22
LA CÁRCEL DE LA TORRE DEL RELOJ
Viernes, 28 de mayo de 1943
Jana estaba segura de que Esteve cumpliría con su promesa y llevaría a cabo sus pesquisas sobre la desaparición de Valentina, aunque solo fuera por su propio interés. Cada día que pasaba era más pesimista sobre el desenlace, pero se animó cuando Didier le dijo que le habían dado una carta para ella. Jana enseguida se dio cuenta de que estaba representando una comedia en honor a los pasajeros que en ese momento descendían del tren, sobre todo cuando vio a Esteve. Se guardó la nota en el bolsillo y dejó su lectura para más tarde. No imaginaba que tenía que ver con Valentina.
El bandolero estaba ayudando a descender a las damas, muy cortés. Después de varios días en las montañas necesitaba información, saber quién llegaba y qué mercancías transportaba aquel convoy para poder comerciar con éxito y, además, quería asegurarse sobre todo de que las pesquisas que había seguido en relación con la niña eran las acertadas. La experiencia le había enseñado que a veces la mejor manera de esconder las verdaderas intenciones era mostrar otras tan llamativas que sirvieran como el biombo más tupido. Era un maestro en desviar la atención y dominaba como nadie el arte de la observación, captaba muchos detalles que para otros pasaban desapercibidos. Además, sin los caballos se sentía liviano, desembarazado, necesitaba celebrar que los había vendido por segunda vez, y al mejor postor. Le alegraba saber que no los convertirían en carne, sino que estarían muy bien cuidados en Vigo. Él también les había cogido cariño, pero aún le faltaba dar con la niña. En eso no podía fracasar y el tiempo corría demasiado raudo en su contra.
La que se desarrollaba en la estación era una escena galante, de aquellas que tanto complacían a la aristocracia para llenar su ocio. Las mujeres esperaban adrede en el espacio entre los coches hasta que las tomaba de la mano, de una forma tan obsequiosa que parecía que las invitaba a bailar un vals. Jana estaba junto a Arlette, a quien no le dijo que nunca lo había visto tan radiante.
—Eso les gustaría, que las sacara a bailar, míralas, no pueden disimularlo. Babean.
—Como tú —le dijo la francesa riendo.
—Eso no es verdad, Arlette, es un desaprensivo. Seguro que ha venido porque sabía que llegaba ella. —Y pronunció esta palabra con mucha inquina a la vez que aparecía la última pasajera. Se trataba de doña Mimín, la encantadora y burlada esposa de don Gervasio. Su educación no le permitía apuntarla con el dedo, pero no podía evitar sulfurarse ante aquel encuentro que consideraba todo un espectáculo—. Menudo fin de semana les espera.
—Y tú aquí, aburrida. —Esta vez Arlette quiso añadir algo más pero se contuvo. Le divertía mucho la situación, que Jana se desesperara por negarse a sí misma lo que sentía, pero tampoco quería ser cruel con ella.
Con doña Mimín, Durandarte se esmeró aún más, tales fueron sus palabras y sus gestos que Palmira, su doncella, no sabía cómo comportarse, se le notaba el rubor.
—Arlette, me parece una vergüenza que se muestren así en público. Para bien o para mal, ella está casada. —Mientras decía esto, Esteve la hacía girar como si se tratara de la figurita de una caja de música.
—¿Y él, Jana? Et lui? No te olvides de él, no sabemos si está marié, casado. Parece que la culpas a ella por ser mujer.
—No es cualquier mujer, Arlette, es la esposa del gobernador civil. Debería al menos guardar las apariencias.
—¿Y si no quiere? Menuda condena tiene ya la pobre. Me estás resultando muy conservadora, Jana, conservatrice, te creía más révolutionnaire, ¿revolucionaria se dice? —Y volvió a reír porque notaba a su amiga desquiciada.
En aquel momento llegaron varios hombres de uniforme: dos carabineros que entonces se alternaban con la guardia civil y tres agentes de la policía armada. Los primeros se acercaron a Esteve Durandarte y le pusieron los grilletes en un abrir y cerrar de ojos. Entonces Jana se echó las manos a la cara.
—Arlette, que se lo llevan. No puede ser.
—Tout le monde, todo el mundo —se corrigió de inmediato al caer en la cuenta de que también sabía decirlo en el otro idioma— sabe lo que ha hecho con los caballos. Y si todos lo sabemos, ¿no crees que habrá llegado también a oídos del gobernador? Si no lo ha detenido antes habrá sido porque no daba con él, pero ya ves, en la primera ocasión que ha tenido, en cuanto él ha bajado al valle, chassé, cazado. Il lui a volé, le ha robado, c’est une réalité. Eso es un hecho, nos guste o no.
—Pero don Gervasio es un malnacido, se aprovecha de los pobres, de los desesperados, es una sanguijuela que engorda sus arcas a costa de los que menos tienen. ¿Por qué lo defiendes?
—Jana, a veces pareces una niña, mi cuarta hija, ma quatrième fille, te voy a llamar. Hay que hacer justice. Nunca llueve a gusto de todos, decís aquí.
—Justicia, vaya palabra, ¿y la guerra es justa? ¿Que mueran tantos inocentes lo es?
En aquel momento Juste se acercó hasta ellas y Jana no pudo evitar decirle:
—Laurent, tienes que hacer algo, que no se lo lleven. Puede ayudar mucho a que encuentren a Valentina.
