y la llevaba a una comisaría las descubrirían, las deportarían.

Cuando se apartaron varias personas del grupo que la rodeaba pudo ver por fin a Sieglinde porque un hombre la llevaba en brazos. Los dos juntos se acercaban hacia ella. De detrás de ellos una bandada de palomas alzó el vuelo. No se trataba de ningún enviado del consulado británico, no era un compatriota conocido de Müller que les fuera a llevar noticias de su marido: era el mismo Sándor, lo habían soltado y estaba allí, con ellas. Dagmar se apartó las lágrimas que, junto con su delgadez, le habían impedido reconocerlo a primera vista y se abrazaron los tres a la vez. Ya no eran una familia amputada. Alguien había pagado mucho dinero para que lo liberaran, para que su expediente se desempolvara, se elevara de una de aquellas mesas enormes, de madera maciza, tan difíciles de mover.

Esta era la escena que Jana no se atrevía a anticipar por si en el último momento surgían complicaciones. En el mensaje oculto en la novela le daban los datos ciertos de su paradero y también se decía que era muy probable que en el día y en la hora acordada quien estuviera allí fuera Sándor, pero Jana no se quiso hacer ilusiones hasta que fue real y verdad.

A ciento cincuenta metros de allí, ella había perdido a sus padres y Sieglinde había vuelto a ver reunidos a los suyos. Jana se sintió muy orgullosa por haber propiciado este encuentro a pesar de sus muchas prevenciones cuando las conoció. Aunque estaba sola en la plaza, se sentía en aquel momento a la cabeza de un ejército que había sembrado muchas semillas para que la paz fuera posible cuanto antes o que, al menos, mientras tanto se dieran aquellas situaciones.

Respecto a los Géllert, se consideraba una intrusa, pero no tuvo más remedio que acercarse. No se podía ir sin despedirse después de todo lo que habían vivido las tres juntas. Aquel encuentro burlaba al destino, enmendaba un poco tanto dolor. Cuando la vio aproximarse, fue Dagmar quien corrió esta vez, la abrazó y le bañó la cara con sus lágrimas de alegría.

Hermana, nunca voy a olvidar de ti. Te prometo. —Se dirigió a su marido y con un par de frases le resumió qué suponía para ellas y para ellos tres Jana Belerma. Sándor le dio un abrazo y le transmitió a su mujer lo que quería que le dijera, pero Sieglinde se adelantó:

—Dice que algún día te devolveremos todo lo que has hecho por nosotros —tradujo, muy satisfecha de su castellano con acento aragonés.

—Diles que no solo es mérito mío, que también me ha ayudado a liberarlo un hombre que se llama Esteve Durandarte y el fotógrafo húngaro al que ya conoce. —Sintió que sobre aquel metro cuadrado se condensaba la felicidad. Pero alrededor de ella soplaba un viento frío, era de nuevo la ausencia de Montlum que se materializaba. A pesar de la pesadumbre que sentía decidió poner un punto y final dulce a aquel momento. Cogió a Sieglinde de la mano, se agachó ante ella y le colgó el camafeo que su madre le había regalado la primera noche que pasaron en Canfranc—. Ten, es tuyo, tú eres el resultado de lo que en él aparece.

Después de despedirse, Jana trazó de nuevo el camino hasta la estación. Ascendería hasta la puerta de las montañas, hasta el campo franco, donde continuaría con su trabajo para que otros muchos alcanzaran la libertad que nadie debió arrebatarles nunca. Pero no todos, porque había una persona a la que estaba dispuesta a despojar de su libertad, aunque fuera solo por unas horas durante las cuales suplantaría a la que él, tal como se lo había transmitido a Valentina cuando la rescató, llamaba su esposa, su dama o su diosa. Ser libre era para Durandarte su valor supremo y también el principal obstáculo que se interponía ante Jana, pero le obligaría a saltarlo aunque solo fuera por una vez.

Ese sería su premio. Verlo. Fantaseaba anticipando la forma en que lo admiraría con disimulo. Incluso le hacía sonreír un pensamiento muy concreto: si él la descubriera siguiéndolo con la mirada mientras se perdía hacia las montañas, sería el primer sorprendido.