—Jana, su detención no tiene nada que ver con nosotros, esta vez se ha excedido. Por mi parte ya he hecho bastante ayudándole a quitarse de encima los caballos. En todo lo demás tengo las manos atadas.
Durandarte forcejeaba para que no lo tocaran, ya tenía suficiente con los brazos inmovilizados. Cuando pasó por delante de ellos, a pesar de la situación sonrió, más que con insolencia, con orgullo, y guiñó un ojo. No cabía duda de que el gesto iba dirigido a Jana. Ella no le correspondió con una sonrisa, sino que levantó la barbilla y miró hacia el lado opuesto.
Una vez que perdieron de vista la figura de Durandarte, Jana se dirigió al jefe de la aduana:
—Laurent, ¿dónde se lo llevan? —Sus ojos le suplicaban cualquier información que aliviase su angustia.
—Cerca, a la cárcel de la torre del Reloj de Jaca. No te preocupes, pronto estará de regreso. Solo son unos caballos, por mucho que digan que valen —respondió Laurent, un poco sorprendido por el interés, a su juicio desmedido, de Jana.
—No me preocupo, es solo curiosidad —dijo ella intentando disimular.
—Jana, desde que te conozco esa es la frase menos ocurrente que te he oído. —A pesar de lo que suponían, estas palabras en aquellos momentos la tranquilizaron. La había llamado por su nombre y además se había remontado a sus inicios, a cuando comenzaron a colaborar. Tal vez eso significaba que se le había pasado el enfado por lo sucedido con las húngaras.
La camarera tuvo ganas de añadir: «Me da igual», pero se contuvo. Lo apreciaba demasiado como para manifestarle cualquier desaire.
Respecto a la detención de Durandarte, había otro motivo de preocupación añadido que les señaló Arlette con su sagacidad habitual: cuando sus esbirros le contaran a su excelencia la detención con pelos y señales, el detalle central y amplificado sería el que se había producido mientras el susodicho o antedicho, según como se redactara la documentación oficial, se hallaba en compañía de su esposa. Por este motivo, sin duda, las represalias serían aún peores, a pesar de que era puro azar que el apresamiento se hubiera producido en ese momento. Con aquel dato tan cierto no quedaba por tanto nada claro que su estancia en prisión durara poco.
Jana decidió sobreponerse y ser práctica. Si llevaban a Durandarte al penal de Jaca contaría con el mejor informador posible para la madre y la hija húngaras. De esta forma sabrían a ciencia cierta si Sándor Géllert había pasado por allí.
Nadie se había atrevido a tocar a Durandarte por el tema de la niña, en torno a su desaparición todo eran sospechas, igual que las que recaían sobre Voltor, pero cuando lo extraviado fue el dinero del gobernador y los tres jamelgos recién adquiridos, lo interceptaron en cuanto puso un pie en el pueblo. Respecto al primer asunto, el más feo de todos, jugaba a su favor que seguía sin saberse nada del mendigo alemán, aquel pájaro de mal agüero que tanta incomodidad les producía a todos con su presencia desagradable. Nadie lo había reclamado desde Alemania, no había llegado al cuartel de allí ninguna denuncia sobre su desaparición, parecía no tener arraigo, como si de verdad se tratara de un cuervo, o un ave más similar aún, un buitre.
Con todo aquel ajetreo, Jana se había olvidado del mensaje que le había entregado Didier. Se tocó el bolsillo del delantal para cerciorarse de que seguía allí. Subió la escalinata para leerlo en su habitación. El tratamiento la inquietó; por una parte era tan formal que sonaba a broma y por otra encerraba una disyuntiva nada tranquilizadora.
Estimada señorita o señora Belerma:
El azar no nos ha propiciado otros encuentros, así que me dispongo a dirigirme a ti por este medio. Seré breve: tenemos bastantes pistas sobre lo que ha sucedido con la niña. Quien la ha retenido parece que no quiere un rescate ni nada en concreto, lo que empeora de forma consustancial las cosas. En este momento no hemos conseguido dar con el paradero de su raptor, pero ya estamos muy cerca. Aún no sabemos si es peor que él esté con ella o que no esté, porque esto segundo, si ella se encuentra encadenada, de alguna manera, podría suponer su muerte por inanición. No quiero intranquilizarte, solo pedirte un poco más de tiempo, el necesario que me permita cumplir con mi promesa.
Atentamente,
E. D.
A pesar de su reducida extensión, esa nota le iba a proporcionar a Jana bastantes horas de cavilaciones. El primero en quien pensó fue en Esteve y se le llenaron los ojos de lágrimas… Entonces se dijo que quizás no fuera de él. Las iniciales coincidían, como también coincidían con las del protagonista de la novela de Dumas y eso no significaba que la hubiera escrito Edmond Dantés. Lo lógico era que fuese de Esteve, sí, pero no podía imaginarse a Durandarte expresándose de aquella manera, con una caligrafía tan cuidada y clara, sin borrones que reflejaran el más mínimo titubeo. Esa era la carta de un hombre culto, no de un bandido, de modo que si la había escrito él, Esteve tampoco era quien decía ser y había decidido manifestárselo de aquella forma velada. La alusión a su estado civil la había alterado. Estaba convencida de que nadie tenía dudas, al menos allí, de que ella era la señorita Belerma.
Había una nota esperanzadora en esa carta: las noticias sobre Valentina parecían buenas. Pero Esteve la había escrito antes de su detención. Ahora ya no podría cumplir su promesa.